22/11/2024 00:05
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Como es bien sabido, nuestros escolares llevan sin asistir a las escuelas y universidades desde mediados de marzo y lo más probable es que ya no visiten las aulas en este año escolar que termina en junio. Ante esa situación tan sumamente excepcional, todo el mundo se plantea cual puede ser la solución menos mala (no creo que nadie pueda encontrar ninguna buena). El autodenominado sindicato de estudiantes ya se ha pronunciado, exigiendo un aprobado general y que todos los estudiantes pasen al curso siguiente. El Consejo Escolar del Estado pide que los estudiantes sean evaluados, pero de una forma un tanto suave, que es lo mismo que pedir un aprobado general encubierto. El gobierno afirma que todavía no ha tomado ninguna decisión al respecto, ya que tiene que reunirse con las consejerías regionales de educación, puesto que esta importante esfera sociológica está transferida a ese engendro constitucional que denominan “comunidades autónomas”. Y, mientras tanto, las familias están hechas un lío, sin saber a qué atenerse, lidiando como pueden con sus vástagos para que realicen sin protestar los kilos y kilos de deberes que el profesorado les manda bajo el pretexto de que están cumpliendo con las exigencias del currículum oficial obligatorio (el mantra diseñado para ideologizar al alumnado).

No es mi intención debatir en este artículo las ventajas y las desventajas de esta nueva modalidad pedagógica que se han visto obligados a inventar los profesores de todos los niveles para intentar salir de este atolladero en que nos han metido los gobernantes para aminorar el contagio del coronavirus. La enseñanza a distancia viene siendo practicada desde hace muchos años y, para que sea eficaz, debe reunir una serie de requisitos que no son tenidos en cuenta en esta improvisada modalidad de escolarización. Asimismo, el movimiento de la escuela en casa, surgido en la década de los años setenta del siglo pasado, no tiene nada que ver con este esperpento improvisado. Dado que el objetivo de este artículo no es el análisis de esta improvisada modalidad de enseñanza, solo quiero dejar claro dos cosas. La primera es que el nivel académico del alumnado, independientemente del nivel de la pirámide escolar en que esté situado, va a ser infinitamente menor que el de los años anteriores. La segunda es que los alumnos que sufrirán más las funestas consecuencias de esta anómala situación son los pertenecientes a las familias de menor nivel cultural, social y económico.

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No hay que ser muy expertos en Pedagogía ni muy inteligentes para saber que si los alumnos de este año son evaluados con los mismos criterios de exigencia académica que en años anteriores, un porcentaje muy elevado no tendría otro remedio que repetir curso, siendo los más afectados los pertenecientes a las familias con menos recursos económicos y culturales. Sobre el tema de la repetición de curso se han llevado a cabo centenares de investigaciones y en la práctica totalidad se evidencia que no beneficia a nadie: ni a los repetidores, ni a los que promocionan de curso, ni al presupuesto que los gobiernos dedican a la educación escolar. Como no quiero cansar a los lectores ofreciendo aquí la metodología y los resultados de esas investigaciones, me limitaré a aconsejar a quienes estén interesados en conocer esos datos la lectura de mi libro, titulado “La Escuela Organizada sobre Mitos” (2018, Madrid, Ed. La Muralla). A tenor de los resultados de esas investigaciones, la conclusión más fácil y demagógica es tirar por la calle de en medio y defender el aprobado general y la promoción automática de curso de todos los estudiantes, tal y como ha pedido el denominado sindicato de estudiantes.

Como en el caso de la repetición de curso, también podría ofrecer aquí argumentos muy contrastados para demostrar que la promoción automática es tan perversa, o incluso peor, que la repetición masiva de curso, sobre todo en el nivel universitario. En los niveles obligatorios de la pirámide escolar (en infantil, en primaria y en secundaria obligatoria) sería más defendible aceptar el aprobado general y, por tanto, la promoción automática de curso. Si resulta que en esos niveles la escolarización es obligatoria, me parecería tremendamente injusto que quienes pagaran el pato de las consecuencias de esta pandemia fuera ese alumnado. Sin embargo, a pesar de ser la menos cruel para esos chicos y chicas, no es la más óptima desde el punto de vista psicopedagógico. Pero donde el aprobado general resulta más aberrante, tanto para los estudiantes como para la sociedad, es en los niveles no obligatorios (bachiller, formación profesional y universidad). En estos casos me parece tan evidente el perjuicio que no creo que merezca la pena aportar ningún razonamiento técnico. Si ahora todos los profesores universitarios se quejan del bajo nivel con que llegan a la universidad la mayoría de los estudiantes, imagínense ustedes las dificultades que tendría esta hornada de alumnos del último curso del bachiller en sus primeros años universitarios. Pero todavía resulta más grave la terrible afectación que el aprobado general tendría para los estudiantes del último año de aquellas carreras universitarias donde la mayor parte de las prácticas están ubicadas en el segundo semestre del año escolar.

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A mi juicio, la solución más lógica sería prorrogar este año escolar hasta mediados del mes de agosto, suponiendo que los expertos médicos aconsejen abrir los centros escolares a partir del mes de junio. Sobre todo, me parece que es la única opción que puede salvar a los estudiantes del último año de la universidad, ya que podrían efectuar sus prácticas en los meses de junio, julio y agosto, cosa que no se puede conseguir ni con la repetición de curso masiva ni tampoco con la promoción automática.

No cabe ninguna duda de que esta alternativa también tiene inconvenientes. En primer lugar, perjudicaría a aquellas familias que pueden costearse unas vacaciones veraniegas fuera del pueblo o ciudad donde residen y quizás también al resurgimiento del turismo nacional. En segundo lugar, esta opción también perjudica a todo el profesorado, ya que no podría disfrutar de los dos meses de vacaciones veraniegas que por ley le corresponde. Por ello, me parece muy lógico y justo que los docentes recibieran una compensación económica extraordinaria, acorde con esa pérdida temporal de derechos. Si se comparan los efectos negativos de esta opción con los que esta pandemia va a causar en la mayor parte de la sociedad, nos daremos cuenta de que son mínimos.

Autor

REDACCIÓN