05/10/2024 18:42
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Por su interés, voy a reproducir algunas páginas estos días de su obra «Horas del Madrid rojo» (aunque yo en lugar de horas les llamaría «Escenas»), en las que cuenta lo que vivió en los 3 meses que vivió en el Madrid rojo, entre el 18 de julio y el mes de octubre cuando pudo salvar su vida y huir al exilio

 

Son escenas de película (y algunas de sus obras también han sido llevadas al cine), son relatos apasionantes y tétricos, trágicos, en los que como periodista va recreando lo que fue y vivió aquel Madrid rojo, republicano, constitucional y legitimo (cuando un Gobierno LEGÍTIMO permitió que grupos desorganizados, descontrolados, y vengativos sembraran la muerte y el terror en Madrid)

 

Les aseguro que estos relatos del «Caballero Audaz» debían ser divulgados por un Gobierno que dice ser constitucionalista y legítimo como aquel.

 

Pasen y lean. Son escenas muy cortas pero muy expresivas y eminentemente gráficas:

 

Escena 6 LA DEL AMANECER 

  

 

Hora lívida y fría.

Alba invernal. Noviembre o diciembre de cualquiera de los tres años malditos.

Madrid despierta con ojeras de insomnio. Hambriento y asustado. Ha dormido mal.

Durante toda la noche no ha cesado de tronar el cañón.

Por dos veces ruidos de batalla han soliviantado todos los sueños.

Al filo de las doce voló una mina en la Ciudad Universitaria. La explosión hizo retemblar los cristales, gemir las puertas, y las casas más altas se estremecieron, como en un raudo movimiento sísmico. La guerra bramaba.

En seguida se enzarzó el diálogo ronco de las piezas artilleras. Los cañones rugen con ecos prolongados y profundos. Los morterazos son más escuetos, más secos, menos retumbantes, como breves aullidos que abren cráteres sonoros en el silencio… Las ametralladoras cantan… La fusilería picotea, en un «pizzicato» inacabable.

La alarma se extiende como una corriente eléctrica dando veloces vueltas a la ciudad.

Han abandonado el lecho los vecinos que dormían vestidos… Se han abierto balcones, ventanas interiores para escuchar el espantoso concierto.

La misma pregunta ha temblado en millares de labios trémulos:

-¿Son «obuses» o es combate?…

Y el técnico, el optimista observador, que no falta en ninguna casa, ha dictaminado:

-No hay peligro… No son «obuses»… Es combate.

Porque la guerra ha creado una nueva especie de argot popular.

En Madrid se le llama «obús», no al cañón, sino a su proyectil…

Pero todos entienden el equívoco. Cuando se dice: «Son obuses», significa que la ciudad está siendo bombardeada y hay que correr a los refugios y a las plantas bajas de las casas.

En cambio, si se afirma: «Es combate», quiere decir que la lucha está circunscrita a cualquiera de los frentes próximos y no hay peligro inmediato para la población.

La guerra ha exacerbado los egoísmos. Se dice «es combate», y aunque eso significa que unos centenares o unos miles de hombres se están matando en campo raso o de trinchera a trinchera, los madrileños se sienten renacer a la tranquilidad.

Durmió mal Madrid esta noche. Vigilia de miedo y de miseria física.

De vez en cuando, al extremo de las calles ex céntricas y en los arrabales, estallaron descargas cerradas, disparos sueltos, que sofocaron gritos de dolor, mientras garraspeaban ásperos claxons y petardeaban motores de automóviles…

El alba es sucia y triste. Llovió de madrugada y se ha hecho cristal helado el agua en los charcos y en la tierra monda, que ya no tienen césped.

Amanecer ceñudo, hosco. La ciudad está muerta.

En todas las calles, aun en las más céntricas, bordean las aceras montones de basuras… Algún perro famélico huronea inútilmente en ellas. Ni un hueso, ni una monda, ni el menor residuo aprovechable entre tanta inmundicia. Madrid tiene hambre y lo aprovecha todo. Cerca de los cuarteles forman cerro los detritus… Y mujeres astrosas, niños miserables, disputan inverosímiles desperdicios a los canes del arroyo.

Por el puente de las Ventas entran camiones llenos de soldados que vienen de los frentes. Rostros lívidos, barbudos, con tristeza de enfermos. Capotes y tabardos sucios del barro de las trincheras.

Junto a la Plaza de Toros hay una recua de mulos esqueléticos, de asnos matalones. Carne para los hospitales y para los influyentes de la retaguardia. A la puerta de los corrales, donde está el matadero de la Plaza, se apiña una cola de mujeres con cubos y latas vacías. La sangre y las vísceras de los jamelgos éticos se la disputarán como un tesoro los familiares de los empleados privilegiados «anti­fascistas» del Matadero.

Gritos de corneta, que vibran desafinados y agriamente en el aire húmedo y frío, tocan diana en los cuarteles.

Los primeros tranvías, aun con sus luces amortiguadas de azul, chirrían en los raíles sin engrasar.

De las fábricas, convertidas en industria de guerra, sale el enjambre de los trabajadores nocturnos. Hombres ceñudos, de manos y rostros ennegrecidos, y mujeres desgreñadas, vestidas con «monos» azules, con abrigos de cuero, calzadas con zapatones hombrunos robados a los muertos.

Se desparrama el rebaño humano somnoliento por las calles desiertas, mudas.

Tres hombres que aguardan en la parada del tranvía fuman codiciosamente, por turno, de un solo cigarro que tiene uno de ellos.

Amanecer sin pregones, ni canto de campanas, ni «churros calentitos» ni aguardiente. Hosco silencio de la ciudad, que tiene hambre y no madruga. ¿Para qué?…

A la puerta de una tahona, aún cerrada, hay una interminable «cola» de mujeres y chicos. Unas, envueltas en mantas, dormitan sentadas en la acera, contra la pared; otras se cobijan en los huecos de los portales próximos para resguardarse del frío sutil del alba.

Una mujerona que llega lanza la noticia, en tono de zumba brutal:

-La que quiera desayunar, que dé un paso al frente. Ahí, en el solar de la esquina, hay «fiambres» pa hincharse.

Saben todas de lo que se trata, y algunas corren, espoleadas por morbosa curiosidad.

El solar próximo, entre dos altas edificaciones, se ha convertido en basurero. Hace ya mucho tiempo desapareció la valla de madera, arrancada por los vecinos para hacer leña.

En el centro del solar, entre inmundicias, hay varios cadáveres. Dos casi a la entrada. Uno de ellos, el de un hombre de edad madura, calvo, con una breve barba canosa. La cuenca del ojo izquierdo se la cubre .un coágulo enorme de sangre ennegrecida. Un hilillo rojo le cuelga de la comisura de los labios. El ojo derecho, abierto, parece mirar al cielo con una fijeza aterradora. Sobre el pecho tiene clavado, con una astilla que le penetra en la carne, un papel, donde, con letras de tinta roja, que la humedad ha corrido, se lee: «Por monárquico y casero.»

El otro cadáver es de una mujer joven. No se le ve la cara, porque está de bruces, rígida, con los brazos estirados, con las manos finas y blancas engarabitadas, como si arañara la tierra mojada y sucia. El cabello, rubio, ondulado, como un nimbo de oro. En el cuello, de nácar, la huella negra y roja del disparo.

La cubre una bata de lana azul, que deja ver sus piernas, de fino torneado, desnudas hasta las corvas.

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Sobre la espalda otro cartel que dice nada más: «Espía.»

Alrededor, corro de monstruos. Chistes soeces. Comentarios salaces.

Una arpía, más decidida, se inclina sobre el cadáver de la mujer y, con destreza de ratero, le quita las zapatillas. Después le arranca el broche de la bata, mientras murmura sombriamente:

Pa lo que tie que andar y lucirse! Lástima es que la bata esté tan manchá de sangre; si no, me hacía el avío.

-No vale na -lamenta otra-. No te fijas que tie dos boquetes chamuscaos. Está hecha un colador.

-¡Ya, ya! Podían haber tenido más cuidao. Con endiñarles en la cabezota tien bastante…, y no que ponen la ropa hecha un asco. Como si las demás no estuviéramos necesitás.

Un golfo, raquítico y vivaz, como un simio, le metió en la boca al anciano muerto una torcida de periódico, imitando un cigarro.

Y el corro de monstruos acoge la profanación con una carcajada bestial.

 

Escena 7 LA- DE LA «RADIO» FACCIOSA

  

Van a ser las doce de la noche.

Por la escalera, a oscuras, se deslizan como fantasmas sombras cautelosas. Bajan a tientas, tacteando la baranda, procurando que no crujan sus pasos en los peldaños de madera.

Al llegar al principal se detienen. Escuchan sobresaltados. Parece que han sonado golpes en el portal. Pero el silencio les responde. El silencio y la canción del viento, que silba, que aúlla en el tubo del patio y penetra, trayendo frío y humedad, por las ventanas sin cristales del rellano.

Temerosos, cautos, se acercan a la puerta del cuarto exterior y tamborilean en ella con los nudillos tímidamente. Porrazos leves, espaciados: dos primero, tres después. Y, por último, un repiqueteo ligero, nervioso. Es la señal convenida. Deben estar acechándola dentro, porque en seguida la puerta gira, se abre a medias en el recibimiento de la casa, también sin luz.

-Buenas noches.

-Buenas, doña Isabel; muy buenas, don Eduardo. Pasen. Pasen.

Se cierra la puerta, tragándose a los visitantes, que caminan sigilosos y de puntillas por el carrejo.

En un gabinete interior, la habitación más profunda y recatada de la casa, aguardan a los recién llegados. En la pequeña estancia hay ya otras cinco personas. En el sofá se agrupan tres: el dueño de la casa, un caballero anciano, que no puede disimular su prestancia de militar veterano; su mujer, noble dama enlutada, de cabellos de plata y de rostro marchito por el dolor, y la hija más pequeña; fina, blanca y rubia como la Primavera de Boticcelli.

En las butacas, un matrimonio vecino que llegó poco antes con el mismo aire de misteriosos, tímidos, conspiradores…

En la mesita del centro está el aparato de «radio». Un Crosley de seis lámparas, magnífico, potente, que se salvó de milagro de las requisas policíacas.

Amparito, la mecanógrafa del piso de al lado, que pasa todas las noches, es la encargada de manipularlo. La costumbre la ha hecho una verdadera técnica. Tiene una destreza extraordinaria para regular la onda, captarla y eliminar los ruidos. A veces, los duendes, los parásitos, los zumbidos con que las emisoras rojas interfieren, son tan intensos, que sólo el oído finísimo de Amparito, pegado al difusor del aparato, es capaz de seguir la voz lejana, casi ininteligible, que desde Sevilla, desde Burgos, desde Salamanca, desde Roma o desde Portugal, trae las noticias esperanzadoras. Y Amparito tiene tan prodigiosa retentiva, que es capaz de repetir fielmente, sin un fallo, el parte de guerra nacional. A veces, con su lápiz de «steno», toma notas en signos taquigráficos de los pueblos que van ocupando las tropas nacionales.

Son siete personas las que todas las noches, a esta hora, se reúnen en el pequeño gabinete, como en una cripta, como en una capilla. Cierran la puerta para aislarse aún más. El miedo a ser sorprendidos y la ilusión de escuchar nuevas jubilosas, dan a esta hora un hechizo inefable.

El misterio, el silencio, la idea de estar arrostrando un peligro, la satisfacción de realizar lo que el común enemigo prohíbe y persigue, dan a esta hora una emoción trascendental.

Esperándola, los minutos transcurridos desde que terminó la mezquina cena, el tiempo que pasó hasta que el portal se hubo cerrado y la casa quedó en silencio, se hizo insoportablemente largo, angustioso.

Han vivido todo el día para este momento de ilusión. Con su esperanza fue más tolerable el frío y el horror de la calle, cuajada de chusma hostil; la espera humillante en las «colas», la escasez del pan, la falta de lumbre en el hogar, el miedo, que, como un gusano roedor, les tiene constantemente soliviantados.

El viejo militar, milagrosamente escapado de las redadas rojas; su esposa, la noble dama enlutada, tienen el único hijo varón que les queda en la zona nacional. Era oficial de un tabor de Regulares. Ellos lo imaginan con Franco, con Varela. Acechan en la «radio» las crónicas de guerra que hablan de las hazañas gloriosas de las tropas llegadas desde África en una marcha de epopeya y detenidas frente al Madrid mártir… Con ellas vendría su hijo, el más joven, ¡el único ya! Otros dos tenían: uno, capitán de Caballería, murió asesinado en el cuartel de Alcalá de Henares. Al otro, abogado en Madrid, preso en la Cárcel Modelo, lo sacaron una madrugada trágica, en un camión, rumbo a la Muerte.

Siete seres, siete almas, como millares más en el Madrid inmenso y trágico, viven horas y horas para este momento. El día, con sus inquietudes, con sus necesidades, con sus horrores, no es más que un puente, un camino para llegar a esta hora de tremante ilusión, de esperanza infinita.

Aquí, frente a la «radio», todo se olvida: el espíritu se impone a la materia; el hambre no muerte en las entrañas; el frío no estremece los miembros; el temor no angustia el alma…

El pequeño aparato de finas maderas se convierte en un altar, en una reliquia. Hasta él vendrá por los cielos infinitos, vencedora de la distancia, de la noche y de la guerra, la voz robusta, consoladora, clarín de triunfo, bálsamo piadoso, tónico del alma, canción de gloria, oración santa, estímulo noble, consuelo de tristes, promesa de redención, anhelo infinito de toda una humanidad que llora, reza, sufre y muere: ¡La «Radio Salamanca»! ¡El parte de guerra! El himno viril y joven que, como un rayo de bendito sol, ilumina las almas y en ellas se queda agazapado, palpitante, como el ritmo mismo de las vidas.

En el altavoz, atenuado, suena el punto de atención: el toque agudo de la corneta que preludia la lectura del Parte.

Al oírlo, hasta las respiraciones parecen suspenderse. anhelantes; todos los rostros se acercan ávidos al altavoz del aparato. Las manos se crispan sobre el pecho, como si quisieran acallar los latidos del corazón acelerado… Y por las pupilas febriles, ansiosas, brillantes como ascuas, pasa de repente un cristal de lágrimas.

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La voz enérgica, la voz solemne, la voz amiga de Fernández de Córdoba empieza a decir:

«¡Parte oficial de guerra del Cuartel General del Generalísimo…!»

Unos disparos suenan en la calle.

Descargas lejanas que exterminan mártires…

No importa. Nadie se moverá. Aunque supieran que la misma Muerte iba a llegar en este instante a través de los muros.

 

Escena 8  LA DEL TRANVÍA 

 

La cobradora es alta y robusta, achaparrada y zafia.

La bata azul le ciñe, provocativa, las opulencias del pecho y las caderas, anchas y rotundas.

Tiene los cabellos cortados a lo Gorki y de la nuca, hasta casi la frente, se los ciñe con una cinta roja. Son rojas también, con nostalgias de fregadero, sus manazas de dedos morcillones. Desnudas, sin medias, sus pantorrillas musculosas, cubiertas de vello, y los pies, calzados con sandalias fraileras, juanetudos, deformes, muestran los carcañales sucios, con añeja roña, y en el empeine salpicaduras de barro.

La cobradora, que es joven, tiene una voz fuerte, casi hombruna. Golpea con el cajetín los cristales de la puerta y grita hacia la plataforma:

-¡A ver, compañeros! ¿Hay alguno que quiera pagar? Porque ya me estáis… fastidiando.

El lenguaje de esta canalla femenina era de lo más blasfemo y pintoresco.

La plataforma va abarrotada de viajeros. Milicianos en su mayoría. Paisanos que lo parecen también, porque visten «canadienses» o «monos»… Dos o tres mujeres prensadas contra el motor trasero. Otra casi fuera del coche, colgada, como una bandera de trapo, de uno de los barrotes de la plataforma. La cobradora se impacienta.

-¡Vamos ya, leñe! ¿Pagáis o qué?.. ¡A ver si voy a acordarme de vuestra madre!

Varias manos, saliendo por entre los hombros de los que van delante, se extienden hacia ella… Todas muestran sucios, arrugados billetes y discos de cartón, que sustituyen a la calderilla.

La cobradora protesta:

-Pero, ¿es que os habéis puesto de acuerdo?… ¿No tiene nadie suelto? ¡Tos son papeles! ¡Así no hay manera de cobrar!

Con gesto malhumorado empieza a coger los billetes… Rebusca en la bolsa que le cuelga de los hombros, se moja el dedo sucio en la boca y empieza a hojear el block de tikes. Va a dar el billete y un puñado de vales a un miliciano. Este, con tipo y trazas de mozo pueblerino, lo rechaza:

-¿Para qué quiero yo esto?…

Chulona y brusca, contesta la cobradora:

-¡Amos anda!… Pues pa viajar en el tranvía. ¡Miá tú éste!

-¿Pa viajar? ¿Y cuándo? Porque ahora, en Ventas, tengo que coger el camión y me voy al frente. ¿Tú sabes cuándo voy a volver yo a Madrid?…

-Eso que te lo diga Miaja, compañero…

Otro miliciano interrumpe:

-Haz lo que yo, camarada. No pagues y en paz.

-Eso de que no pagas lo veremos -gritó la cobradora, congestionándose.

-Ya está visto. ¿Te crees que me vas a asustar tú? Si no me dan miedo los moros…

¿Pagan los guardias?… No. ¡Pues entonces!… A ver si vamos a pagar los que estamos dando el pecho en las trincheras, pa que se paseen de rositas los emboscaos de la retaguardia.

Un anciano que pugna por alcanzar la salida, se desgañita gritando:

-Cobradora, cobradora. Haga el favor, que tengo que apearme y nos pasamos de la parada.

-¡Haberlo avisao antes! ¡Pues sí, con el viejo!

-Pero si se lo he dicho ya tres veces y no me ha hecho usted caso.

Ruda, grosera; la empleada barbota:

-¡A ver si se cree usté que yo estoy aquí pa que me haga la pascua cada viajero! Si quería apearse, haber tirao de la correa del timbre, que no creo que se iba a quebrar por eso.

Una mujer de aspecto tímido, encogido, se atreve a rogar:

-Si pudiera usted no darme papeles de esos. No tengo más que esta peseta. Voy a comprar el pan de mi cartilla y los tikes no me los toman.

-Ya he dicho que no hay calderilla; así que, si quiere los tikes, los toma, y si no, los tira. El truco ese pa viajar gratis está muy visto.

Un vaho cálido, pestilente, a sudor de humanidad sucia, salía del interior del coche. En los estribos, en las barandas de las portezuelas, en los topes, se arracimaban otros viajeros. En el vagón iban varios fumando cigarrillos de hierbas, que producían un humo irritante y apestoso.

De pronto, fuera de parada, el tranvía se detuvo.

-¿Qué pasa? -preguntaron varios.

La cobradora hizo girar un interruptor de la pequeña batería instalada junto a la puerta trasera.

-Nada. Que no hay corriente.

-¡Pues hemos hecho las diez de últimas! -gritó un miliciano.

-¡No veas! Será cuestión de poco -se burló otro-. A lo mejor no tarda ni dos horas.

-Y quería la manús que yo pagara -comentó el miliciano que había protestado-. Dejarle a uno a pie y sin dinero.

Muchos viajeros se apeaban y emprendían la caminata siguiendo los raíles del tranvía. Los más, que no tenían prisa, se resignaban, cachazudos, a esperar.

En la plataforma posterior, un hombre joven miraba a la calle con aire distraído, y para entretener el aburrimiento silbaba entre dientes un himno. Otro más joven, que iba a su lado, le dio con disimulo un codazo. Volvióse a él el que silbaba y el primero le hizo rápida, disimulada, una seña de silencio poniéndose el dedo índice en los labios. Por rara casualidad, el tranvía reanudó la marcha a los pocos minutos.

Al llegar a la esquina de Velázquez, el joven que había hecho la muda advertencia al otro se apeó del coche. Detrás de él descendió el que silbaba.

A los pocos pasos el segundo alcanzó al primero. Se emparejó con él, le saludó cortésmente y le interrogó, sonriendo:

-Perdone usted, amigo, si le molesto. Pero me ha intrigado en el tranvía. ¿Por qué me hizo señas de que me callara?

El otro miró, receloso, a un lado y a otro, comprobó que nadie escuchaba y contestó con voz cautelosa:

-Porque iba usted distraído y, sin darse cuenta, estaba silbando nuestro himno: el «Cara al Sol». ¡Imagínese usted si lo oye uno de los milicianos o la cobradora! Por mi parte, puede usted estar tranquilo. En seguida comprendí que usted era de los nuestros.

-¡Ah!… ¿Usted también es de Falange?…

-Claro es: de la «Quinta Columna».

No pudo seguir la frase. Una mano como una zarpa le agarró de la solapa y una voz ronca, con acento rencoroso, le dijo:

-¿Conque de los tuyos, eh?… ¡Canalla fascista! Mira de quién soy yo.

Y el transfigurado desconocido, abriéndose la americana, mostraba al ingenuo traicionado la chapa policíaca del S. I. M.

El confiado muchacho había caído en el ingenioso cepo que costaba la vida.

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