20/09/2024 00:34
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El Único Reinado, intemporal… por necesario, ineludible e insuperable desde la razón y desde la fe revelada, no es, pues, ni la Sinarquía, ni el Mundialismo masónico que pretende esa dictadura mundial bajo las garras del poder del rostro oculto judaico.

Decía Santo Tomás de Aquino en su obra “De regno”, que a diferencia de los minerales, vegetales y animales, el humano no tiende inexorablemente a su fin natural.

Este animal social necesita de la sociedad para vivir, a fin de preservarlo de sus posibles desvíos (por mal uso de su libertad) y necesita de una Autoridad que sea garante de la unidad y prosperidad en la que cree, le ayudará y protegerá.

Pero esa Autoridad, ha de encarnar e imponer la serie de leyes naturales y ontológicas que conduzcan a sus súbditos al fin exigible al que tiende su naturaleza racional. Toda autoridad humana ha de reconocer principios que están por encima de su propia facultad legislativa y de su cargo directivo en función del bien común. Esas leyes no pueden ser caprichosas ni convencionales, que frustrarían esa felicidad a la que el humano tiende, y no le realizarían sin el marco de medios obligados para los fines para los que ha sido creado.

Quien lleva esa antorcha encendida y presidiendo la procesión de la humanidad no puede ser otra que la Revelación del Dios creador, principio y fin inteligente, amoroso y causante formal, eficiente y final de toda existencia.

No puede haber, por tanto, dos códigos jurídicos opuestos y contradictorios rectores. La verdad es una y todo confluye en un mismo fin natural. Por eso, “toda autoridad viene de Dios y las que hay, por Dios han sido ordenadas” (Rom. 13, 1-6).

Ese depósito de Revelación divina ha sido confiado para su exacta fidelidad y enseñanza universal, a una entidad de origen divino: la Iglesia católica fundada por su creador Dios encarnado, Jesucristo. Así tenía que ser para su perpetuidad en el espacio y en el tiempo.

No hay, pues, una religión para servicio oculto y subjetivo de los individuos y otra para los políticos, como si hubiese dos dioses o dos reinos independientes. “Venga a nosotros tu reino”, nos mandó rezar el divino Maestro en su sublime oración del Padre Nuestro, y Pío XI instituye en 1925 la fiesta de Cristo Rey, en su encíclica “Quas primas”: “Si los hombres pública y privadamente reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra la autoridad humana de los gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos”, dice.

A partir de la Revolución Francesa, cuando ese Reino de Cristo fue atacado, los males no dejaron de caer sobre la humanidad. Los Papas, hasta Pío XII inclusive, no dejaron de recordar que no hay paz verdadera fuera de Jesucristo, como único medio para encauzarse en los fines rectos de la humanidad. San Pío X decía que “no hay nadie que no reclame la paz con vehemencia. Pero, rechazado Dios, se busca la paz inútilmente porque la justicia está desterrada allí donde Dios está ausente. La paz es obra de la justicia”. Lo otro sería empezar la casa por el tejado, táctica actual tan cómoda como diplomáticamente infructuosa. De ahí que Cristo distinguiese: “Mi paz os dejo, mi paz os doy, pero no la doy como la da el mundo”. Y es que una cosa es la mera ausencia de guerra y otra bien distinta la paz de la conciencia, del deber bien cumplido por todos y así, ausencia de todo resentimiento vengativo.

Aquellos Papas pedían a los Estados que volviesen a Cristo para recuperar la paz. Hoy, el Papa Francisco, propone como fórmula mágica “el diálogo y la cultura del encuentro” (¿?). “Por aquí va el camino fecundo”, dijo en la Jornada Mundial de la Juventud de Brasil.

Cristo, Príncipe de la paz, desterrado de estas reuniones, serán estériles y todo quedará en reuniones mundanas, como las reuniones ecuménicas que constituyen un insulto a Cristo Rey porque colocan a su única Iglesia en pie de igualdad con aquellas que los herejes y cismáticos rebeldes fundaron a lo largo de la historia.

Este Papa pide a los hombres volver a Jesucristo; pero lo hace en nombre de “una sana laicidad”. ¿Por qué no en nombre de una “sana religiosidad”? No invito a los Estados y a los gobernantes a volver a Cristo; al contrario, afirmó que “la laicización de los Estados favorece a las religiones”; flagrante contradicción con su antecesor León XIII, que dijo: “Una Iglesia sin Estado es un alma sin cuero, pero un Estado sin Iglesia, es un cuerpo sin alma”.

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Doctrina católica y unión colaboradora de Iglesia y Estado, es de pura lógica obligada. Así Pío IX condenó en el Syllabus (1984) la separación de Iglesia y Estado, al ser la Autoridad civil el instrumento del que la Providencia dispone para ejecutar las leyes externas conducentes a ese reino de verdad, de justicia y de paz. No cabe, pues, una doble moral, ni un doble credo. La traición actual (bajo perjurio) renegando de la monarquía católica, tradicional y participativa (propuesta por Franco como condición para restaurar la monarquía), nos ha parido esa Constitución de 1978, que arranca el nombre de Dios de todas sus páginas, y abre la compuerta del liberalismo materialista, disociador de todo concepto religioso y trascendente.

La heroica invocación de nuestros mártires del “¡Viva Cristo Rey!” antes de caer masacrados, es el ejemplo más elocuente de grandeza ante su Creador y humildad ante la pequeñez de lo creado. ¡Viva Cristo Rey! En la vida y en la muerte, somos del Señor.

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Padre Calvo