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A veces el cine es Arte, y éste es el caso de la película “El Tormento y el Éxtasis”, producida y dirigida en 1965 por el inglés Carol Reed, con guión de Phillip Dune, fotografía de Leon Shamroy, música del compositor Alex North y decorados de Dario Simoni.
Basándose en la novela homónima de Irving Stone (1903-1989), publicada en 1958, Reed realizó una obra magistral desde el punto de vista artístico y psicológico, contando con el estadounidense Charlton Heston en el papel de Miguel Ángel Buonarotti; el inglés Rex Harrison representando al papa Julio II; la australiana Diane Cilento interpretando a Comtessina de Médici, y el inglés Harry Andrews como Bramante, arquitecto del Papa.
Un largometraje en el que se cuenta la intrahistoria de cómo el genial toscano Miguel Ángel Buonarotti (1475-1564) pintó casi sin ayuda, entre 1508 y 1512, los frescos del techo abovedado de la Capilla Sixtina, en el Vaticano.
Y es que, si las pinturas de las paredes laterales fueron ejecutadas por Botticelli, Ghirlandaio, Perugino, Pinturicchio y Signorelli, los frescos del techo con escenas del Antiguo Testamento los debemos a un artista que siempre se consideró, antes que nada, escultor. No en vano, el propio Miguel Ángel, amamantado en su más tierna infancia en Settignano por un ama de cría que era hija y mujer de canteros, afirmaría: “Juntamente con la leche de mi nodriza mamé también las escarpas y los martillos con los cuales después he esculpido mis figuras”. Estimando y proclamando que “la escultura es la más grande de todas las artes” .
La Capilla Sixtina fue recreada a la perfección en los estudios Cinecittà, en Roma, y todas las localizaciones exteriores son italianas, destacando las extraordinarias escenas de las canteras, rodadas en la provincia de Massa y Carrara, en la misma Toscana florentina.
Con apenas trece años, Miguel Ángel aprendió la técnica de la pintura al fresco en el taller del florentino Doménico Ghirlandaio (1448-1494): los dibujos preparatorios, la preparación de los pigmentos, el rastrillado o picado del muro, cómo mezclar la cal apagada, arena de río, polvo de mármol y agua para hacer la base sobre la que pintar… Y cómo aplicar dicho mortero: primero una gruesa capa (arriccio), seguida de otra más fina (intonaco) sobre la que transfería el dibujo del papel al muro mediante la técnica del estarcido; es decir, perforando la silueta y líneas más relevantes del dibujo realizado sobre papel o cartón, y aplicando suavemente una muñequilla tintada sobre la superficie perforada para traspasarlo al enfoscado.
Sin embargo, Miguel Ángel apenas estuvo un año y medio bajo la tutela de Ghirlandaio, siendo apadrinado por el gran Lorenzo de Médici (El Magnífico, 1449-1492) para desarrollar su natural inclinación por la escultura. En “el jardín de la escultura” que Lorenzo poseía en la Plaza de San Marcos de la capital del Arno, Buonarotti hizo grandes progresos y su temprana vinculación con Settignano le permitieron conocer de primera mano todos los secretos de la cantería y aprender a seleccionar los mejores bloques de mármol.
Lorenzo, aquel intelectual prototipo de hombre del Renacimiento, sabio, primera autoridad de Florencia y mecenas de artistas, reconoció pronto el genio que había en aquel chico y lo puso a las órdenes de Bertoldo di Giovanni, a su vez discípulo de Donatello. Y fue Bertoldo, treinta años mayor que Miguel Ángel, quien le enseñó las diferencias del dibujo para la pintura al fresco y el dibujo para la tridimensional escultura. Porque a pesar de su amor por ésta, o tal vez gracias a él, Buonarotti fue capaz de pintar un universo con más de doscientas figuras de singular belleza, componiendo la Creación del Mundo, el Diluvio Universal, la Creación de Adán, el Pecado Original, la Expulsión del Paraíso, la embriaguez y sacrificio de Noé, la Creación de Eva y los profetas. Personajes de armónica y rotunda anatomía, con carácter, ejecutados a la maniera que le haría inmortal.
Desde luego, un trabajo titánico para un solo hombre, porque, aunque Miguel Ángel tuviera ayudantes para preparar los muros, hacer la mezcla del mortero y aplicarla, para elaborar las pinturas y transferir los dibujos, y aunque la ejecución pictórica fuese necesariamente rápida por la propia naturaleza del fresco y la pericia del artista, la superficie a cubrir era inmensa. Y, por ejemplo, sólo el Sacrificio de Noé le supuso un mes de trabajo intensivo. Un esfuerzo agotador que el director supo plasmar con detalle, mostrando la dificultad de trabajar durante muchas horas seguidas sobre un andamio a veinte metros de altura, tumbado boca arriba y con la pintura goteando constantemente sobre su rostro.
Cuando Buonarotti se enfrentó a la tarea de pintar la cúpula ya había creado al menos cuatro obras por las que merecía el apelativo de inmortal: el bajorrelieve de la Madonna o Virgen de la Escalera (1490-91); la Batalla de los Centauros (1491-92) –sitas ambas en la Casa Buonarotti, en Florencia–; el monumental David (1501-04) –expuesto en la Academia de Florencia–, y la eterna Piedad (1498-99) –en la basílica de San Pedro–, tallada con sólo veintitrés años. Una escultura cuya belleza invitaba de tal forma a la devoción que, tras ser transportada a su emplazamiento definitivo por unos hombres rudos y casi analfabetos, al acabar su labor, espontáneamente, se arrodillaron en silencio ante ella.
Pero, si Miguel Ángel contó con el apoyo de Lorenzo de Médici, del papa Julio II y otros mecenas, también sufrió la hostilidad de algunos cardenales –que acusaron de impúdicos sus desnudos–, del arquitecto del Papa, Bramante, y de algún colega como Pietro Torregiani que le rompió los huesos de la nariz de un puñetazo fruto de la envidia. Respetado por Rafael Sanzio, menospreciado por Leonardo da Vinci –que consideraba la escultura como un arte menor–, parasitado por su padre y sus cuatro hermanos, Buonarotti también asistió a la caída de los Médici, a las dos epidemias de peste que asolaron Florencia en 1527 y 1530, y al “Saco” de Roma en mayo de 1527 por las tropas del emperador Carlos.
A pesar de su proclamada vocación escultórica, veinte años después de finalizado el techo de la Sixtina, Miguel Ángel fue requerido por el papa Pablo III para pintar también El Juicio Final en la misma capilla, tras el altar, entre 1535 y 1541; y ya con más de setenta años, entre 1545 y 1550, por encargo del mismo papa, pintó los grandes frescos de La conversión de San Pablo y La Crucifixión de San Pedro (ambos de 6,25 metros de alto por 6,62 metros de ancho), para la Capilla Paulina.
Un legado pictórico impresionante, sin duda, para un artista excepcional que sólo quería esculpir, pero que alcanzó enorme fama por su enorme destreza con los pinceles.
En 1966, “El tormento y el éxtasis” fue nominada a los premios Óscar en las categorías de mejor fotografía (Leon Shamroy), mejor banda sonora (Alex North), mejor dirección artística (John DeCuir, Jack Martin Smith y Dario Simoni), mejor vestuario (Vittorio Nino Novarese) y mejor sonido (James Corcoran). Para muchos espectadores, la película significó descubrir todo un mundo: la Italia del Renacimiento, el Arte con mayúsculas, el peso de Roma en la Historia… Las magistrales interpretaciones de Charlton Heston y Rex Harrison conmovieron e inspiraron a millones de espectadores… y las imágenes y diálogos de aquella oda al Arte quedaron impresos en nuestra memoria.
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El cine siempre es arte. Unas veces bueno y otras veces malo, pero arte. Ya está bien de infravalorarlo.
«¿Cuándo lo terminarás?»
«¡Cuando lo acabe!»