22/11/2024 03:04
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Hoy seguimos con el Centrismo que parece ser el objetivo principal del nuevo Presidente del PP, don Alberto Núñez Feijóo. Bueno sería que el ilustre gallego repasase lo que han sido las políticas de Centro en la España de los dos últimos siglos. Para los españoles el Centro no existe. El propio García Lorca lo dejó escrito: “España no es más que un río con dos orillas y todo lo que intente ponerse en medio se lo lleva la corriente”. Pero, lean ustedes lo que fue la primera operación de Centro de España, aquella que pasó a la Historia como “Década de los Moderados”:

 

LA DÉCADA MODERADA                                                                                

Y este partido del Centro, este conglomerado de gentes e ideologías diversas, es el que se impone en el proceso constituyente que se inicia tras el golpe de Estado que acaba con el predominio del general que ha ganado la guerra, es decir, Espartero, el Duque de la Victoria, y el que hace la Constitución de 1845… Y, claro está, el que gobierna, con variantes y excepciones, hasta la caída de la Monarquía de los Borbones en 1868.

La pauta de lo que va a ser este «Centro» en sus años de predominio y mando la marca la propia Reina en su Discurso de la Corona del mes de octubre de 1844, cuando dice: «Cansados de alternativas y trastornos, los españoles desean con ansia disfrutar la tranquilidad y sosiego bajo el imperio de las leyes y a la sombra tutelar del Trono.» Es decir, los españoles están cansados de guerras y de enfrentamientos, de reacciones y revoluciones… y lo que España entera quiere es tranquilidad, paz y trabajo… (si es que alguna vez los españoles pueden llevar una vida normal).

Por eso se explica el triunfo de los moderados y el resurgir de la nación.

Pero analicemos más detenidamente lo que es este «Centro». Según el propio Menéndez Pelayo, «más que partido fue un revoltillo de elementos diversos y aun rivales y enemigos, mezcla de antiguos volterianos arrepentidos en política, no en religión, temerosos de la anarquía y de la bullanga, pero tan llenos de preocupaciones propias y de odio a Roma como en sus más turbulentas mocedades, y de algunos hombres sinceramente católicos y conservadores, a quienes la cuestión dinástica o la aversión a los procedimientos de fuerza, o la generosa, si vana, esperanza de convertir en amparo de la Iglesia a un trono montado sobre las bayonetas revolucionarias, separó de la gran masa católica del país».

O sea, un gran revoltillo de ideas y de gentes difícilmente conciliables que, no cabe duda, hubieran podido llegar a formar un grupo compacto y perdurable, si no hubiese sido por las rencillas personales, los contrapuestos intereses, las ambiciones individuales y el exceso de triunfalismo y soberbia. Un grupo que tiene un «programa» denso y claro: gran concepto del «orden» como una necesidad constructiva y lógica que debe seguir a la época revolucionaria. Un respeto profundo y sagrado a la institución monárquica, como símbolo de unidad y autoridad por encima de todos los particularismos. La reconciliación por encima de todos los particularismos. Y, por encima de todo, la idea de arbitraje, de síntesis, entre lo viejo y lo nuevo, entre tradición y revolución.

De ahí que muy pronto surjan en su propio seno tres tendencias dispares y claramente identificadas. Con lenguaje de hoy podíamos decir que en seguida toman personalidad un centro­centro; un centro-derecha y un centro-izquierda.

Primero: un centro-centro que lo encarna el general Narváez (jefe indiscutido del Partido conjunto) y que, aunque en ocasiones se ve tentado de irse a un lado o a otro, es decir, a su izquierda o a su derecha, se mantiene firme en la idea central: mantenerse en el poder y no dar beligerancia a nadie. Gobernar sin pactos, pero con orden; seguridad con libertad; bienestar y progreso con trabajo. Es el centrismo de «ni lo uno ni lo otro» sino «lo mío». Con lo cual, además de dejar fuera a las dos Españas ya conocidas, trataba de crear la tercera España.

Segundo: un centro-derecha que constituye el «grupo Viluma» y que por encima de todo defiende la idea de la «gran reconciliación nacional», como síntesis de dos periodos históricos que permitiese el inicio de uno nuevo y armonioso, como puente tendido entre la Tradición y la Revolución. Es decir, la superación de los dos bandos de la Guerra Civil y una gran política de reconstrucción nacional que sacase al país de la pobreza en que había quedado tras los años de guerra. A este grupo o fracción se le denominó la «Unión Nacional», por su deseo de reconciliar a los absolutistas vencidos y a los liberales vencedores.

Tercera: un centro-izquierda, o ala «puritana», encabezada por el abogado Joaquín Francisco Pacheco y defendida por el propio Ríos Rosas, que propugnaba un «moderantismo estrictamente legal y constitucional, capaz de entenderse, no ideológicamente, pero sí dialécticamente, con los progresistas… y que se apuntaba a la necesidad de establecer un turno pacífico de gobierno con los progresistas, a fin de facilitar a éstos el periódico acceso al poder y evitar el peligro de conatos revolucionarios.»

Este grupo fue el que preconizó y más tarde consiguió la creación de un nuevo partido: la Unión Liberal.

De estos tres «centros» posibles triunfó, de momento, el intermedio, o sea, el «centro-centro». Porque años más tarde, cuando ya el pueblo ha comprendido que tras su espléndida pantalla, en realidad no hay más que el deseo freudiano de permanecer en el poder a toda costa, sería el «centro-izquierda» el que acabaría imponiéndose… aunque ya fuera tarde y a destiempo. Porque quien al final se impuso de verdad fue la Revolución, es decir, la izquierda progresista.

Así que una vez más fracasa el intento de una política de Centro (aunque haya ostentado el poder más de una década). ¿Por qué? Recapitulemos. Los moderados de 1844 fracasan entre otras cosas por lo siguiente: Por sus luchas internas. Por el afán protagonista de sus principales cabezas. Por no haber sabido dar al país un ideal común y nacional. Por la soberbia de creerse absolutamente indispensables. Por no haber acertado a reconciliar las dos Españas. Por sus contradictorias medidas económicas. Por no haber resuelto el problema del orden público. Por la corrupción que introdujeron en la Administración del Estado. Por intentar implantar -¡caso inaudito!- una Dictadura Liberal. Y, por encima de todo, por provocar, con escasa visión política de futuro, la salida de la legalidad del partido de la oposición. Con lo cual consiguieron que los progresistas pasaran de ser la oposición al partido gobernante a ser la oposición al régimen, es decir, a la Monarquía.

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¿Consecuencias de estos «pecados»? Dos principales. En primer lugar, haber perdido la «gran ocasión» histórica de consolidar la democracia parlamentaria y constitucional y ahondar aún más el abismo que ya separaba a las dos Españas, dejando el camino sembrado para nuevas guerras. Y en segundo lugar, la caída de la Monarquía, que ya difícilmente volvería a renacer en el corazón de los españoles.

Pero, ¿por qué cae la Monarquía, con el exilio forzoso de Isabel II, al fracasar los moderados, o sea este intento de Centro? Sencillamente, porque al no conseguir la reconciliación de los dos bandos de la guerra civil, sino más bien todo lo contrario, y al identificarse tan plenamente con la corona, ésta no resiste la derrota del partido que la ha sostenido. Y no sólo no resiste la Corona, sino que da lugar a que surjan los primeros republicanos, pues al dejar de creer en una forma de Estado (la Monarquía), inevitablemente los ojos se vuelven a otra (la República).

Pues bien, de aquí podíamos saltar a otros intentos de centro. Podíamos referirnos a la Revolución desde arriba de Maura y Canalejas. (Y que no sorprenda que me salte a don Antonio Cánovas del Castillo, pero es que el intento canovista fue otra cosa.)

«Por eso he dicho y repito que España entera necesita una revolución desde el Gobierno -dice Maura- y que si no se hace desde el Gobierno, un trastorno formidable la hará, porque yo llamo Revolución a eso, a las reformas hechas desde el Gobierno, radicalmente, rápidamente, brutalmente, tan brutalmente que baste para que los que están distraídos se enteren, para que nadie pueda abstenerse, para que nadie pueda ser indiferente y tengan que pelear hasta aquellos mismos que asisten con la resolución de permanecer alejados.»

«Sólo asentándose en la voluntad nacional -dice Canalejas- podrá la Monarquía ser fuerte, pues la institución más fuerte y poderosa es la que procura ser intérprete de los dictados de la conciencia nacional… Entramos en un nuevo reinado cuya plenitud no puede ser una evolución más, ni un punto más, en la serie temporal o lógica de la vida de la Regencia, durante la que naufragaron, como patentizó el desastre del 98, todo nuestro antiguo régimen administrativo y todos nuestros viejos organismos. Si las Cortes de 1899 eran unas Cortes de liquidación, las presentes deben ser de reconstrucción o constituyentes en el sentido de renovar política y administrativamente la vida del país.»

Pero los dos, Maura y Canalejas, fracasan en su intento de conducir a España por el camino del entendimiento y la concordia. Ni una España, la de derechas, ni la otra, la de izquierdas, entienden, o quieren entender a ambos políticos. Y tampoco la Corona, pues es el Rey Alfonso XIII quien, cometiendo un grave error, despide de malas maneras a Maura y le condena al ostracismo hasta que el propio Monarca, diez años más tarde, y ya al borde del caos, le llama de nuevo, para nada. Porque poco más tarde, al pedirle consejo el Monarca sobre si le parece factible que él aborde directamente la dirección política del país, el viejo y desilusionado luchador le responde:

«Desenlace funesto se debe pronosticar si el Rey tomase sobre sí las funciones de gobierno para ejercerlas directamente… sería menos nocivo que quienes han venido poniéndose en trances críticos asumiesen entera la función rectora bajo su responsabilidad.»

Y el rey, sin dudarlo más, dio «luz verde» a la Dictadura de los Militares. Sin darse cuenta que ese paso iba a ser el principio del fin. O sea, la caída a corto plazo de la Monarquía.

Por su parte, don José Canalejas cae asesinado entre la comprensión, la envidia y la mediocridad. Con lo cual España pierde otra oportunidad. Y la Monarquía, el tren del futuro.

Pero, la vieja España sigue su curso, fatalmente, y, fatalmente, se acerca al precipicio. ¡Cruel destino el de este país!

Item más: podíamos hacer referencia al «Centrismo» de don Melquíades Álvarez. Aquel asturiano radicalmente reformista, que entre 1913 y 1923 difunde por toda España sus ideales de equilibrio, accidentalismo, moderación y centralismo. Aquel que había dicho en un arranque de sinceridad: «Veo dos Españas antagónicas que luchan con violencia: una la del porvenir, llena de ideales; y otra, la triste, envejecida, desmembrada y mutilada por reyes absorbentes y déspotas. Esta España es la que se pretende resucitar en el siglo XX, como si los cadáveres pudiesen volver a la vida, como si fuese posible semejante régimen teocrático.»

Pero, ¡ay!, el intento centrista falla de nuevo… y falla porque no logró encontrar su sitio entre los cada vez más audaces extremismos, y en medio de la desarticulación política en que estaba degenerando cada vez más la ruptura del ideal y el artilugio canovista. ¡Ah!, y qué triste final habría de tener el bueno de don Melquíades, víctima del terror miliciano en 1936.

También podíamos referimos al intento de don Niceto Alcalá Zamora, ya en plena República. Fenecida la Monarquía ­vendría a decir el que fuera primer presidente del nuevo régimen- lo más inteligente será levantar una República que no sea de ninguno de los dos extremos, una República que no la dominen ni las izquierdas ni las derechas. Yo quisiera -dijo en Valencia- poder formar parte, en una República, de su centro. Yo defiendo una República gubernamental y parlamentaria, viable para todos. Pero una República convulsiva e irreflexiva, no. Porque yo puedo comprometerme y arriesgarme, pero no tengo derecho a comprometer a mi Patria.

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Pero tampoco don Niceto pudo llevar a buen puerto su intento de Centro, a pesar de presidir durante cinco años la República, y tuvo que morir en el exilio, condenado y censurado por las dos Españas.

¡Triste destino, pues, el de los hombres de «Centro» en este país! Porque, salvo excepciones, ninguno terminó bien.

En fin, creo que es llegada la hora de las consideraciones finales. Voy a tratar, pues, de responderme a las siguientes interrogantes: ¿Qué porvenir tiene la Unión de Centro Democrático del señor Suárez? ¿Qué puede pasar el día que la UCD pierda sus primeras elecciones y ya no pueda repartir cargos? ¿Cuál va a ser la situación de España el día en que se deshaga esta «Operación Centro»? Y, por último, ¿qué será de la Monarquía el día que esto ocurra?

Ni que decir tiene que voy a responder a estas preguntas con la rabiosa sinceridad que he dicho al principio. A sabiendas, claro está, de que mis juicios pueden resultar erróneos y a sabiendas de que no todos los aquí presentes compartirán mis tesis. Pero, señores, España bien se merece, al menos, el sacrificio de la sinceridad.

 

EL PORVENIR DEL CENTRO DEMOCRÁTICO

Primera interrogante: ¿Qué porvenir tiene la Unión de Centro Democrático? Pues, a pesar del optimismo de sus afiliados, escaso. En primer lugar, porque tienen dentro el cáncer de la desunión. En segundo lugar, y a pesar de tener ya una Constitución, porque media España no ha aceptado su «traición» al pasado y la otra media no aceptará nunca sus orígenes. En tercer lugar, porque mal porvenir puede tener quien sólo vive por y para sus intereses, y por y para servirse el poder. En cuarto lugar, porque en lugar de acabar con las diferencias de las dos Españas de la guerra civil, hasta ahora sólo ha conseguido ahondar ese abismo. En quinto lugar, porque hasta ahora no han sabido dar al país un ideal nacional de relanzamiento sino todo lo contrario; es decir, que en lugar de mejorar la situación económica, la vienen empeorando día a día. Y en sexto lugar, porque no sólo ha demostrado una incapacidad total para resolver los problemas de orden público, sino que durante su mandato los españoles han perdido cualquier síntoma de seguridad. España no les va a perdonar la sangría humana que venimos soportando.

Segunda interrogante: ¿Qué puede pasar el día en que la UCD pierda sus primeras elecciones y ya no pueda repartir cargos? Pues aquí creo que no hay dudas. La UCD no está preparada para la oposición. El liderazgo de Suárez será discutido en cuanto salga de la Moncloa, y la desbandada, entonces, será general. ¡Que no se llamen a engaño: así ocurre cuando los liderazgos son impuestos por arriba y no democráticamente!

 

Y MAÑANA ESPAÑA SERÁ REPUBLICANA… Y MARXISTA

Tercera interrogante: ¿Cuál va a ser la situación de España el día en que se deshaga esta «Operación Centro»? No quiero ser categórico; pero las perspectivas de cara al futuro están bien claras. Porque aquí el futuro es clara y rotundamente marxista. ¡Y a fe de Dios que se lo habrán merecido! Al menos por su capacidad de aguante, por su fe en la victoria final, por su astucia y por sus convicciones. En cambio, hay que reconocer que la llamada Derecha sigue dormida en su bienestar, que ha perdido casi totalmente la iniciativa, que ha olvidado sus ideales y que se ha dejado inundar por el conformismo y los personalismos. Por lo tanto, ni debió sorprender lo del 15 de junio del 77, ni deben esperarse milagros en las próximas elecciones. Así pues, España, mañana, será marxista. Porque no lo duden ni se engañen: el Partido Socialista Obrero Español sigue siendo marxista y el PSOE ganará las próximas elecciones. En cualquier caso, tengo que decir y digo, y si hace falta lo juro, que tal vez sea mejor un gobierno socialista que un gobierno de arrepentidos.

Y contestada esta pregunta, creo que también lo ha quedado la última. Pues, si mañana España será marxista, lo lógico es que también mañana sea republicana. Pensar lo contrario, sería no conocer la historia y la fidelidad a sus orígenes del Partido Socialista que fundara don Pablo Iglesias.

Y termino. Termino diciendo lo del principio, con aquellas palabras de don Alfonso XIII a Gil Robles: «Tienes razón. España es lo primero.» Y a quienes, por cobardía o comodidad o miedo, no estén dispuestos a darlo todo por España, quiero recordarles aquellas insignes palabras de W. Churchill antes del comienzo de la II Guerra Mundial: «Entre el deshonor y la guerra, habéis elegido el deshonor… pues tendréis también la guerra.»

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.