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La Ley de Memoria Democrática, que tanto escándalo ha suscitado entre las derechas españolas no es, desde luego, un producto improvisado, sino que posee una genealogía y un inexorable desarrollo que va cumpliéndose paso a paso, sin que casi nadie haya osado en enfrentarse políticamente, salvo VOX, a su instauración. Por eso, me han sorprendido, aunque no mucho, porque conozco el paño, los comentarios de un tal Pedro García acerca de mis declaraciones a El Correo de España sobre la fétida Ley de Memoria Democrática. No sé quién es el señor García; tampoco me importa excesivamente como individuo sus opiniones, cada cual que piense como le venga en gana, algo que impide, por cierto, la Ley de Memoria Democrática. Como historiador y sociólogo, me importan porque son expresión, como hubieran dicho Pierre Bourdieu o Fernand Braudel, de un habitus, de una mentalidad colectiva hoy dominante en lo que podríamos denominar sociedad civil conservadora o, si se quiere, pueblo de derechas, consistente en una especie de sumisión voluntaria a las directrices culturales e ideológicas de las izquierdas. Sólo así puede explicarse los éxitos del denominado “efecto Feijóo” o la mayoría absoluta del PP en Andalucía, uno de los fenómenos más alarmantes de los últimos años. Como diría Alain Deneault, suponen el triunfo de la “mediocracia”, del “extremo centro”, que tanto gusta a otro de los representantes del PP, José Manuel García Margallo.

Para empezar, el señor García no me parece muy inteligente. Afirma que no comprará mi libro De Historia y Política. Escritos polémicos, porque mis opiniones le parecen extremistas. No lo ha leído, pero pontifica sobre su contenido. Actitud plenamente antiintelectual y muy poco inteligente. Naturalmente, está en su derecho, faltaría más, de no comprar mi libro. Además, conjeturo que no lo entendería. Yo escribo mis libros para gente inteligente, para la elite, no para ignaros y convencionales. El señor García es un ignaro, un ignorante. Polémico no es sinónimo de insulto, ni de ataques inmoderados, ni de opiniones extremistas. Es sinónimo, y así lo digo en el libro, de dialéctica, es decir, de la esencia del pensamiento, ya sea filosófico o político. “Todo se engendra por la discordia”, decía el oscuro Heráclito. Y Hegel radicalizó ese postulado al sostener que tanto el pensamiento como la realidad marchan dialécticamente, es decir, superando enfrentamientos y antítesis.

La denominada guerra cultural consiste, básicamente en eso. Algo que el PP nunca abandonó, porque nunca lo ha defendido. Al contrario, hizo suya la tesis de Francis Fukuyama sobre el “fin de la historia” y durmió feliz a lo largo de unas décadas. La suya fue una perspectiva de “consenso” y no de “pluralismo agonístico”. El “consenso” puede ser plausible siempre que exista reciprocidad entre las distintas fuerzas políticas, pero no es el caso español. Aquí la hegemonía de las izquierdas en el pensamiento y en la cultura ha sido apabullante; y lo sigues siendo. De lo contrario, no hubieran triunfado, ni tan siquiera planteado las inicuas leyes de memoria histórica. Ahí radica la complicidad del PP en general, y del inefable Aznar en particular, en la génesis de esa legislación.

Durante casi veinte años, la sociedad española ha sido sometida, a través de los medios de comunicación, la literatura, el teatro, el cine y la historiografía a un claro proceso de sentimentalización política, por parte de una izquierda intelectual afecta a los postulados de la “gauche moral”. Novelistas como Albero Méndez, Manuel Rivas o Dulce Chacón publicaron obras de relativo éxito, como La voz dormida, Los girasoles ciegos o El lápiz del carpintero, en las que se ofrece una interpretación de la guerra civil, cuyo maniqueísmo y contenido sentimentaloide resulta, al menos en mi opinión, difícilmente soportable. Y lo mismo ha ocurrido en el cine. Películas dedicadas a la guerra civil, como Libertarias, La lengua de las mariposas, Los girasoles ciegos o El laberinto del fauno, inciden deliberadamente en la caricatura, por la presencia de personajes intachables por su progresismo en contraposición a curas perversos y militares, falangistas y burgueses deliberadamente sádicos.

En este proceso, la historiografía ha tenido igualmente un papel de primer orden, con su incidencia en el tema de la denominada “memoria histórica”. Y es que la “memoria histórica” tiene como objetivo fundar una identidad o la defensa de las reivindicaciones de grupos sociales y políticos concretos. Se trata de un modo de relación con el pasado de carácter afectivo y sentimental; lo que implica un culto al recuerdo y a la conmemoración obsesiva de ciertos sucesos: fosas comunes, campos de concentración, monumentos, etc. La “memoria histórica” es, además, selectiva por naturaleza, ya que tiene como fundamento una selección partidista de los acontecimientos. Por ello, resultan muy significativas la referencia de historiadores de izquierdas como Ricard Vinyes a los “pasados utilizables”; y la de Josep Fontana, a los “presentes recordados”. Y es que, en el fondo, “memoria histórica” e Historia representan dos formas antagónicas de relación con el pasado. La “memoria histórica” se sostiene en la conmemoración, mientras que la búsqueda histórica lo hace mediante el trabajo de investigación. La primera está, por definición, al abrigo de dudas y revisiones; la segunda admite, por principio, la posibilidad de revisión, en la medida en que ambiciona establecer los hechos y situarlos en su contexto para evitar anacronismos. La “memoria” demanda adhesión; la historia distancia. Y es que, como señala Tzvetan Todorov, el mayor peligro de las políticas de memoria es la instauración de una memoria incompleta, es decir, una narración que descontextualiza el proceso histórico concreto, silencia acontecimientos claves del pasado y margina a los sectores sociales y políticos que se sentían amenazados por los procesos sociales de carácter revolucionario.

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Y es que, bajo el manto sentimentaloide, laten proyectos políticos muy concretos. Como señala uno de los portavoces de los movimientos memorialistas, Rafael Escudero Alday, su objetivo es la reivindicación histórica de la II República, como “un instrumento político de futuro”. Historiadores de izquierdas, como Ricard Vinyes, demandaron una “memoria de Estado”. Esta demanda no quedó en mera teoría, sino que cristalizó en el denominado Memorial Democrático, instaurado en Cataluña en 2007. Vinyes definía la institución como una plataforma para difundir “el pasado utilizable”, cuyo objetivo era acabar con “el modelo de impunidad y sus consecuencias en la construcción del relato fundacional de nuestra democracia que han mantenido los sucesivos gobiernos desde 1977”. Para otro de sus promotores, Jordi Borja, el Memorial Democrático servía para “deslegitimar el franquismo y los neofranquistas que perviven todavía en la vida pública española, en el ámbito estrictamente político, en algunos medios de comunicación, en la Iglesia católica y en ciertos grupos económicos y profesionales«. Según Vinyes, los “modelos democráticos” eran militantes comunistas como Clara Zetkin, Dolores Ibárruri o Carlo Feltrinelli.

El 26 de diciembre de 2007 se dio el primer paso hacia la instauración de una memoria incompleta de Estado con la publicación en el BOE de la Ley de Memoria Histórica, en la que se identificaba la democracia con las izquierdas, incluidos los miembros de las comunistas Brigadas Internacionales, y se definía la era de Franco como “doloroso período de nuestra Historia”.

En el campo político de la derecha no hubo respuesta, ni política ni cultural. El gobierno presidido por Mariano Rajoy no derogó la Ley de Memoria Histórica, limitándose, cínicamente, a paralizar su financiación. Para la plus bête droite du monde, se trataba, todo lo más, “cortinas de humo”. Incluso, años antes el inefable José María Aznar no dejó de celebrar la torva figura de Manuel Azaña, seguramente sin haber leído una sola página de sus Obras Completas. Pudo elegir otro personaje carismático, como Ortega y Gasset; no lo hizo, tuvo que ser Manuel Azaña, último presidente de La II República, escritor mediocre y pensador político inexistente. Sinceramente, nunca he entendido la admiración de algunos por la figura de Azaña, un escritor bastante provinciano, en cuyo pensamiento no ha huellas de Marx, ni de Schmitt, ni de Keynes o Weber. Y muy inferior a Maeztu, Ortega o D´Ors. El señor García se dice lector de Azaña y monárquico. Me parece muy interesante. Los discursos y diarios del alcalaíno destilan odio y desprecio absoluto hacia Alfonso XIII, Gil Robles, Ángel Herrera e incluso hacia el bienintencionado Manuel Giménez Fernández. Nunca fue un hombre de concordia.

En cualquier caso, la elección del señor Aznar tuvo consecuencias, porque el antiguo comunista Jorge Semprún y el socialista Fernando Morán, ministros ambos de Felipe González, sostuvieron, con toda lógica, que con aquel gesto el líder del Partido Popular, reconocía que la razón moral e histórica estaba en el bando vencido en la guerra civil. Quizás sin darse cuenta, Aznar se había abierto la espita para el desarrollo de las leyes de memoria histórica. De hecho, disfrutando de mayoría absoluta, el Partido Popular condenó el alzamiento del 18 de julio de 1936, y posteriormente la dictadura de Franco, viniera o no al cuento. Mientars tanto, las izquierdas mitificaban a Azaña, Dolores Ibarruri, Negrín, Companys, etc, etc. No eran conscientes de que, desde esta perspectiva demonológica acerca del significado y características del régimen político nacido de la guerra civil, resultaba imposible defender el proceso de transición a la democracia liberal, para ellos la época cenital de la historia de España. De lo radicalmente malo no podía surgir el bien por antonomasia; algo metafísicamente imposible. Al PP no le importa nada la figura de Franco, quiere quitársela de en medio, como la de su fundador Manuel Fraga, del que este año se cumple su centenario. ¿Lo celebrará el PP?. Tengo mis dudas, quizá en la intimidad, como el catalán de Aznar López. Sin embargo, se quiera o no, su historia está ligada al régimen de Franco. Como dice Ernst Nolte, el pasado no pasa; está ahí. En cualquier caso, sin esa actitud del PP hubieran sido imposibles las leyes de memoria histórica.

Y naturalmente, la ofensiva memorialista va más allá, a las instituciones y personajes con las que el PP se siete más identificado. En febrero de 2014, se publicó un manifiesto de intelectuales de izquierda, firmado entre otros por Josep Fontana, Ángel Viñas, Nicolás Sánchez Albornoz, José Luis Abellán, José Manuel Caballero Bonald, en favor de la instauración de la III República. Los firmantes deseaban, entre otras cosas, poner fin a la “anomalía” de que el Jefe de Estado fuese un “Rey impuesto por el dictador”; y la República como “una urgente necesidad de regeneración democrática”.

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Otra de las grandes victorias simbólicas del conjunto de las izquierdas y de los secesionistas fue la exhumación del cadáver de Francisco Franco de su tumba en el Valle de los Caídos en octubre de 2019. En la derecha, nadie, salvo VOX, se opuso a la medida; ni tan siquiera la Iglesia católica, gran beneficiaria del régimen presidido por el póstumamente agraviado. Todo un símbolo de la nueva situación. Pensar que el proceso iba a finalizar con esa arbitraria medida, es propio de necios; pero en la derecha oficial española –el PP y gente como el señor García- todo parece posible, salvo la inteligencia y la virtud. Y es que la exhumación del cadáver de Franco significó la ruptura simbólica de toda la narración oficial del período de transición. Ya no había reconciliación, sino revancha. Y abría una espita más en el camino a la ruptura política.

En enero de 2020 se dio un nuevo paso a la instauración de la memoria incompleta. El gobierno PSOE/Podemos elaboró una nueva Proposición de Ley de Memoria Democrática, en el mismo sentido que las anteriores: “Consejo de la Memoria”, sanciones económicas e ilegalización de las fundaciones que defiendan el franquismo, resignificación el Valle de los Caídos, etc. En septiembre de 2020, el gobierno aprobaba el proyecto, cuyo objetivo era, según Carmen Calvo, la “ordenación del pasado”. Nada menos. Sin embargo, su aprobación ha sufrido retrasos por la falta de acuerdo del gobierno con sus socios secesionistas. Por un momento, parecía que el funesto proyecto de Ley iba a perderse en los cajones de los despachos de La Moncloa. No ha sido así, El fanatismo de las izquierdas en general, y de Pedro Sánchez en particular, no parece tener límites. Y el gobierno social/podemita no ha dudado en llegar a un pacto con EH Bildu, los herederos y apologetas de ETA, es decir, el enemigo más persistente y sanguinario del proceso de transición a la democracia liberal. El pacto y su contenido supone un golpe brutal contra todo el andamiaje simbólico del actual régimen político. No sin razón, la portavoz de EH Bildu, ha dicho que con el contenido del pacto van a “sacudir el relato de la Transición ejemplar”. Y es que los secesionistas vascos y catalanes han logrado la ampliación de la Ley de Memoria Democrática de la fecha de 1978 a la de 1983, lo cual pone bajo sospecha a los hombres representativos de la Santa Transición, Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo e incluso a Felipe González. Es decir, las figuras carismáticas que encarnan la legitimidad del actual régimen político. De la ruptura simbólica a la ruptura política no hay más que un paso, ya iniciado por los secesionistas catalanes en 2017.

El nuevo líder de la derecha oficial, Alberto Núñez Feijoo, hombre adusto y opaco, ha prometido, coincidiendo con al aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, derogar esa Ley, eso sí “con los votos del próximo Partido Socialista”. O sea, lo mismo que Rajoy; nunca lo hará; o en el mejor de los casos , mal y a medias. Y es que su partido, como hemos mostrado, ha sido cómplice, por omisión, por desidia o por miedo, lo mismo da, en este proceso. El PP carece de credibilidad, en esto como en casi todo. Y es que los pasos de Núñez Feijoo en ese sentido han sido, desde el principio, significativos. El “efecto Feijoo” significa economicismo vulgar, pacto con los nacionalistas –ahí están sus conversaciones con Íñigo Urkullu y Andoni Ortuzar y su genuflexión ante La Vanguardia y la burguesía catalana-, y destrucción política, a medio plazo, de VOX. En definitiva, el retorno al bipartidismo, con bisagra nacionalista. Digestiones sosegadas, gestión económica y grandes negocios.

De combate cultural, nada de nada, ni tocarlo, como dice Moreno Bonilla en Andalucía. ¿Sabe este mediócrata andaluz quien fue Blas Infante?. No, con toda seguridad. Centrismo puro. Razón cínica a tope. ¿De verdad quiere ese la derecha española?. No lo sé. De lo que no me cabe la menor duda, como demuestran las arbitrarias opiniones del señor García, que está necesitada de todo un proceso de reeducación histórica, política y cultural. El PP y el señor Feijóo viven y prosperan gracias a esa situación de analfabetismo cultural. Por mi parte como don Antonio Maura hizo con Eduardo Dato, no dudaré el declararle mi “implacable hostilidad” a todos los niveles. Se trata de una auténtica labor de salud pública. Politique d´abord, Culture d´abord, siempre y una vez más.

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REDACCIÓN