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El pasado 13 de abril publiqué en este diario un artículo titulado “En defensa propia”. En dicho artículo me hacía eco de las medidas tomadas por el gobierno de la región catalana para dejar morir a las personas mayores de setenta y cinco años en las residencias, al haber prohibido que fueran tratadas del coronavirus en una UCI. Desde entonces hasta hoy han pasado tres meses y nadie conoce todavía con exactitud cuántas personas murieron confinadas en esas residencias, aunque algunos estudios afirman que de las cerca de 46000 personas que han muerto en nuestro país, infectadas por ese extraño virus, un 75-85% corresponde a personas mayores de setenta años.
Como suele ocurrir después de los grandes genocidios, los responsables de los mismos pretenden quitarse el muerto de encima mediante el archisabido y socorrido mecanismo de echarse la culpa unos a otros. Es muy triste que actúen así los responsables gubernamentales, pero al menos esa cobarde e inhumana estrategia sirve para que el pueblo se dé cuenta de que todos los líderes políticos con responsabilidad en ese tema, independientemente de su ideología y del partido político al que pertenezcan, son culpables de dicho genocidio, bien sea por acción u omisión. Gracias a esa asquerosa manera de proceder, hoy sabemos que el ministro y vicepresidente del gobierno que tenía las competencias sobre las residencias de ancianos durante el estado de alarma no actuó con diligencia, tal y como lo demuestra el hecho de que durante los meses más duros de la pandemia no visitara una sola residencia. También conocemos que todos los responsables políticos regionales, con sus presidentes al frente, dejaron morir a miles de ancianos en las residencias al no facilitarles el acceso a las unidades de cuidados intensivos de los hospitales. Finalmente, hoy conocemos también que la propia organización médica colegial impuso protocolos para que los médicos responsables del internamiento de enfermos en los hospitales no permitieran el acceso de los ancianos, durante el tiempo de máxima saturación hospitalaria, con el fin de evitar que otros contagiados más jóvenes se quedaran sin una cama en las unidades de cuidados intensivos. Es decir, en el caso de la desatención médica que motivó esa ingente cantidad de muertes por el coronavirus en la población más vieja es perfectamente aplicable el famoso dicho de “entre todos la mataron y ella sola se murió”.
Antes de continuar quiero dejar claro que, a pesar de que yo me encuentro en ese grupo de edad en el que la sociedad deja de valorarte porque al haberte declarado inútil oficial cuando te jubilan ya les puedes aportar escasos beneficios, entiendo perfectamente que los miembros del gobierno ordenaran que tuvieran preferencia en los hospitales las personas más jóvenes, sobre todo porque el hecho de dejar morir a tantos miles de personas jubiladas era un experimento social muy efectivo para sanear las paupérrimas arcas de la seguridad social, lastrada por tener que pagar pensiones de jubilación durante veinte o treinta años a más diez millones de españoles. Lo que me parece terriblemente hipócrita e inmoral es que tanto los miembros del gobierno central, como los de los gobiernos regionales, hayan intentado engañar a la población, tratando de hacernos creer que ninguno es responsable de esa masacre porque los verdaderos responsables son los del partido político opuesto. Un ejemplo patente de que su objetivo máximo era engañar a la población es la vergonzosa utilización que hicieron de las televisiones. Cada vez que dejaba una UCI alguna persona anciana, su salida era televisada a los cuatro confines del firmamento, tratando de demostrar que no era verdad que a los ancianos se les había privado de una plaza hospitalaria. Como siempre sucede con la propaganda, para que sea creíble debe tener una parte de verdad que permita ocultar el núcleo del hecho publicitado. En el caso de los ancianos contagiados por el virus, era verdad que al inicio de la pandemia, cuando los hospitales no estaban saturados, se les admitía sin ningún tipo de problema en las unidades de cuidados intensivos. Sin embargo, el núcleo fundamental que se pretendía ocultar era que a partir de un determinado momento se les dejó morir sin ni siquiera poder ser acompañados de sus familiares más cercanos, encerrados en los cadalsos en que se convirtieron las residencias.
Mucho me temo que no cambiará nada después de esta excepcional y terrible experiencia por la que hemos pasado estos últimos meses, y mucho menos en un ámbito que afecta a personas que, por su edad, han sido desahuciadas por sus descendientes y por los actores sociales. La única esperanza que me queda es que algunas personas jubiladas, que todavía tienen sus cabezas bien amuebladas, se asocien y peleen por un modelo de residencias muy diferentes a las actuales. Creo que la única solución para poderse salvar de otro genocidio como el que acaba de producirse es diferenciando de forma nítida dos tipos de equipamientos residenciales. Los destinados a personas jubiladas con autonomía mental y motriz, integrados en urbanizaciones con apartamentos en propiedad de los residentes, o en régimen de alquiler, subvencionados por las administraciones públicas, y bien dotados de equipamientos comunitarios. Y los destinados a personas jubiladas que no pueden valerse por sí mismas, que deberían depender de los servicios sociales y sanitarios públicos, tanto en la construcción como en la gestión y el funcionamiento. Y, por supuesto, es necesario introducir en los currículos escolares valores transversales que permitan que los niños interioricen que las personas viejas son los troncos que sirven para que las plantas tiernas se agarren y vivan con rectitud (Benito Pérez Galdós en su obra titulada El abuelo).
Santiago Molina García (catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza)