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Decía nuestro enorme D. Marcelino Menéndez Pelayo: «Las generaciones nuevas crecían oyéndolas [las grandes obras de España, de los antepasados] y se disponían a cosas cada vez mayores».
Y es cierto, nuestra gran tragedia consiste en la pérdida de la idea de España, la disolución y manipulación pervertida de su esencia, de su ser. La leyenda negra cuaja en nuestro interior más feroz y destructivo que en los siglos XVIII y XIX, apoyada con nuevos recursos.
Estamos tan perdidos como para no saber si España es un poder político terrorífico que sojuzgó gran parte del mundo, incluidas Cataluña, Vascongadas, Galicia… y, según parece, hasta la propia Castilla o León, que para todo hay desquiciados.
O quizá España es un territorio donde desarrollar la democracia moderna, el Reino de España, la democracia, convertida en paradigma y nueva religión del mundo. Porque, tal parece, que, para ser español, es imprescindible ser demócrata, constitucionalista y monárquico.
Sí, vivimos un mundo atontado por opilación de democracia.
Ese concepto de democracia que lo fagocita todo. Hoy son demócratas (puros, purísimos) todos: los reyes, los ciudadanos, los comunistas, los socialistas, los monárquicos, los republicanos, los liberales, los conservadores, el cura y el militar. Demócratas ante todo y sobre todo.
Esta confusión actual hunde sus raíces en el feraz terreno de la llamada y bendecida Transición, en su Régimen del 78, que deberían apellidar el Glorioso, o el Deseado.
Son culpables del camino de la degradación de España todos los protagonistas de aquella «gesta», que neciamente señalan incruenta, generadora de paz, concordia y desarrollo, pero eso es justamente lo que se heredó y dilapidó, junto con un fuerte sentido nacional, tan peligroso para el manipulador.
Cada nuevo acontecimiento en nuestra patria, no es más que una manifestación de la corrupción nacional, como toda esa manipulada e interesada propaganda de sectores políticos, por la nueva claudicación monárquica, por la nueva huida real.
Se radicalizó la disyuntiva exclusivista de monarquía (democracia, libertad, felicidad) o república (democracia, libertad, felicidad). España dejó de ser una entidad trascendente, primaria, para ser sustituida cualquier ente de razón al uso.
Las antiguas cortes se convirtieron en este parlamento esperpéntico, caricaturesco y vulgar, la dialéctica se convirtió en chabacana erística de odio, que, con más o menos ingenio manifestada, ocultan nefastos intereses personales o de secta, adornados de pureza democrática.
Pero España es superior a personas y sistemas, es la herencia fundamental que debemos cuidar y enriquecer, y que aquellos, personas y sistemas, deben servir, defender y enaltecer.
La molicie (intelectual, moral y física) es la norma de nuestro tiempo, pero ella es enemiga de la sabiduría y del amor.
Con la molicie (que es desidia y lascivia) se disuelve el conocimiento de la patria (ya no hay nada trascendente que defender) y, por tanto, el patriotismo, que es amor, entrega sin reservas a la defensa de lo propio.
Ese alejamiento de la sabiduría, que impide la capacidad de criterio, permite al político degenerado, sustituir los valores permanentes por cualquier cosa útil a su causa, pues el hombre no pude vivir sin algo en qué creer, aunque esté en contra de la razón más elemental, y hace propia la sentencia napoleónica de que para gobernar hay que aprovecharse de los vicios de los hombres, no de las virtudes.
Cada hecho pernicioso (aunque muchas veces parezcan aislados) que le ocurre a nuestra patria, desde la nueva invasión musulmana hasta la hinchazón enfermiza de la democratización liberal, coronada o no, obedecen a la misma causa, que avanza sin valladar, mientras nosotros, en casa, dejamos crecer al monstruo mientras nos enfrentamos unos con otros.
Y la causa se conoce como globalismo, que busca la nueva sociedad homogénea, sin valores personales o nacionales, sin virtudes, sin identidad, sin sabiduría, caldo de cultivo del Nuevo Orden Mundial, desnaturalizado y desnaturalizador.
Pero a pesar de todas las dificultades añadidas en los nuevos tiempos, que hacen al enemigo más peligroso, indefinido, misterioso, sutil y eficaz, la hora de España volverá a sonar, la proclame el Duque de Alba o el alcalde de Móstoles.
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