14/05/2024 10:47
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El día de la Paloma, el 15 de agosto, es costumbre celebrar todos los años, una misa en el ruedo de la Plaza de toros de Las Ventas. Los tendidos están vacíos. En el ruedo, allá, en los terrenos de entre el tendido 6 y el tendido 7 se sitúa el altar. Una mesa sencilla da soporte a los corporales. A la derecha del humilde altar se sitúa un cuadro de la Paloma; la advocación madrileña, castiza y popular de la Virgen María. Cuadro que normalmente preside el altar mayor de la capilla de la Plaza de toros de Las Ventas. En esa misa se pide por las almas de las gentes del toro que durante el año han fallecido.

 Se inició esta costumbre el año 1965. Un año antes, el día 15 de agosto, corriendo de salida al primer novillo de la tarde, había muerto el banderillero don Manuel Leyton Peña “El Coli”, y en sufragio de su alma se celebró aquella primera misa

No somos muchos los que acudimos anualmente a la celebración. Solo unas cuantas decenas. Quizás el que seamos pocos favorezca el hecho de que los rezos del sacerdote, los susurros de las oraciones de los que allí nos congregamos, la bóveda infinita de los azules celestes y agosteños, los pétreos tendidos mudos y en soledad, la tierra seca del duro y amarillo ruedo. Todo, y en su conjunto, crea un ambiente de inexplicable plenitud que envuelve el alma de quienes allí nos congregamos. Evidentemente en esas    celebraciones se hace patente, para los que consideramos a Jesús de Nazaret el Salvador de los hombres, el misterio de que Dios, en un determinado momento de la Historia se hiciera hombre, y los hombres nos negásemos a recibirle. Ese gran misterio, al igual que en todas las celebraciones eucarísticas, se muestra nítidamente.

Pero allí, en el ruedo de Las Ventas, surgen innumerables preguntas al margen de los impenetrables ámbitos religiosos, a las cuales solo la bruma de lo ignoto es capaz de responder. Preguntas que con anterioridad otros se han hecho. Interrogantes que nos seguimos formulando muchos con la vana esperanza de desvelar los rasgos vertebradores de nuestra propia personalidad y los modos, formas y maneras de nuestro peculiar estilo de existir.

Se pregunta el doctor don Fernando Claramunt en su Historia de la Tauromaquia por la causa de que, si bien, en la totalidad de las culturas del universo se han eliminado los bovinos de difícil manejo por su fiereza, en la Península Ibérica, por el contrario, se han cuidado con mimo los bovinos más agresivos, para con ellos realizar distintos juegos y rituales diversos. A esa pregunta no se responde el profesor Claramunt en su obra, porque esta cuestión permanece sumida en las profundidades de lo insondable.

Este interrogante queda en el aire. Pero no cabe la menor duda, que cualquier respuesta que a ella se dé, tendrá que ver con las peculiaridades e idiosincrasia del pueblo que se ha comportado de ese modo. Pero penetrar en eso es, sin duda, introducirse en las honduras inescrutables de lo arcano.

Ortega y Gasset puso de manifiesto que esa danza de simpar majeza, de mortal y fúnebre dialéctica entre el hombre y el toro que denominamos Tauromaquia, constituyendo un hito antropológico de primera magnitud, se erige como el reflejo más exacto de la realidad española en cada uno de sus momentos históricos. Don José Ortega y Gasset formula esta afirmación. Incluso llega a decir que aquel que quiera estudiar la Historia de España, antes debiera estudiar la Historia de la Tauromaquia, con lo cual estamos totalmente de acuerdo. Pero ¿por qué? ¿Por qué un pueblo ha mostrado un grado de identificación tal con unos determinados rituales, en los cuales la vida y la muerte danzan en torno a las astas de un toro?… ¿Por qué?.

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Don José Ortega y Gasset no nos da una respuesta. A nosotros solo nos contesta, muy serio y esquivo, el misterio.

Quizás sea Unamuno, quien ha apuntalado los orígenes del toreo en los abismos más profundos del enigma, cuando contemplando las pinturas rupestres de la cueva de Altamira, mirando los bisontes acosados a la carrera por aquellos ancestros nuestros, que con flechas y lanzas se afanaban en su caza exclama:

 Cavernario bisontéo,

 tenebroso rito mágico,

 introito del culto trágico

 que culmina en el toreo.

                                                ¡Ay cueva la de Altamira,

 libre de sol, santo coso

 del instinto religioso,

 que a un cielo de carne aspira!

 España antes de Adán

 y de Eva y su Paraíso

 cuando Dios quiso

 dar hambre por todo pan.

Sí, allí en el ruedo de la Plaza de toros de Las Ventas, el día de la Paloma, surgen mil preguntas en el espíritu de los que sobre la arena seca escuchamos misa. Interrogantes que se introducen en nuestras almas con silencios abarrotados de inescudriñables incognitas..

Dicen que la Plaza de toros de Las Ventas es la primera plaza de toros del mundo. Yo esto no sé si será cierto. Lo que si se, es que para mí es la principal.

A ella acudía muy de niño cuando mis padres celebraban, todos los años, su aniversario de boda. Comíamos en un restaurante, que ya hace muchísimos años cerró sus puertas, y después íbamos los cuatro, mis padres, mi hermano y yo, a los toros.

Aquellos eran días felices.

También recuerdo que, en casa, imitando lo que habíamos visto en la plaza, mi hermano y yo, en una terraza grande, valiéndonos de algún trapo viejo, jugábamos al toro. Uno embestía y el otro toreaba. Y así, turnándonos, pasábamos horas de juego, horas de ilusión, horas de alegría.

Cuando mi madre se fue junto a la Virgen de la Paloma yo seguí yendo a los toros con mi padre. Yo ya era un mozo crecido. Mi padre era mayor y estaba triste. Quizás acompañarle era para mí motivación suficientemente importante. Aunque aquella bella, luninosa, inigualable y heroica tragedia que se desarrollaba en el ruedo, tarde tras tarde, iba calando más y más en los profundos y escondidos recovecos de mi alma.

También, mi padre se fue. Yo seguí acudiendo puntual a la Plaza de toros de Las Ventas. Fue en sus tendidos donde conocí a aquella joven mujer de limpia y amplia sonrisa. Aquella mujer tenía la mirada tan clara que yo nunca pude volver a ver tan diáfana blancura en mirada alguna. Aquella mujer poseía unos ojos de una gran belleza y una intensísima luminosidad, tal es así, que jamás volví a contemplar fulgor con una luz similar en los ojos de una mujer.

El tiempo pasó. Yo pertenecía, entonces, al claustro de la Universidad Complutense, en el seno de la Facultad de Ciencias de la Información. El Departamento Universitario en el cual estaba integrado, organizó unas Jornadas sobre Información Taurina, en colaboración con el Centro de Asuntos Taurinos de la Comunidad de Madrid. Se celebraron en el Aula Antonio Bienvenida, en los bajos de la Plaza de toros de Las Ventas. Su coordinación se me asignó. Al fin, fuí protagonista en Las Ventas. Pero no. Solo se trataba de palabras. Las palabras asesinan la mistérica inescrutabilidad. Tras las palabras la verdad se oculta. A las palabras les gusta mucho jugar al corro con las mentiras. Aquellas jornadas eran bodegas profundas inundadas de palabras. Algunos toreros asistieron a aquellas jornadas. Ellos callaban. La sabiduría suele cabalgar a lomos del silencio. Los toreros son hombres sabios.

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Han pasado ya muchos años. Quizás demasiados. Años que me han ido regalando, sobre los tendidos de la Plaza de toros de Las Ventas, amigos. Amigos que, unos han desaparecido, y otros permanecen. A decir verdad, los que quedamos somos ya muy viejos. Entre toro y toro hablamos de nuestras dolencias. Nos informamos mutua y recíprocamente de las visitas que hemos de realizar a la consulta médica…Pero cuando sale el toro, surge el prodigio. Se terminan los pesares. Un chorro imperioso de vida inunda nuestros espíritus. Se acabaron las palabras. Las miradas absortas se clavan en el ruedo.  Solo, y a modo de tenue susurro, algún breve y lacónico comentario. El toro está en la plaza. Frente a él un torero. Silencio. Ha nacido, renovado, el misterio.

Quizás digan que la Plaza de toros de Las Ventas es la primera del mundo, porque a ella han de venir los matadores de toros a revalidar su alternativa como tales. Dicen algunos que esta categoría la ostenta por la seriedad con la que quedan marcados los festejos que en ella se desarrollan. Otros que por el número de corridas que en su ruedo se celebran. No sé.

 Para mí la Plaza de toros de Las Ventas es la principal porque ella ha constituido una constante, una referencia vital, unas veces más lejana, otras, más próxima, en mi devenir existencial.

Y es por eso, por lo que deseo, ahora que va a dar comienzo la feria de San Isidro, al igual que el amante que en su lecho de muerte, quiere lanzar una última y postrera declaración de amor a su amada, dedicar este artículo a la Plaza de toros de Las Ventas, en su nonagésimo segundo aniversario. Dedicárselo como una terminal y concluyente declaración amorosa, cuyo testimonio se aposente en un ramo de rosas y lágrimas en su propio seno nacidas. En un apretado ramillete de glorias y de lutos que en su mismo ruedo han crecido.

Gloria y luto.

Gloria y luto son los colores en los que está bordado el traje con el que el toreo se viste. Gloria y luto son los colores del atuendo que el misterio luce. Gloria y luto son, quizás, los hilos que hilvanan la existencia humana toda.

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