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La Patria duele en la conciencia. Es la mejor prueba de que existe la  conciencia, pero también de que se tiene Patria. Según el Diccionario de la RAE, la Patria, es la «tierra natal o adoptiva, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos». También, «lugar, ciudad o país, en que se ha nacido». Es por eso que donde más duele el estado actual de la patria es en el terreno de los afectos. Como si se rompiera el cordón umbilical, y se tirara por la borda la cultura y la historia de nuestros padres, lo aprendido de niños en la escuela rural con el señor maestro y la enciclopedia de Álvarez, la tierra que se ha amado donde se ha visto la luz por primera vez, sus tradiciones y costumbres, su alto honor de ser español, donde se forjó su imperio universal, y a todas las raíces de las que uno se ha nutrido toda la vida, el árbol del que ha nacido, y con el que uno se ha sentido orgulloso y feliz. Pues después de la patria chica, estaba la Patria grande con el conjunto de todos sus pueblos y regiones. Era invocado en nuestro aprendizaje y bajo ese prisma superior se edificada cada cual como persona de bien. Cada individuo único, sobrenatural e irrepetible, con su nombre, nacimiento y nacionalidad. Por lo tanto cualquier ser decente y amante de su Patria, como concepto superior, y destinado a servirla, se sienten como un árbol desgajado, desterrado y maldito, viendo que se tira todo eso sin el menor sentido y oficialmente impuesto por el poder político.

¿Cómo se puede entender que uno ha de desarraigarse, y deshacerse de ese bagaje sobre el que ha edificado su vida?: lo visto, vivido y amado; todo lo sentido desde que le alumbró la primera luz. «A la Patria servir hasta morir», es uno de los primeros lemas desterrados del mundo castrense. No fueron los que lo sentían y cumplían, los que lo desterraron de su credo.

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Cuantos amamos y sentimos ese anhelo de la Patria, esa llamada de la vocación, nos apuntamos de jóvenes a servirla. Ahí están nuestros mejores tiempos; los mejores amigos, los que nunca nos han traicionado, nuestras familias y seres queridos detrás. Ahí está la labor que creímos mejor podíamos hacer. Es así que en su día, nos fascinó el juramento de fidelidad hecho ante la Patria. Y lo hicimos. Juré bandera por primera vez, el 20 de agosto de 1969, en El Pinar de Antequera, Valladolid, dentro del Arma de Aviación, con su bonito uniforme, a la que había ido voluntario con 17 años. Creo que el juramento fue exactamente así: «Soldados: ¿Juráis a Dios y prometéis a España, besando con unción su Bandera, respetar y obedecer siempre a vuestros jefes, no abandonarles nunca, y derramar, si es preciso, en defensa del honor e independencia de la Patria, y del orden dentro de ella, hasta la última gota de vuestra sangre?»

Era un sentimiento colectivo que no se podía sentir más que bajo la emoción. Era lo más bonito que podíamos hacer y lo hicimos. La Patria es nuestra juventud sobre la que construimos la vida. Siempre un sentimiento que encierra todos los valores, principios y virtudes. Las mejores voluntades. No es de extrañar que llegados a este punto de decadencia y humillación, nos duela nuestra Patria que es España. Y que la veamos herida, sin que nadie, que sepamos, acuda a socorrerla. Pero aún es más lacerante; sin que nadie pueda acudir a ponerle el primer torniquete: no porque no quiera, o porque no le duela el no poderlo hacer. Si no porque se lo impiden. No entendemos por qué nos cayó encima esta maldición.

Cicerón, filósofo romano entre otras cosas, afirmó que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio, pero si la primera es reprobable, el segundo puede resultar hasta necesario. El silencio ante toda manifestación política a los militares les está rigurosamente impuesto. Por eso resulta tan difícil el acercamiento al caso que nos ocupa, ante las personas de Honor que no han de fallar en sus responsabilidades. Y máxime tras un titular como el que antecede. Esta es la evidencia: la Patria demanda su ayuda. Cuantos han expuesto su queja por tal situación, fueron relevados, cesados y apartados de su puesto. Fueron silenciados radicalmente. Si los militares lo consideran injusto, tampoco lo pueden manifestar. Todos los que quisieron elevar su protesta fueron fulminados.

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Entonces surge un conflicto entre el deber del militar de defender a la Patria, implícito en su juramento, y la imposición de no poderlo hacer. Si el poder de otros está en conseguir estas imposiciones, el de los militares reside en todo lo que les es prohibido.

La sociedad ha de comprender este problema, y mediante su voto, la única herramienta, mientras exista democracia, ha de distinguir quienes son los enemigos de la Patria y quienes quieren defenderla y no pueden. Tampoco se necesitan muchas palabras para explicar esta conclusión a la que deben llegar cuantos votantes se consideran decentes, si es que en verdad tienen la voluntad de serlo. Y ya de ellos ha de depender, si consiguen la fuerza necesaria del número, para cambiar este desastre, y levantar su país que es su Patria. Es decir: conseguir que las cosas sean un poco más normales.

 

Autor

REDACCIÓN