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Aunque cada vez más residual, aún queda gente que no percibe a ciertos animales como seres capaces de relacionarse con sus compañeros de entorno (incluidos los humanos, por descontado) de una forma a la que difícilmente podríamos escatimarle el apelativo de «afectiva». Me refiero a las especies que nos resultan más familiares y cercanas, como los mamíferos y las aves. Sobre el resto de vertebrados (reptiles, peces, anfibios) el asunto ofrece ciertas dudas. Y apenas puede asegurarse de los invertebrados que puedan incluirse en el grupo comentado al principio. Es lo que hay.
Lo que sí resulta obvio (por deducción directa y racional) es que todos ellos tienen diferentes capacidades de sufrir y de gozar. Parece claro que tales experiencias nos son más fáciles de identificar en un caballo que en un mejillón. Pero el hecho de que ambos traten de evitar situaciones para ellos desagradables demuestra que, en la medida de sus posibilidades, velan por sus intereses, contra los que desde luego atenta el pinchazo de un alfiler, por poner un ejemplo. El caballo aguijoneado por el pequeño metal punzante retrocederá unos pasos, mientras el mejillón cerrará sus valvas.
Por tanto, debe quedarnos claro que los animales, en general, sufren en determinadas situaciones, y que si son estas provocadas por un ser racional (éticamente activo: usted o yo), que por tal se muestra capaz de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, dicha actitud es, precisamente incorrecta, y cabe reprochárselo, incluso con el Código Penal en la mano, llegado el caso. Pues bien, el animalismo bien entendido (como todo, también puede entenderse muy mal, ojo, y otro día hablamos de eso) apenas se ocupa de este extremo: por norma, dejar en paz a aquellos animales que nada nos han hecho, y echar una mano a los que necesitan ayuda. La empatía en su versión más básica y solidaria.
Pero el tema del afecto podría pertenecer a otro campo, que supera con mucho la línea del respeto debido. El afecto surge de una relación, se alimenta, crece, permanece en stand by, o se va por el desagüe en un momento dado. Se encarga la muerte de que nada sea eterno en lo físico, mas no en lo emocional.
Pues bien, lo que Amalia sentía por Wolfo era afecto, y mucho. Cariño sereno, sin alharacas, quizá eso que llaman amistad, que no entiende especies, puedo asegurárselo, pues décadas lleva uno experimentando tan particular evidencia. A Amalia se le fue su compañero recientemente, tras años abriéndole la ventana de la oficina para que entrara a husmear, como buen cotilla felino que era. A veces se quedaba durante toda la jornada laboral, pues tenía a su disposición el ajuar completo que cualquier gato puede desear para ser razonablemente feliz: comida equilibrada y agua fresca, más una cama mullida donde abandonarse a sus sueños gatunos, ora con pájaros, ora con ratones, ora con Amalia.
Finalizada su jornada, Amalia cerraba la ventana, ya con Golfo en la calle, su hábitat natural desde siempre, y se despedían, cada uno a su manera, hasta el día siguiente, cuando se repetía el ritual. Varias veces intentó la mujer incorporarlo a su clan familiar, llevarlo a casa, por evitarle las frías noches de invierno y los avatares propios de la intemperie, máxime cuando el minino debía recibir con regularidad medicación prescrita en visita veterinaria. Pero todo intento de convertirlo en gato casero fracasó con estrépito. Wolfo necesitaba respirar el Casco Antiguo, su nicho natural, y no sesenta metros cuadrados, aunque fuera la suite nupcial del Ritz.
En definitiva, que Wolfo nunca quiso compartir hogar con Amalia más allá de las horas de oficina (y no siempre, pues días pasaban a veces sin que apareciera por allí), porque era un gato callejero de pro, y al parecer no soportaba vivir entre cuatro paredes, por mucho detalle que la mujer le ofreciera. Sabemos que hay humanos parecidos, y por tanto similar reflexión merecen, supongo. Yo no sé si eso tiene o no algo que ver con la tan manida libertad, pero lo que está claro es que tiene que ver con la preferencia de cada cual, lo que cuando menos merece un profundo respeto.
Wolfo se ha ido con quince años a sus espaldas, lo cual es mucho para un gato callejero, y muchísimo para un gato callejero con una afección renal.
Wolfo era de alguna forma «el gato del barrio», pues quien más quien menos le conocía, aunque nunca nadie logró tocarlo; salvo Amalia, claro, por quien hasta se dejaba hacer un buen cepillado, y limpieza de ojos y dentadura. Tan entrañable escena llevaba incorporada hasta música ambiental: su ronroneo. Una historia para contarla, y en ello estoy.
Amalia llegó a conocer a varias generaciones anteriores a Wolfo, el único de su camada con cierta receptividad hacia los humanos («simpático y zalamero desde bebito»). O mejor diremos una humana concreta: ella. Nos cuenta Amalia que siendo cachorro cogía frecuentes resfriados, episodios que sin duda hubieran acabado con él de no haber sido atendido por su protectora, quien con toda paciencia le suministraba la medicación prescrita.
Salió adelante como un gato fuerte, un bellezón que siempre se rifaron las hembras de la zona, con innegable éxito. Wolfo lo mismo dormía en su rincón favorito (allí donde nació) que en una catedral gótica en plenas obras de restauración. Y lo de «bellezón» no es una hipérbole para la ocasión, pues fotos originales del muchacho hay repartidas por medio mundo, obtenidas de primera mano por turistas canadienses, italianos o japoneses (estos nunca faltan) que visitaban la zona, y de paso se llevaban una imagen del gato más famoso del barrio. Wolfo nunca puso un mal gesto ante el requerimiento para la pose, fuera deliberada o casual. Diríase que se gustaba a sí mismo, y se comprende. Tampoco se le recuerdan trifulcas con otros compañeros de especie, o con los perros que frecuentaban los cantones, acompañados de sus dueños, quizá porque también había una comprensión mutua entre ellos (volvemos al afecto).
Con el paso del tiempo, de mayorcito, Wolfo fue abandonando sus correrías por las calles adyacentes, y tenía una mayor querencia hacia su origen geográfico, allí donde nació, punto de referencia emocional durante toda su vida, adonde regresaba tras sus correrías amatorias para el merecido «descanso del guerrero».
Esperaba a Amalia a la hora de abrir la oficina, y con ella entraba en el local, tuneado este especialmente para él, y bien que lo sabía. Ya abuelito (por edad, que no por espíritu), consiguió Amalia en alguna ocasión llevárselo a pasar la noche con ella, por si conseguía convencerle de que un hogar humano también tiene su punto seductor en cuanto a comodidades, y sobre todo en cuanto a seguridad en el caso de un gato urbano. Wolfo le seguía la corriente, cenaban juntos y se acostaban cada cual en su lecho. Pero de madrugada a Wolfo ya le entraba el «mono de calle», y su amiga tenía que abrirle la puerta para que se encontrara con su verdadera patria: el barrio.
Alguien depositó al día siguiente del deceso un ramo de flores en su esquina favorita, panóptica en toda regla, desde donde abarcaba con la vista un amplio espacio de su entorno cotidiano, su mundo, en definitiva. Cogido entre los tallos dejó también la persona anónima una tarjeta escrita que rezaba: HASTA SIEMPRE, WOLFO. Las flores acabaron marchitándose, prueba inequívoca de que Wolfo recibió el mensaje, seguro que con música ambiental.
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