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Don Alonso Quijano «el Bueno», ya cincuentón, enloquece leyendo libros de Caballería; decide arrancar de sí todos los fantasmas que oprimen su mente y cambiar de una vez y para siempre el mundo.

Con el nombre de Don Quijote de la Mancha, monta la insólita empresa, jamás cocida, y se lanza -el pobre caballero andante- sobre la faz de la tierra, guiado por los más humanos y nobles ideales: deshacer entuertos, proteger a los débiles, destruir el mal, y merecer el amor de Dulcinea.

El caballero de la triste figura sale por las vastas llanuras manchegas a lomos del penoso Rocinante -que para nada le interesaban las hazañas de su amo-; llega hasta una venta que imagina castillo, y se hace armar Caballero, ante las burlas del ventero y las mozas del mesón.

Conseguido el título que le faculta para el ejercicio tan distinguido de la Caballería, comienza el Ingenioso Hidalgo su solaz carrera de aventuras, en la que ha de tener tanto riesgo como fracaso.

Para completar la audaz expedición, y según las Órdenes de Caballería, don Quijote debería ser acompañado por un escudero. Pensó en su vecino Sancho Panza, «de muy poca sal en la mollera», como la persona más idónea en tan ilustre cometido. Sancho era la antítesis de su señor, cuyas extravagancias no comprendía. Era un rudo y comilón labrador a quien nada importaban los conceptos de libertad, amor o justicia. Sancho sólo entendía de lo material, de lo visible y concreto; por eso esperaban a Sancho, únicamente, las buenas comidas y riquezas, el poder, la Ínsula Barataria…

Cuando don Quijote puso en marcha este proyecto, de defender a los humildes y abatir a los soberbios, ya había comprendido que este mundo no tenía arreglo. Por eso decidió volverse loco. ¡Pobre don Quijote! Qué razón tenía. Bien sabía que por el amor, la justicia y la libertad, merecía la pena luchar; tal vez enloquecer. Y por esos inalcanzables y bellos ideales, se trastornó así y entró en batalla. Sancho Panza, su buen Escudero, pletórico de ingenuidad y codicia; de fidelidad y pragmatismo, aunque comienza viendo molinos y no gigantes, al contrario que su señor, sin embargo, termina tan mal como él. No es extraño que el paso del tiempo, que todo lo arregla, vuelva locos a los cuerdos, y que los otros, como don Quijote, vivan locos para morir cuerdos.

Así es que nuestro buen y abnegado Ingenioso Hidalgo, después de levantar majestuosos castillos en el aire y ser su merced don Quijote de la Mancha, acabó en su humilde lecho de muerte, derrotado y vencido, siendo simplemente Alonso Quijano.

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¡Qué desafortunado proyecto! Todo se quedó en el amargo sabor de la nada; en el triste espacio de soledad y de noche; en el dolorido silencio de la muerte.

Don Quijote, «hidalgo de los de lanza en astillero», y su escudero, dedicados al ejercicio de la Caballería, son dos personajes que se complementan. Ambos viven y son reales. Están en nuestro corazón. Aparecen cada uno como la mitad del ser humano; con sus contradicciones y paradojas; con su verdad y su mentira.

A todos nos gusta deshacer entuertos como algo natural, y por el contrario estos siguen patentes. Cada cual es víctima de sus propios errores; errores humanos que se van dando y repitiendo a lo largo de la vida y que constituyen el reiterado volver a tropezar en la misma piedra y la destrucción del ser humano. Así el hombre, no muere, se mata, dijo Sócrates. Esto le ocurrió también a don Quijote, el cual no escarmentó de su primera salida, en la que fue apaleado y vuelto a casa, y salió nuevamente, para seguir fracasando. En otro sentido, ¿quién no está, al menos teóricamente, del lado de los débiles? Pero a su vez encadenado por la perversa envidia que le impide ser solidario. Quién más se preocupa por los pobres, y vende esa idea, es el comunismo, pero de lo que se preocupa es de multiplicarlos para después matarlos.  

La envidia según Quevedo, está flaca porque muerde y no come. Qué bonito sería, y en lo que todos están de acuerdo, de destruir el mal. Don Quijote sabía por dónde se andaba. La enfermedad crónica del mal es el azote de la propia existencia. Para San Agustín, la Historia de la Humanidad es la historia de la lucha, entre la Ciudad del Bien, y la de Mal; entre la Ciudad de Dios y la luz, y la ciudad terrenal de las tinieblas.

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Evidente es nuestra guerra en todos los campos y frentes. Esa guerra absurda que parte de uno mismo, y en la que «sólo se pone en paz consigo mismo, como don Quijote, para morir», según Unamuno, en San Manuel Bueno, Mártir.   

(Continuará mañana)

Autor

REDACCIÓN