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Mientras algunos se quedan mirando el dedo con el que Ratzinger señalaba al Cielo, con sus eternos jueguitos de las etiquetas políticas, el mundo se ha quedado todavía más a oscuras, entre tinieblas; sin rumbo ni brújula, sin patrón y a la deriva del vaivén relativista que solo puede conducir al naufragio.
Como digo, algunos ni se enteran ni se quieren enterar. Después de siete décadas de servicio ininterrumpido a la Humanidad, los enanos le siguen negando la autoridad que le corresponde al papa alemán; el hombre que nos iluminó, que nos recordó el camino, que nunca se bajó de su máxima y en realidad única convicción definitiva: que Cristo es Dios, y que Dios es la Verdad.
La Iglesia que Ratzinger siempre quiso no era la de las facultades de teología donde él impartió su sabiduría, ni la de los debates abiertos con los enemigos de la Fe Verdadera, a los que despachaba con incomparable elegancia. La Iglesia de Ratzinger era la de la fe de los sencillos, la del pueblo de Dios. La Iglesia que es el cuerpo místico del Redentor y donde, a pesar de los pecados humanos, siempre brillará la luz de la Verdad. Porque, fuera de la Iglesia, todo lo ha invadido Lucifer.
Ratzinger nos dijo que «el talento que se nos ha dado, el tesoro de la verdad, no se debe esconder, debe transmitirse a otros con audacia y valentía, para que sea eficiente». Es a eso a lo que él se dedicó desde que era un joven seminarista, y no ha dejado de hacerlo hasta literalmente su último suspiro, justo antes de la agonía, cuando su enfermero escuchó claramente de sus labios: «Señor, te quiero».
La Iglesia de Benedicto debería ser como era él, sumiso solamente ante Dios, enamorado de la Santísima Virgen, paciente con el error pero rotundo en la condena del pecado, firme en la defensa de los principios pero cercano, gentil, entrañable con todos los que buscan a Jesús. Una Iglesia sin etiquetas políticas ni ideológicas, sin grupúsculos ni intrigas, sin lobbies de poder interno. Una Iglesia dedicada a la salvación de las almas a través del camino de santidad que está en los Evangelios, y en el que no cabe el error, porque es obra de Dios.
La Iglesia de Benedicto es la que quiso Nuestro Señor cuando le dijo a Pedro «tú eres la piedra», la que camina siempre al lado del Maestro, sin alejarse de Él porque fuera de Cristo no hay salvación posible. La Iglesia que debe recordarnos cada día, todos los días, que hay Vida Eterna y que todos, todos sin excepción, estamos llamados a ser santos. Esa es la Iglesia de Benedicto XVI, y por eso hoy, sin la luz de su razón enamorada de Dios, el mundo se ha quedado un poco más a oscuras.
Autor
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Nació en Madrid en 1975. Es Doctor en Periodismo por la Universidad San Pablo CEU. Ha dedicado casi toda su vida profesional a la radio, primero en Radio España y desde 2001 en Radio Inter, donde dirige y presenta distintos programas e informativos, entre ellos "Micrófono Abierto", los Domingos a las 8,30 horas. Ha dirigido la versión digital del Diario Ya y es columnista habitual de ÑTV en Internet. Ha publicado los libros "España no se vota" y "Defender la Verdad", "Sin miedo a nada ni a nadie", "Autopsia al periodismo". Esta casado y tiene un hijo.