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Si esta mañana, bajo un sol de justicia y salvado por los 5 cipreses que rodean el rincón donde me he refugiado, me entretuve releyendo las páginas que ha tiempo escribí sobre «Joselito» y su Arte, único y genial, esta tarde, cuando ya el sol quiere esconderse, he abierto mi vieja amiga «Los caballos de la Historia» y he ido buscando el que más me atrajera 40 años después. Así he sobrevolado sobre «Pegaso, el caballo volador», «Janto» el caballo de Aquiles, «Bucéfalo, el bien amado de Alejandro, el «Incitatus» de Calígula, el «Genitor» de César, «Babieca» del Cid, el «Barbary» de Ricardo II («Mi Reino por un caballo»)… hasta detenerme en «Los caballos del Quijote», quizás, tal vez, porque sus páginas me han recordado las horas que pasé releyendo y buscando donde aparecía «Rocinante», primero, y luego «Clavileño».
Bien, pues esas páginas son las que hoy les ofrezco como lectura sana de este verano. No todo va a ser virus, vacunas, mascarillas, hospitales y ¡¡¡¡Sánchez!!!!. Pasen y lean.
Me voy a apartar de la senda histórica para irme de lleno al mundo de la ficción y la «locura caballeril»… Es decir, al mundo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que creó y glorificó don Miguel de Cervantes Saavedra. Fue en julio cuando Alonso Quijano el Bueno inició su primera salida montando en Rocinante…
«Hechas, pues, estas prevenciones no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según era los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo.»
Pero, antes de montarnos nosotros también en el príncipe de los caballos literarios, quiero recordar a los lectores tres cosas, sobremanera importantes: 1) Que Cervantes cita a Rocinante exactamente 181 veces (113 en la primera parte y 68 en la segunda) y que la famosa novela no podría sostenerse en pie sin la presencia de tan singular caballo… Quizá por aquello de que «caballero» viene de «caballo» y que sin éste no hubiera podido existir el caballero Don Quijote de la Mancha. 2) Que, curiosamente, Rocinante aparece antes que el mismísimo Sancho Panza (16 veces le cita el escritor en el transcurso de la primer salida) y que a lo largo de la obra es el rocín quien dirige los pasos del caballero y su escudero y quien mantiene el mayor afecto de Don Quijote…
«Dichosa edad y siglo dichoso aquél adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser cronista de esta peregrina historia. Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras.»
…Y 3) que Miguel de Cervantes fue no sólo un gran lector de las «novelas de caballería» y, por tanto, un gran conocedor del «mundo caballeresco» de la Edad Media, sino también un amante de los caballos y su historia… como lo demuestran sus descripciones equinas y sus continuas citas de algunos caballos célebres, el que más el Babieca del Cid…
«El nombre -escribe cuando está queriendo bautizar a Clavileño– no es como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso; ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo; ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro; ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán; ni Frontino, como el de Rugero; ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo [no era una yegua, como ya vimos en su momento] en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.»
Respecto a su admiración por Babieca, baste recordar aquellos versos que comienzan diciendo «Soy Rocinante el famoso, bisnieto del gran Babieca, aquél que por pecados de flaqueza fue a poder de un Don Quijote…» o el «Diálogo entre Babieca y Rocinante», que, en forma de soneto, dice así:
B. -¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. -Porque nunca se come y se trabaja.
B. -Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. -No me deja mi amo ni un bocado.
B. -¡Anda, señor, que estás muy mal criado!
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. -Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miradlo enamorado.
B. -¿Es necedad amar?
R. -No es gran prudencia.
B. -Metafísico estáis.
R. -Es que no como.
B. -Quejaos del escudero.
R. -No es bastante. ¿Cómo me he de quejar en mi dolencia, si el amo y escudero o mayordomo son tan rocines como Rocinante?
El hecho es que para Cervantes el caballo es un personaje más (como para Homero en su Ilíada o para Shakespeare en su Ricardo III) y que cuando piensa y crea a Don Quijote lo hace en unión de Rocinante… ¿No es curioso comprobar que en su «primera salida», precisamente en la que le arman «caballero», su único acompañante sea el rocín que ya ha transformado en «gran caballo»?…
«Fue luego a ver su rocín y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela que Tanum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca, el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque -según se decía él a sí mismo- no era razón que caballo de caballero tan famoso y tan bueno él, por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.»
Y así fue como entró Rocinante en el más bello relato novelesco que conocieron los siglos y cómo se puso a la altura o superó a los más grandes caballos reales de la Historia. Aunque de todo esto y de las mil aventuras que vivió con Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza tendremos que hablar en otro capítulo… pues no en vano el autor puso este epitafio en la sepultura del personaje:
Aquí yace el caballero
bien molido y mal andante
a quien llevó Rocinante
por uno y otro sendero.
«ROCINANTE»
Antes de hablar de Rocinante hay que decir, para que no se olvide, que Don Quijote de la Mancha es, entre otras cosas o en último término, una novela de caballerías en la que viven y se reflejan los grandes ideales de aquel mundo medieval de los caballeros andantes, los escuderos y los caballos… y que todavía cuando Cervantes está escribiendo su obra, allá en América, al otro lado del mar Verde (como se conoció durante siglos al océano Atlántico), los hidalgos españoles siguen realizando la «aventura quijotesca» más grande que conocieron los hombres. Porque ello es fundamental para centrar y comprender la importancia de Rocinante en la famosa novela.
Decíamos en el capítulo anterior que Rocinante aparece incluso antes que Sancho Panza y que él es el gran testigo de la «armadura de caballero» del personaje. Pero, ahora, ya, vamos a decir de la mano del propio Cervantes (repasar el capítulo III de la segunda parte) que Rocinante fue desde el primer momento un símbolo…
«-Eso no -respondió el bachiller Sansón-; porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella [se refiere a la novela]: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gente, que apenas han visto un rocín flaco, cuando dicen: «Ahí va Rocinante«…»
Rocinante es, por encima de todo, el símbolo del «caballo desconocido», de esos miles y millones de animales sin nombre que hicieron posible la supervivencia del hombre, el avance de la humanidad, el triunfo o el retroceso de las civilizaciones, la ruptura de las fronteras… desde la servidumbre leal, el esfuerzo cotidiano, la entrega hasta el agotamiento y el callado sufrimiento. Rocinante no es el caballo bien comido, bien cuidado y ejemplar capaz de engendrar «puras sangre», sino el que «tenía más cuartos que un real» y más huesos a la vista que un esqueleto de no probar la cebada.
Y, sin embargo, ahí está, presente en toda la obra y con tanta o más fuerza que los personajes humanos. Porque ¿cómo habría podido embestir Don Quijote a los molinos de viento sin ir montado en Rocinante?…
«Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo galope de Rocinante y embistió contra el primer molino que estaba delante…»
¿Y cómo se habría podido celebrar la «estupenda batalla» que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego sostuvieron en el camino de Puerto Lápice, aquél sobre una mula «de las malas de alquiler» y éste sobre el flaco Rocinante?
Curiosa es la escena que describe el autor en el capítulo XV, donde se cuenta «la desgraciada aventura que se topó Don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses»… porque en ella aparece un Rocinante inédito:
«No se había curado Sancho de echar sueltas a Rocinante -escribe Cervantes- seguro de que le conocía por tan manso y tan poco rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieran tomar mal siniestro. Ordenó, pues, la suerte, y el diablo -que no todas veces duerme-, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de yerba y agua, y aquel donde acertó a hallarse Don Quijote era muy a propósito de los yangüeses. Sucedió, pues, que a Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras hacas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad con ellas, que, a lo que pareció, debían de tener más ganas de pacer que de él, recibiéronle con las herraduras y con los dientes, de tal manera, que a poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla, en pelota. Pero lo que él debió más de sentir fue que, viendo los arrieros la fuerza que a sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron que le derribaron mal parado en el suelo…»
¿Y no vive Don Quijote el manteo de Sancho en la venta a lomos de Rocinante?
«Probó a subir desde el caballo a las bardas; y así, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos denuestos y baldones a los que a Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribirlos…»
Otras veces Cervantes se burla injustamente del pobre y flaco animal…
«En estos coloquios y otros semejantes -escribe en el capítulo XX- pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas -con perdón suyo- no las sabía hacer…»
E incluso piensa en cambiarle por otro, como dice Don Quijote cuando la aventura de los dos ejércitos (el de las ovejas y los carneros): «Lo que puedes hacer dél [se refiere al asno de Sancho] es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no; porque serán tantos los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aun corre peligro Rocinante no le trueque por otro…».
Sin embargo, hay un momento muy bello entre caballero y caballo; es aquel del capítulo XLIX en que al verse libre Don Quijote le dice a Rocinante:
«-Aun espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos: tú con tu señor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo.»
En fin, así podríamos seguir cien páginas más si no fuese por la limitación del espacio y la presencia de los otros caballos famosos que esperan. Baste decir como colofón que Rocinante está presente hasta el final de la historia, cuando ya se muere el bueno de Alonso Quijano en contra de la voluntad del fiel escudero:
«-¡Ay! -respondió Sancho llorando-. No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía…»
«CLAVILEÑO»
Primero fue Pegaso, el caballo volador de la mitología griega, aquel que hizo de Belerofonte el mejor jinete de la Historia… Después fueron los caballos de La Ilíada y muy en especial aquel Janto de Aquiles, que tenía los pies más ligeros que su amo… Luego surgió el Encantado caballo negro de Las mil y una noches, que quitó el sueño al gran Leonardo y anunció la llegada de esos monstruos del aire que se llaman «aviones»…
Y ahora nos topamos con Clavileño, el segundo caballo del Quijote y uno de los grandes sueños de don Miguel de Cervantes, aquella máquina de volar que eleva al caballero de la triste figura y su escudero más allá de los reinos del gigante Malambruno…
La historia comienza en el capítulo XXXVI de la segunda parte («Donde se cuenta la extraña y jamás imaginada aventura de la dueña Dolorida, alias de la condesa de Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribió a su mujer, Teresa Panza») y es, sin duda, una de las más entretenidas de la obra inmortal, pues no en vano Sancho transmuta su espíritu y se prepara para gobernar…
«Por la fe de hombre de bien juro, y por el siglo de todos mis pasados los Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su pensamiento ha cabido semejante aventura como ésta…»
Pero ¿qué es y cuándo y por qué aparece Clavileño?… Indudablemente, Clavileño no es un caballo de carne y hueso como Rocinante, sino una «máquina» -como dice el propio Cervantes- con apariencia de caballo que vuela, planea a ras del suelo o se eleva por los aires a media altura.
«-Es el caso -respondió la Dolorida- que desde aquí al reino de Candaya (…aquel que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín), si se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más o menos; pero si se va por el aire y por línea recta, hay tres mil y doscientas veintisiete. Es también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mismo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada a la linda Magalona: el cual caballo se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza que parece que los mismos diablos le llevan. Este tal caballo, según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestóselo a Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes y robó, como se ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien él quería o mejor se lo pagaban, y desde el gran Pierres hasta ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve de él en sus viajes, que los hace por momentos por diversas partes del mundo, y hoy está aquí, y mañana en Francia, y otro día en Potosí; y es lo bueno que el tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza llena de agua en la mano sin que se le derrame una gota, según camina llano y reposado, por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera en él.
-¿Y cuántos caben en ese caballo? -preguntó Sancho.
La Dolorida respondió:
-Dos personas: la una, en la silla, y la otra, en las ancas, y por la mayor parte estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta alguna robada doncella.
-Querría yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese caballo.
-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belerofonte, que se llamaba Pegaso; ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo; ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro; ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán; ni Frontino, como el del Rugero; ni Bootes ni Peritoa, que dicen que se llaman los del Sol; ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.
-Yo apostaré -dijo Sancho- que, pues no le han dado ninguno de esos famosos nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo, Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.
-Así es -respondió la barbada condesa-; pero todavía le cuadra mucho, porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante.
-No me descontenta el nombre -replicó Sancho-; pero ¿con qué freno o con qué jáquima se gobierna?
-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que volviéndola a una parte o a otra el caballero que va encima le hace caminar como quiere, o ya por los aires, o rastreando y casi barriendo la tierra, o por el medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien ordenadas…»
Luego, al fin y ya de noche, llegó Clavileño a hombros de «cuatro salvajes vestidos todos de verde hiedra, que traían un caballo de madera»… y Don Quijote y Sancho viven la gran aventura de sus vidas. Naturalmente, Clavileño el Alígero no levanta dos palmos del suelo ni vuela por las regiones del aire…
«Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo o las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que de esta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.»
…pues sólo se trata de un engaño más de los muchos que sufren los personajes a lo largo de la obra. Pero al final, cuando Clavileño salta por los aires («por estar el caballo lleno de cohetes tronadores») y Don Quijote y Sancho se estrellan contra el suelo «medio chamuscados» y maltrechos, de tal modo se han creído y han vivido la aventura que ni siquiera el pillo del escudero se atreve a decir la verdad. Mejor dicho, aquí Sancho sobrepasa ya a Don Quijote en imaginación y credulidad… porque hasta confiesa haber visto las siete cabras del arco celeste (las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules y la una de mezcla).
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