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Fue publicada por el rotativo francés LE FIGARO el 12 de junio de 1958. Formaba parte de una serie «Chez ceux qui mènent le monde: Franco». Tenía el Caudillo 65 años.
Entrevista a Franco por Serge Groussard
-¿Ha recibido usted influencias ideológicas en su formación de hombre de Estado?
-No.
-¿Ni siquiera la de Mussolini?
-Ni siquiera Mussolini ha resuelto como italiano los problemas de Italia. Ha moldeado una ideología original y poderosa. Pero para nosotros, los españoles, ninguna ética extranjera hubiese podido convenir. Durante la República nuestro país ha querido imitar a algunos regímenes extranjeros. El resultado fue un duro período de caos.
Hemos buscado una solución en la cooperación de las clases sociales, y no en su divorcio; en su progresivo acercamiento mediante una existencia continuamente mejorada para todos, y no en la desproporcionada supremacía de una falsa minoría. Hemos rechazado la farsa de los partidos y el reinado del materialismo. Somos un pueblo que se deja guiar por el espíritu. Lo hemos demostrado en nuestra guerra civil, en que, a la postre, muchos españoles han muerto por sus ideas. Nuestro Régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la Historia española, en nuestras tradiciones, nuestras instituciones, nuestra alma. Son estas fuentes, que habían sido perdidas o contaminadas por el liberalismo. La consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España. El olvido de las necesidades del alma española, que nos fue minando durante el siglo diecinueve y una parte demasiado grande del veinte, nos ha costado la pérdida de nuestro imperio y un desastroso ocaso. Mientras las demás potencias mundiales de aquellos tiempos lograban forjar sus fuerzas, nos hemos sepultado en un sueño de más de cien años.
-¿No es más bien la falta de todas las materias primas fundamentales, la pobreza de su industria y la escasez de su población las que frenaban entonces la expansión española?
-De ninguna manera. Una buena política nos hubiese permitido luchar con armas iguales, pues todo se crea o todo se reemplaza. No había más que un problema político desde el año mil ochocientos treinta hasta la restauración de la Monarquía en el año mil ochocientos setenta, por causa de las guerras civiles, que nos apartaron de Europa y de la revolución industrial. Cuando la Restauración intentó recuperar el tiempo perdido, cincuenta años habían transcurrido ya, y poco después, en el momento de la pérdida de los últimos vestigios del Imperio, nuestra economía se basaba en la agricultura y en los intercambios comerciales importantes con lo que nos quedaba aún de nuestras colonias. La pérdida de dichas colonias ha tenido consecuencias económicas de una incalculable importancia. Nuestra neutralidad durante la primera guerra mundial contribuyó para mejorar la situación –España tenía entonces menos habitantes-, pero una agravación se produjo entre las dos guerras por causa del desequilibrio permanente de nuestros intercambios comerciales, lo que trajo consigo la desvalorización progresiva de nuestra moneda.
Los hombres de la República se mostraron incapaces de considerar objetivamente estos problemas; sus sectarismos les empujaban a dar al problema político, enfocado según criterios de clases, más importancia que a los intereses nacionales.
Nuestra victoria hizo posible la unificación del poder, necesaria para la renovación económica urgente y para el progreso social de la nación.
A la generación llamada del año noventa y ocho –pensadores y “diletantes”- se ha opuesto la generación de los hombres de acción surgidos desde mil novecientos treinta y cinco, cuyas realizaciones se han traducido en el desarrollo económico de España.
-¿Entre los hombres de Estado españoles de los tiempos modernos hay algunos que usted admira?
-En general, el conjunto de los hombres políticos españoles que han gobernado y que yo he conocido, directa o indirectamente, antes del Movimiento Nacional, no supo colocarse a la altura de las circunstancias. No se trata de que haya habido hombres extraordinarios en España; lo que ocurría era que el sistema político les destruía o les condenaba al ostracismo. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con Antonio Maura, apartado por las conspiraciones de los partidos. Canalejas y Dato, ambos presidentes del Consejo de Ministros y prestigiosos estadistas, fueron asesinados. Lo mismo ocurrió, en mil novecientos treinta y seis, con Calvo Sotelo, el principal colaborador de la obra de Primo de Rivera, “suprimido” por la Policía del Gobierno de la República porque era el jefe de la oposición monárquica. Es de todos conocido que esta afrenta provocó el Levantamiento liberador. Ya durante el transcurso de la guerra civil, figuras como las de José Antonio Primo de Rivera y Víctor Pradera, tan ricas en promesas, fueron fusiladas por los rojos.
-Y, fuera de España, ¿los estadistas más notables, en su opinión?
-Para que un hombre de Estado sea ejemplar tiene que ser humano. Y esto es una cualidad bastante más escasa de lo que yo hubiese creído antes de verme obligado, por deber, a ocuparme de los problemas y de los hombres políticos. Esta observación no se refiere sólo a España.
-¿Qué piensa usted de Hitler, Excelencia?
-Un hombre afectado. Le faltaba naturalidad. Interpretaba una comedia, pero de un modo discutible, puesto que se notaba constantemente. Verá usted: si yo me pregunto cuál es el hombre de Estado más completo, más respetable entre todos los que he conocido, yo le diré: Salazar. He aquí a un personaje extraordinario, por la inteligencia, el sentido político, la humanidad. Su único defecto es, tal vez, la modestia.
-¿Usted no se encontró con Hitler más que una vez, en octubre de mil novecientos cuarenta?
-Sí, el veintitrés de octubre de mil novecientos cuarenta, en Hendaya. Mi tren había llegado con retraso y la espera había puesto muy nervioso al Führer.
-¿Estaba usted nervioso también?
-No.
-¿Le pidió Hitler entrara usted en guerra a su lado, Excelencia?
-Sí. Intentó persuadirme de que la guerra se podía considerar como ganada por el Eje y que, por consiguiente, era urgente que España entrase en guerra a su vez, pues era para nosotros una oportunidad única de satisfacer las reivindicaciones a las que tenía derecho nuestra Patria.
Contesté que, en opinión mía, la guerra no había terminado, ni mucho menos, pues los británicos iban a luchar hasta el final de sus fuerzas. Incluso si Gran Bretaña se viese invadida, seguirían luchando en sus colonias, en el Canadá, por todas partes. Además, añadí, no había que olvidar que detrás de Inglaterra había, a pesar de su neutralidad, los Estados Unidos, con su formidable potencial de guerra. Le recordé que en cuanto a España, después de su terrible guerra civil, necesitaba más que todo la paz. Enumeré, por fin, con detalle, la enorme cantidad de productos vitales y de materias primas de las que carecíamos.
-¿Hitler estuvo decepcionado?
-Terriblemente. Su acogida había sido calurosa. Su despedida fue glacial.
-¿Usted conoció mucho mejor a Mussolini que a Hitler?
-Sí.
-¿Se sentía usted más cerca del Duce?
-Muchísimo más. Mussolini era humano por excelencia. Tenía inteligencia y corazón. Yo sentía un afecto sincero por él. Y su cruel destino es tanto más lamentable cuanto que antes de la guerra había traído muchísimos beneficios a su país.
-¿Cómo pudo lanzarse a una aventura parecida, en junio de mil novecientos cuarenta, cuando atacó por la espalda a Francia?
-Esto fue, en efecto, un error tremendo. El signo del destino. Desde hacía muchos meses, Mussolini era objeto de incesantes solicitaciones de Hitler y le era muy difícil sustraerse durante más tiempo a las presiones de un aliado –sobre todo de un aliado tal como la Alemania nazi–. El Duce constataba que los alemanes iban a acabar con Francia sin que él hubiese desenvainado la espada para ayudarles. Además, la derrota francesa le asombraba. Estaba consternado, pero persuadido de la supremacía militar alemana. Consideraba que el interés de Italia consistía en tomar parte en la segunda fase del conflicto: el asalto –obligatoriamente victorioso– contra Gran Bretaña.
Otra razón empujó a Mussolini a ayudar militarmente a Hitler. Era su sentido del honor y de la fidelidad. Había firmado un pacto con Alemania: debía, pues, tarde o temprano, ponerse a su lado.
Como existía entre el Duce y yo una gran estimación recíproca, tuvo a bien avisarme de sus intenciones. Me escribió, pues. Nos pedía toda la comprensión y toda la buena voluntad española, pero nada más. Le contesté en seguida, aconsejándole la neutralidad. Me acuerdo que le cité el viejo refrán: «Se sabe cómo empiezan las cosas, nunca como acaban». Intenté razonarle tratando problemas estratégicos con que tendría que enfrentarse. ¿La preparación militar de Italia estaba a punto? Incluso si fuese así, tendría que dividir sus fuerzas entre teatros de operaciones separados por el mar: teatros europeo y africano. El teatro de África se encontraba a su vez dividido en dos sectores: Libia y Tripolitania por un lado, Abisinia por el otro. Me contestó que desde su punto de vista, no había más que un solo teatro de operaciones: Europa. «Si Europa se conquista, se gana todo. Si Europa se pierde, poco importa África del Norte», me dijo. Añadió que agradecía mi sinceridad de amigo, pero que demasiados barcos italianos se veían detenidos en Gibraltar por el control inglés, lo que hería la dignidad de su nación. Además, concluía, la suerte de Europa se había jugado ya, y él apostaba por el partido que iba a triunfar sin la menor duda.
-¿Fue al año siguiente, Excelencia, cuando usted se encontró con Mussolini en la costa italiana, en Bordighera?
-Me alegré tanto más de esta reunión en Italia cuanto que hubiese tenido que celebrarse mucho tiempo antes. Mussolini, en efecto, me había hecho prometer durante la guerra civil que el primer país que yo visitaría después de la victoria del Movimiento sería Italia. Pero se habían interpuesto los primeros problemas urgentes. Luego, la guerra mundial había empezado. Las circunstancias no se prestaban a una visita oficial de amistad. El Duce, sin embargo, deseaba profundamente nuestro encuentro. Recibí de él un mensaje: en recuerdo de la promesa de antaño, me proponía ir a verle a Bordighera. Acepté con sumo gusto, y nos entrevistamos el doce de febrero de mil novecientos cuarenta y uno.
-¿Estaba siempre tan seguro de la victoria?
-Sí. Seguía convencido de que Alemania, gracias al valor de sus tropas y de su armamento, y gracias sobre todo a sus nuevas armas, por entonces aún secretas, ganaría la guerra. Pero comprendía ya que el precio de la victoria sería terrible y que, por otra parte, en la lucha como en la paz, Alemania era una cosa e Italia otra. Italia acababa de sufrir serios reveses en Grecia. No se habían transformado en desastre, pero el Duce había tenido que aceptar la ayuda alemana, y la moral de la población había recibido el impacto, tanto más cuanto que los bombarderos ingleses se intensificaban. Es así como la víspera de mi llegada, Génova había recibido una lluvia de bombas que habían sembrado destrozos y pánico. El pueblo estaba pesimista y áspero. Las dificultades crecientes, la falta de entusiasmo para la alianza guerrera con los nazis, inclinaban a los italianos hacia una moral de vencidos. Por eso, aunque afirmando que los nazis tenían que triunfar finalmente, Mussolini no parecía muy alegre en Bordighera. Estaba cansado, con la cara desencajada y la frente preocupada.
-¿Se mostró sincero con usted?
-¡Claro que sí! Ya le he dicho que era muy humano, espontáneo. Además, creo poder afirmar que tenía mucha amistad conmigo –amistad que fue recíproca hasta el último momento-. Hablamos con entera libertad de los acontecimientos. Apenas intentó persuadirme de entrar en guerra; comprendía que España debía pensar únicamente en curar sus heridas. Le hice una pregunta. Le dije: «Duce: ¿Si usted pudiese salir de la guerra, lo haría?». Se echó a reír alzando los brazos hacia el cielo y exclamó: «¡Claro que sí, hombre, claro que sí!».
-¿No tuvo Hitler la tentación, hacia el año mil novecientos cuarenta y tres, de invadir España para coger al revés Gibraltar y África del Norte?
-Lo proyectó, en efecto, y me lo propuso. Pero ante mi negativa, tuvo que renunciar. Sabía que para invadir un país hay que tener muchos motivos. No podía reprochar nada a los españoles y conocía muy bien, por otra parte, el alma de nuestro pueblo y su Historia.
-Si exceptuamos el error inicial de haber provocado la segunda guerra mundial, ¿cuál fueron, en su opinión, Excelencia, los errores de Hitler en el conflicto?
-Fue, ante todo, el de haber iniciado la guerra con un espíritu de seguridad. Olvidaba que toda guerra es una aventura sin ninguna garantía. Olvidaba la vieja sabiduría que dice, desde siempre, que el hombre propone y Dios dispone. Olvidaba que en cada combate hay que contar con buena parte de azar, de manera que sólo Dios puede saber cómo esto terminará.
Hitler tenía un alma de jugador… Por otra parte, desconocía totalmente la psicología de los pueblos. No entendió nada del alma inglesa, no tenía nunca en cuenta los milagros que provoca la necesidad. No tuvo imaginación suficiente para concebir las posibilidades que se ofrecen a las naciones atacadas para resistir a toda costa en una guerra, por mortífera que sea. Por fin, no creía que el conflicto pudiese extenderse hasta el punto de llegar a ser universal. Si lo hubiera creído, hubiese reflexionado sobre la desproporción de las fuerzas.
No había sopesado el precio de la lucha. No tenía una noción clara de los límites de su nación. No había preparado su guerra completa ni lógicamente. Alemania se había preparado cuidadosamente, pero para una guerra corta, no para un conflicto largo. Hitler no había tenido en cuenta, en realidad, el hecho de que la guerra contra la URSS se haría inevitable en un plazo muy largo. Tuvo finalmente que luchar en dos frentes, oportunidad para la cual su máquina de guerra no estaba racionalmente preparada. En el Este, los espacios estratégicos son considerables. Los alemanes no se encontraban en condición de maniobrar convenientemente a través de tales extensiones. Se cometieron graves faltas militares. La Wehrmacht tenía un dispositivo de línea y no un dispositivo en profundidad.
-¿Tuvo Hitler confianza hasta el final en la victoria?
-En cierto modo, sí. Siempre creyó en la superioridad de los soldados alemanes, en su propio genio militar, en las armas que sus técnicos forjaban con empeño. Alrededor suyo, los jefes militares tenían plena confianza en las armas atómicas. Tuve la oportunidad de darme cuenta de ello. Los bombardeos anglo-americanos impidieron en el último momento la terminación de las armas atómicas nazis. Hitler ha vivido en la certeza del triunfo.
-¿No pensó usted en ningún momento de la guerra en colocarse al lado del Eje?
-Nunca. No existía entre nuestros países ningún compromiso que pudiese obligar a España a participar en un conflicto armado.
-Sin embargo, fue con su completa aprobación y, más aún, con su apoyo constante que la famosa División Azul se fue a luchar contra los rusos…
-Hay que remontarse a los principios de la guerra civil. Muy pronto ésta dejó de ser un asunto privado de los españoles. Los rojos pidieron la ayuda de los comunistas y de los socialistas de todos los países. Se beneficiaban del apoyo, más o menos confesado, de numerosas potencias. Las Brigadas Internacionales se convirtieron en un conjunto de numerosas unidades, armadas por el extranjero y compuestas exclusivamente por extranjeros. Por nuestra parte, recibimos cantidad de voluntarios que acudieron del mundo entero.. Entre los primeros, un batallón de irlandeses católicos. Creamos nuevas unidades de la Legión. Por fin, aceptamos el concurso de tropas de voluntarios italianos y alemanes, y su apoyo contribuyó a poner fin cuanto antes a los sufrimientos españoles.
De este modo, al final de la guerra, España tenía una deuda moral para con dichos voluntarios extranjeros. El Movimiento consideraba que tenía para con ellos, y principalmente para con los italianos y alemanes, una deuda de sangre.
El pueblo español tiene por costumbre pagar siempre esta clase de deudas.
Cuando el Eje entró en guerra contra los Aliados, no se trató para nosotros de pagar nuestra deuda, pues esto nos hubiese obligado a luchar sin motivo alguno contra naciones que nunca se comportaron como enemigas de España y con las que manteníamos relaciones cordiales. Pero cuando Alemania e Italia entraron en guerra con la URSS, la cosa cambió radicalmente. Los bolcheviques se comportaron siempre como enemigos de nuestro Movimiento. Para muchos españoles, la lucha que llevaba a cabo el Eje contra el comunismo en el Este no tenía nada que ver con la lucha germano-italiana contra los aliados de Occidente. En el Oeste era una guerra discutible. En el Este era una cruzada. Y una cruzada en muchos puntos análoga a la nuestra. Por eso dimos nuestra conformidad al reclutamiento de voluntarios para luchar contra los bolcheviques. De este modo íbamos a poder pagar nuestra deuda de sangre. Estos voluntarios, agrupados en Alemania en una división que se llamó «la División Azul», fueron encuadrados y encaminados hacia el frente ruso bajo bandera y con armamento alemán.
La División Azul pagó con creces la deuda nacionalista para con nuestros amigos del tiempo de la gran prueba. Luchó heroicamente en los frentes del lago Ilmen, de Novgorod y de Leningrado. Muchos fueron los que en sus filas se cubrieron de gloria. Muchos fueron los muertos y los heridos. Pero pasaba el tiempo, los efectivos de la División disminuían y el conflicto, al prolongarse, aumentaba el peligro para nuestros voluntarios de encontrarse frente a frente con las fuerzas militares de los Aliados, que colaboraban cada día más estrechamente con los rusos. Se trataba, pues, del peligro de tener que luchar no sólo contra los comunistas, objetivo exclusivo de su actuación, sino también contra los angloamericanos. Por eso, en mil novecientos cuarenta y cuatro manifestamos el deseo de retirar la División Azul de los teatros de operaciones. Era una decisión lógica, dada la evolución del conflicto
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