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Aunque desde hace varias décadas no son pocos los historiadores extranjeros e hispanenses dispuestos a enfrentarse a la Leyenda Negra y en revaluar los fines y logros de la Historia de España, en especial del Imperio español, atraídos por el dinamismo y la eficacia con que se estableció y la consistencia con que después se mantuvo, ese movimiento revalorizador aún no ha sido capaz de despertar la conciencia del español de a pie, y mucho menos la de la historiografía española al uso, que viendo cómo se desmantela su chiringuito ideológico y prebendario, está dispuesta a cualquier iniquidad para impedirlo. 

Algo similar puede decirse respecto al período histórico conocido como franquismo, en cuyo caso tanto los historiadores foráneos como los indígenas, aun siendo muy abundantes, se han mostrado, en su mayoría, poco o nada populares, penetrantes o veraces. Ello es así, entre otros factores, porque las instituciones españolas en general y nuestra Universidad en particular, ocultan o ningunean a los hispanistas que investigan con rigor y respeto nuestras gestas o nuestros progresos, especialmente si estos dejan en evidencia a la filosofía social y a la teoría crítica marxistas.

 

Ver la Historia de España -en conjunto o en ciertos aspectos parciales- como una Crónica meramente corrompida, letárgica e ineficaz, como hacen los seguidores de dicha corriente, es dar crédito a diferentes tipos de propaganda. Pero es evidente que los historiadores comunistas o simplemente antiespañoles, al referirse a nuestro país no escriben historia, sino malintencionadas tergiversaciones de los hechos. 

Lo que ha venido siendo una constante en los últimos siglos, sigue repitiéndose en nuestra propia época: varias naciones, numerosos políticos y múltiple historiadores y periodistas, movidos todos ellos por la ideología o la ignorancia, se pasan la vida desacreditando todo lo español. Este es el pernicioso legado de la leyenda, sí, pero también la vil herencia de la envidia y del odio y, sobre todo, el decidido designio de impedir el resurgimiento de nuestro país. 

Es posible que nunca haya habido tantos historiadores como ahora, pero obviamente no es cuestión de cantidad, máxime en estos cruciales momentos, sino de saber si esos recitadores y seleccionadores merecen ser alabados por sí mismos y por sus logros interpretativos y analíticos o por su adscripción a una cofradía. Los contados y meritorios historiadores patrios que tienen como primer referente el rigor y el interés nacional son sistemáticamente postergados por los intereses del marxismo cultural. Por el contrario, se ensalza, premia y subvenciona a quienes detestan y denigran nuestra historia, sean foráneos o autóctonos. 

Estos supuestos historiadores e intelectuales que a sí mismos se consagran como demócratas, llevan décadas guisándoselo y comiéndoselo, y obteniendo de paso buenos galardones y prebendas gracias a su inclinación. Acogidos en el conjunto de la intelligentsia oficial, se jactan de estar en posesión de una verdad que, por más que la disfracen, constituye una gigantesca mentira. 

España para ellos es una nación cruel y reaccionaria que carece de cosas admirables porque sus logros se deben a la barbarie o a unas favorables y afortunadas circunstancias. Es difícil comprender tales despropósitos si no acudimos a los manuales de psicología donde se habla de la envidia que tiene el mezquino por la excelencia, al odio del fanático por la razón y, en los últimos tiempos, a la intrínseca maldad de la doctrina bolchevique. 

Aunque estas actitudes cada vez se van haciendo más insostenibles, todavía no está permitido en los sectores y ámbitos historiográficos oficiales, controlados por el frentepopulismo e inmensamente mayoritarios, hablar bien de las cosas de nuestro país. No obstante, a pesar de tantos propagandistas hostiles, sólo aquellos historiadores cuyos juicios se atienen a los hechos, objetando las visiones democráticas y progresistas de la historia, pueden ilustrar el pasado. A la larga, el valor de su punto de vista permanece gracias a su voluntad de verdad, mientras que el tiempo se encarga de revelar el sectarismo de sus antagonistas. 

Por fortuna, en esta atmósfera mefítica, de ignorancia y de confusión, la actividad intelectual y la obra de Pío Moa resultan una llamada a la nitidez. Vaya por delante que no conozco personalmente a Pío Moa, sólo a través de sus escritos. No se trata aquí, pues, de repartir halagos gratuitos, innecesarios y ofensivos para ambas partes, sino de solidarizarse con la abnegada y valiosa obra creativa e histórica de una de las escasas personalidades intelectuales de la nefasta Transición que, por su obstinada dedicación a esclarecer ciertos avatares históricos que los instalados quieren mantener oscuros, para rentabilizarlos en su provecho, merece la defensa de quienes a lo largo de estas décadas se han sentido atropellados por la vileza de los tramposos. 

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Gracias a la convicción, al rigor y a la insistencia del intelectual vigués en revelar el engaño y en clarificar lo turbio, la parte más lúcida y sensata de la sociedad española pudo sentirse acompañada e incluso conocer, desde hace al menos tres décadas, los crímenes de la antiespaña que el Sistema trataba de silenciar u ocultar como ventaja ideológica y económica. 

La labor de Pío Moa, desde que empezó a dar sus trabajos al público en cuasi soledad, puede considerarse impagable. No es él el único historiador de mérito entre los desobedientes, otros hay con virtudes dignas de reconocimiento que han publicado trabajos de valor en el transcurso de estos años, pero es su empeño en borrar la ignorancia y hacer valer la verdad, su solitaria lucha contra las insidias de los oportunistas con poder, su obstinada denuncia de la impostura universitaria y cultural, del relato oficial, su inquebrantable oposición al omnipresente poder de los tramposos, lo que le ha convertido en prototipo de la rebeldía intelectual, en modelo de historiador a admirar y seguir. 

Esa inflexible condición le ha permitido situarse como referente de la España crítica actual, hasta el punto de conseguir romper el largo silencio impuesto también en el extranjero a sus puntos de vista sobre la historia en general y sobre el franquismo en particular. A partir de la reciente publicación en Francia de Los mitos de la Guerra Civil y de la entrevista en Le Figaro, una caterva de historiadores venales y sectarios a quienes el propio Moa viene calificando como lisenkeanos, han salido de nuevo a la palestra, atribulados, no para debatir con el autor, sino para anatematizarlo y conjurarlo una vez más. 

Sin pertenecer -que yo sepa o intuya- a ninguna facción en pugna por el poder, Pío Moa ha podido examinar con su lente analítica, con su espíritu socrático me atrevería a decir, la conducta pública de los que lo ejercen para desvirtuar la realidad. Los soberbios, cuando no les gusta la imagen que les devuelve el espejo, rompen el espejo. Con ello no cambian nada, pero se quedan satisfechos y tranquilos unos días, hasta que dan con otro espejo. Y Moa ha sido, durante todos estos años, el espejo en el que los mediocres, entre ellos los guardianes de la actual democracia, cercan y desdeñan toda inteligencia que no logran someter. 

La verdadera democracia está abierta a la crítica de sus enemigos, porque tiene confianza en sí misma. Y lo mismo puede decirse de sus partidarios, los verdaderos demócratas. ¿De qué vicio, de qué sospecha, pues, se defienden unos instalados, autodenominados demócratas, que necesitan el anatema como arma defensiva frente a sus oponentes? 

Es cierto que la verdad no tiene más poder bajo el reinado de los embusteros que las palomas cuando aparece el águila. Sin embargo, el intelectual genuino insiste en volar con la verdad, aun sabiendo la existencia de rapaces. Porque las verdades, como los versos, no se dan para alimento de puercos, y menos cuando éstos se revelan jabalíes. Las verdades, como los versos, desean, no obstante, mostrar toda la extensión de su poder, enfrentándose, confiados, en superar el poder de la mentira y de la brutalidad. 

Eso es lo que ha venido haciendo Pío Mora durante la Transición, en dolorosa soledad o escasamente acompañado. Una empecinada confrontación con cenáculos y contubernios integrados por intelectuales áulicos y sectarios, inmersos y cómodos en una vida cultural caracterizada por la proliferación de jubileos, premios, halagos, tertulias, universidades venales, estrellatos, reconocimientos y oficialismos varios, y por la ausencia obligada de una crítica independiente y rigurosa. 

Y cuando ésta se da, sueltan enseguida sus perros de presa, cuyos colmillos llevan la desaprobación y la condena contra los críticos. Esta atmósfera cultural asfixiante viene de lejos, pues en su día, el repertorio nominal de los que aspiraban a instalarse, apostó por un progresismo sui géneris que, tras varias tentativas previas acabó plasmándose en la movida cultural. Este modelo de vanguardia, de la mano de otras movidas conjuntas como las de la sinecura, el lóbi, el alcohol, la droga y demás perversiones, pronto descubrió en sus manifestaciones más exquisitas la cara verdadera. 

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Un rostro marxista, nepotista y exclusivista que se resumía en la venalidad comercial y en el carácter burocrático e institucional, y que, con sus poses de ruptura y protesta, trató de justificarse a través del talante legitimario que esa manifestación de gestos y ceremoniales pretendía. Y que, finalmente, acabó arraigando en el tejido social gracias a la publicidad corporativa difundida por los medios involucrados en la impostura. 

Dada la inercia de esta corriente que nadie -por indecisión o torpeza- ha sido capaz de detener y sólo unos pocos cuestionar, los deslucidos corifeos de la pervertida y obsoleta modernidad española no han dejado ni dejarán de censurar, mientras puedan, a todo lo que huela a excelencia o que crezca por encima de su bajeza ética e intelectual. Y es cierto que la bajeza moral florece allá donde ha desertado el espíritu. 

Dichos historiadores lisenkeanos, repetida y rigurosamente relacionados y desenmascarados por Pío Moa, más el imprescindible orfeón áulico de encauzadores de opinión que les complementa, resultan unos sujetos detestables a cualquier mirada objetiva: no es cuestión ya de ética, inteligencia o política. Es una intensa grima estética hacia su falsa posición personal e intelectual, hacia su inestable e indigno papel de ventajeros, de intolerantes, de adeptos al poder. Contemplar la Historia con cristales progresistas, como hacen ellos, es grosero e irrisorio, además de falsario. 

Si mentir es siempre un gesto deshonroso, mentir desde las alturas de la Historia y contra ella es algo peor. Equivale a una invitación general a la farsa. Provoca una falsificación de la convivencia, un escepticismo peligroso, consecuencia del daño ocasionado a la humanidad mediante la mentira universal. Por eso hay que seguir luchando contra la grosera y manida propaganda marxista que trata de reducir la cultura y la historia a un dogma de amputada dimensión. 

Contra el engaño, que es siempre ultrajante, y contra la maldad, que es siempre estúpida, no hay mejor remedio que la verdad. Y si hablamos de Historia, la verdad pasa por leer a los historiadores genuinos, no a los agremiados. La Historia, que nace como épica y fuente literaria, resaltando los valores de los héroes nacionales bajo los auspicios de sus dioses, está pidiendo a gritos que arrojemos al olvido a estos advenedizos que la han falsificado en nombre de la ideología marxista y del sectarismo de cofradía, sin olvidarnos de la vanidad y la codicia. 

Pero no quememos sus libros, al contrario de lo que ellos quisieran hacer con los de sus antagonistas. Dejémosles, simplemente, que duerman sus falacias en los anaqueles, para que retraten y califiquen a sus autores, y que el oprobio envuelva sus nombres de por vida. Y entretanto leamos e invitemos a leer los de sus competidores, que los hay honestos, provechosos, interpretativos y esclarecedores. 

Para empezar, leamos, entre tantos otros que esperan, Los mitos de la Guerra Civil, de Pío Moa. Ese es el camino.

Autor

Pio Moa
Pio Moa
Nació en 1948, en Vigo. Participó en la oposición antifranquista dentro del PCE y el PCE(r)-Grapo. En 1977 fue expulsado de este último partido e inició un proceso de reflexión y crítica del marxismo. Ha escrito De un tiempo y de un país, sobre su experiencia como "revolucionario profesional" comunista.

En 1999 publicó Los orígenes de la guerra civil, que junto con Los personajes de la República vistos por ellos mismos El derrumbe de la República y la guerra civil conforman una trilogía que ha cambiado radicalmente las perspectivas sobre el primer tercio del siglo XX español. Continuó su labor con Los mitos de la guerra civil, Una historia chocante (sobre los nacionalismos periféricos), Años de hierro (sobre la época de 1939 a 1945), Viaje por la Vía de la Plata, Franco para antifranquistasLa quiebra de la historia progresista y otros títulos. En la actualidad colabora en ÑTV, Libertad DigitalEl Economista y Época.