20/05/2024 18:51
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Queda muy mal sabor de boca cuando después de haber leído un libro de memorias acaba uno convencido de que el autor es un tarambana sin credibilidad ninguna. El libro en cuestión es Vida y muerte en la Rusia soviética, que creo ha sido titulado en la traducción española como “Yo escogí la esclavitud”. Trata de el Campesino, y lo he leído las referencias que se hacen al personaje en el libro De esos tenemos tantos como el que más, porque había vivido en el pueblo de Quijorna que acabo tomando por abandono de los defensores al quedarse sin munición.

En el libro se le presenta como un indocumentado y un fanfarrón, aunque se cuentan de él algunos detalles que le hacen interesante. Sobre todo, la protección de la vida a los prisioneros y la admiración por los valientes aunque fueran enemigos.

Es difícil saber a que atenerse al leer estas pseudomemorias, al parecer escritas por Julián Gorkin, un poumista valenciano. No parecen muy creíbles, pero los sucesos descritos tampoco parecen imposibles. Sustancia histórica tienen bastante poca. Anécdotas, muchas. Al menos, el libro resulta entretenido de leer. No he encontrado edición digital en español, sino en inglés, y los textos que traigo son el resultado de una traducción automática con esta herramienta (https://www.deepl.com/es/translator).

Imagino que el propósito del Campesino con estas memorias fue reivindicarse como personaje denunciando el comunismo soviético de la URSS. En todo caso, lo que me hizo ver que este personaje es un fraude integral fue esta entrevista, en la que se pone de manifiesto que era un mitómano a la búsqueda de la notoriedad perdida. Las supuestas memorias tienen varios asuntos que hacen saltar las alarmas. Se acepta que en todo libro de memorias el autor quiera justificarse para quedar en buen lugar, pero aquí se va bastante más lejos. Desde luego, gran parte de lo que cuenta podrá ser verdad, o al menos cuarto y mitad de verdad, pero nunca va a estar uno seguro de ello. En fin, demos la lectura como tiempo prácticamente perdido, aunque al menos el relato de las aventuras se hace entretenido.

* * * * *

Así se presenta el personaje:

Mi padre, Antonio González, me lanzó al camino. Era un anarquista instintivo, un rebelde nato. Venía de estirpe campesina, pero primero fue peón caminero y luego minero en Peñarroya. Como tantos españoles, era impaciente, hostil a la autoridad y partidario de la acción directa y violenta. Además, tenía un ardiente deseo de justicia y un sentimiento de solidaridad con sus compañeros de trabajo que le hacía estar dispuesto a sacrificarse por el bien de todos.

No podía meter más tópicos en menos espacio.

La carrera criminal del Campesino empezó poniendo un cartucho de dinamita debajo de una caseta para hacer saltar por los aires a cuatro guardias civiles. Dice que la muerte de uno de los acusados -al que se le adjudicaron los muertos- libró al resto de mayores penas.

La siguiente etapa de esta carrera fue la Legión, donde se vuelve comunista:

Los españoles, y especialmente los de Extremadura, somos individualistas. El anarquismo nos resulta más natural que el comunismo. Pero poco a poco Joseíto fue sustituyendo mis nociones individualistas por las doctrinas colectivas de los comunistas. Él despertó mi entusiasmo por la revolución rusa.

Cuenta que aprovecha una acción de guerra para liquidar de un tiro por la espalda a un sargento que les maltrataba (a saber…) y que participa en el desembarco de Alhucemas, que aprovecha para pasarse a enemigo:

Nada más desembarcar en Alhucemas, con unidades francesas y españolas, entré en contacto con dos moros y comencé a suministrarles armas y municiones.

Las justificaciones que da para esa traición, que debería haber pagado ante el pelotón de fusilamiento, están a la altura de cualquier podemita actual. Más tópicos:

Viví entre los bereberes, compartiendo su existencia cotidiana y adoptando sus costumbres. Hay mucha sangre morisca en España, y yo debía tener mi parte. Me parecía lo bastante a un moro como para pasar por uno de ellos.

Tras la pacificación de Marruecos aprovecha una amnistía para volver a España (parece ser que se cansó de los moros). En Madrid trabaja como capataz de una cuadrilla que construye la carretera, Villanueva de la Cañada – Quijorna – Navalagamella, lo que le lleva a establecerse en Quijorna.

Durante la Guerra Civil, en la Batalla de Brunete reservaría para su División la toma de Quijorna precisamente, aunque solo pudo entrar cuando la Quinta Bandera de Castilla que la defendía abandonó el pueblo consumidas las municiones. El Campesino no menciona esta batalla para nada en el libro, lo que da una idea de su fiabilidad.

Por otro lado, asegura que estuvo en la toma del Cuartel de la Montaña, que en realidad tampoco fue tomado, porque los ocupantes se rindieron (serían masacrados después…). Su siguiente cometido habría sido parar a los nacionales en el puerto de Somosierra (tampoco lo consiguieron…). Esto es -imagino- una completa falsedad:

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Hicimos retroceder a las tropas de Mola y no sólo hicimos trescientos prisioneros, sino que también tomamos municiones y camiones que eran muy necesarios. Madrid se salvó.

Para empezar, no retrocedieron, fueron detenidas. Pero lo principal: es imposible de toda imposibilidad que unos milicianos pudieran hacer prisioneros a 300 falangistas o requetés. Y esto es igual de ridículo:

Largo Caballero, el primer ministro, que preparaba el traslado de su gobierno a Valencia, nos pidió al general Miaja y a mí que salváramos la ciudad.

En todo caso, por aclamación, empieza a ser nombrado jefe en aquel ejército panchovillista. También pasó por el famoso Quinto Regimiento, que pretende estaba a sus órdenes

A pesar de la determinación rusa de mantener el Quinto Regimiento bajo el control y la dirección de los líderes entrenados en Moscú, se incorporó a mi mando por orden de Largo Caballero, con la aprobación de los asesores militares rusos.

Más topicazos:

No pretendo que yo mismo no haya sido culpable de cosas feas, o que nunca haya provocado el sacrificio innecesario de vidas humanas. Soy español. Vemos la vida como algo trágico. Despreciamos la muerte. La muerte de un toro en el ruedo, la muerte de un hombre en la guerra, nos parece un final digno.

Una tontería, probablemente falsa:

Este incidente me dejó al mando del Palacio Real, que había sido la residencia de Alfonso XIII. Lo encontré decepcionante, a pesar de su enorme tamaño. Carecía de la magnificencia que yo esperaba.  (…)

Y esa noche, El Campesino, el campesino, durmió en la cama de Alfonso XIII, el último soberano decadente de lo que había sido uno de los imperios más poderosos del mundo.

Aunque no cuenta su rotundo fracaso en la Batalla de Brunete, se refiere a la de Teruel, donde pretende que Líster y Modesto le hicieron una encerrona esperando que muriera en ella. Es cierto en todo caso que tuvo que salir de allí por piernas.

… los comunistas debían ser los últimos defensores de la ciudad, lo que aumentaría su prestigio. Así que me quedé con mis hombres para defender una esperanza perdida hasta el final. Si nos mataban a todos, si me mataban a mí, los comunistas podrían culpar a Prieto de la pérdida de Teruel y de la pérdida de El Campesino. Modesto y Gregorovich habían decidido que yo debía prestar este último servicio al Partido.

Fuera de la ciudad, Líster y Modesto comandaban seis brigadas y dos batallones. Podrían haberme ayudado. No hicieron nada de eso. Peor aún, cuando el capitán Valdepeñas quiso venir a rescatarme, se lo impidieron.

Huye a Orán al final de la guerra, y desde ahí a París, donde los comunistas deciden enviarlo a Rusia con otros comunistas huidos. Estos detalles del viaje y llegada a Rusia son muy interesantes y realistas:

Los funcionarios comunistas franceses me dieron un interminable cuestionario para rellenar, como hicieron con los demás españoles y miembros de las Brigadas Internacionales que iban a ser enviados a la Rusia soviética.

Había unos trescientos cincuenta pasajeros: más de la mitad del Politburó y del Comité Central del Partido Comunista Español, los mandos del Quinto Regimiento y una treintena de dirigentes de las Brigadas Internacionales.

Lo había conocido [a Ilya Ehrenbourg] en España y no me había gustado. Había pasado la mayor parte de la guerra de España en los hoteles más elegantes, se había paseado en los coches más caros, y todo a costa del pueblo español. Oficialmente no era más que el más brillante corresponsal de guerra de Pravda. Pero su íntimo contacto con el ejército ruso y la gente de la G.P.U. en España me hizo sospechar que también tenía otras misiones menos sencillas.

Tal vez debería haber agradecido sus artículos halagadores, pero no lo hice. Por un lado, había publicado una historia de mi vida que estaba llena de flagrantes falsedades. Además, sus maneras aceitosas, teatrales y jesuíticas me molestaban. Intenté mantenerme al margen a bordo, pero parecía pegarse a mí como un abrojo. En un tono azucarado y de manera medio confidencial, medio condescendiente, empezó a darme buenos consejos. Tenía que considerarme sujeto a la disciplina de la Internacional Comunista y no a la del Partido Español. Debido a mi papel en la Guerra Civil, tenía muchas posibilidades de ser considerado como el jefe de los emigrantes españoles en la U.R.S.S., siempre y cuando demostrara que tenía una clara comprensión de mi posición y de sus límites. La verdadera y única patria de los comunistas de todo el mundo era la Unión Soviética, y nuestro jefe indiscutible era el camarada Stalin.

El agitador judío empieza a prepararlo…

Sus palabras me alarmaron y le hice algunas preguntas sobre la Unión Soviética. En un tono suave, me dijo: «Tendrás que prepararte para un shock cuando veas cómo son las cosas realmente. Ustedes, los comunistas extranjeros, han estado idealizando a la Unión Soviética. El socialismo aún no es perfecto. Todavía hay muchas debilidades y fallos, y muchos enemigos y saboteadores».

¿Quiere decir que el paraíso soviético no existe?». pregunté ingenuamente. Con una sonrisa irónica respondió. «El ‘paraíso’ es una invención de la propaganda. Al fin y al cabo, ¿para qué van a conocer la verdad otros pueblos?». Terminó diciendo con gravedad: «España queda atrás. La Unión Soviética es ahora vuestro único país. No lo olvidéis. Y sobre todo, no iniciéis ninguna discusión».

Intenté obtener información de los líderes de las Brigadas Internacionales que habían vivido antes en la Unión Soviética.

Pensé que me dirían la verdad. Pero los encontré bastante cambiados; estaban deprimidos, temerosos o recelosos, pero en cualquier caso inaccesibles. Estaba más que claro que les molestaban mis preguntas y no querían hablar. Sólo los que no habían estado antes en la Rusia soviética se consideraban afortunados de ir allí; los demás parecían preocupados.

Sólo uno de ellos se atrevió a hablar conmigo. Era un veterano comunista alemán que había hecho un buen papel en nuestra guerra. Había sido clasificado como «anarquista» e «indisciplinado», y se había ofrecido como voluntario para el servicio en España para limpiarse de esas marcas negras. Volvía a la Rusia soviética porque había dejado allí a su mujer y a sus dos hijos como rehenes.

Fue este amigo quien me habló por primera vez de las condiciones de trabajo y de la vida de los campesinos y los obreros industriales en Rusia, y del régimen, su burocracia, la policía y el terror.

La escena de la llegada a Rusia es también muy aleccionadora:

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Mis compañeros españoles salieron de su calvario con un aire de triste desconcierto. No protestaron. No les aturdía el cuidadoso registro en sí, sino la rudeza de los agentes del N.K.V.D. al tratar con refugiados comunistas que, al fin y al cabo, no eran del todo desconocidos. Creo que todos empezamos a sentir que nada nos pertenecía ya, que ni siquiera nos pertenecíamos ya a nosotros mismos.

El puerto estaba engalanado con enormes carteles con los retratos de Stalin, Molotov y Beria. Debajo se arremolinaba una muchedumbre cuya vestimenta raída noté incluso entonces. 

Espero que nos ayude a conocer mejor a los demás, para que cada uno consiga el trabajo para el que está más capacitado. ¿Puede darnos información detallada sobre ellos?» 

Lo que vi en nuestro camino por Leningrado fue deprimente. Al lado de las grandes fábricas modernas había casuchas miserables. Popov, que me observaba atentamente, quería saber lo que pensaba. Le pregunté por qué no habían construido casas aptas para que vivieran los trabajadores, si habían sido capaces de construir aquellas maravillosas plantas industriales. Me respondió fríamente: «Todo esto es una transición. Lo importante para la Unión Soviética ahora son las fábricas».

La estación de Leningrado estaba atestada de gente. Muchos estaban tirados en el suelo entre sus mochilas y bultos, en la mayor suciedad.

En el tren nos dividieron en tres categorías. Cada grupo fue enviado a la clase de vagones que, en opinión de los rusos, correspondía a su rango e importancia.

Todo el tren estaba a cargo de los guardias del N.K.V.D., aunque en él sólo viajaban comunistas que habían pasado las pruebas más duras. No nos dejaban bajar del tren en ninguna de las estaciones en las que se detenía, ni siquiera para estirar las piernas, y no se permitía subir a nadie. 

Mi destino, y el de todos los demás que llegaron a Rusia desde España, estaba en manos de un comité especial en Moscú. Estaba formado por cinco españoles: La Pasionaria, su secretaria Irene Tobosco, Modesto, Líster y Martínez Cartón (que más tarde fue enviado a México para dirigir el asesinato de Trotsky; el francés André Marty; el italiano Palmiro Togliatti; y los dos rusos Bielov y Blagoieva, que eran miembros destacados de la Comintern y del N.K.V.D. resolvieron que yo debía ir a la escuela soviética de formación de generales.

En la segunda parte repasaremos la odisea que cuenta sobre su estancia en la URSS.

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