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Libre recreación de la vida y obras (y milagros he estado a punto de escribir) del ilustre médico, investigador y profesor universitario italiano Giuseppe Moscati (Benevento, Italia, 25 de julio de 1880; Nápoles, Italia, 12 de abril de 1927), en efecto «tan libre recreación» es esta cinta producida por la RAI que no pone suficientemente de manifiesto que el centro de la vida del doctor Moscati era la Santa Misa, la comunión y el Rosario diarios.
Salvo días en que no le fuera posible, imponderables de la humana existencia que afectan incluso a las personas mejores, Giuseppe Moscati inauguraba su jornada muy temprano participando en la Eucaristía. (Por cierto, al igual que el almirante Luis Carrero Blanco, asesinado por ETA en 1973: uno de los recuerdos más nebulosos y primeros que aún conservo del alborear de mi vida; almirante al que la propaganda marxista, separatista, izquierdista y demás, compuesta por indigentes mentales y morales, por auténticos malvados atenazados por el sectarismo ideológico y el odio, se encargó muy pronto de anatematizar: «que si fascista, facha, franquista, neofranquista…») Devoto mariano, imitar a Cristo en el rostro sufriente de tantos enfermos fue el centro de su existencia toda. De modo que una película sobre su vida en que esto no aparece ni siquiera sugerido…
Claro que puede sobreentenderse, en efecto, pues Giuseppe Moscati, el médico de los pobres, de Giacomo Campiotti (en el original italiano, Giuseppe Moscati: L’amore che guarisce), lo deja entrever, lo presupone, la da por supuesto en el espectador; vamos, que da por hecho que el espectador por su cuenta y riesgo debe llegar a la conclusión de que una vida tan ejemplarmente generosa, tan heroicamente santa como la del médico italiano Moscati, no puede entenderse sin esa entrega apasionada al seguimiento de Cristo y de su Iglesia, y a la consiguiente participación frecuente en los sacramentos. Con todo, yo al menos como cinéfilo tal vez de andar por casa sí que habría deseado que la película (realizada en 2007 como miniserie para la televisión italiana; estrenada en 2013 como película) hubiera puesto más de manifiesto este dato incuestionable de la biografía del santo italiano (beatificado por san Pablo VI y canonizado por san Juan Pablo II en 1987).
Pero bueno, a lo que íbamos: claro que este título no es comparable a dos obras maestras del cine de temática religiosa, también de la factoría italiana. Me refiero a Francisco, juglar de Dios, 1950, de Roberto Rossellini (Francesco, giullare di Dio, uno de mis títulos favoritos de toda la cinematografía italiana, en la cual por cierto hay docenas y docenas largas de películas realmente memorables), y a El evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini, cinta del año 1964 (en original italiano, Il Vangelo secondo Matteo). No es comparable, pero esta que nos ocupa no es una película ñoña, cursi, afectada (ñoñez, cursilería y afectación son tres de las principales lacras o defectos por lo común atribuidos al cine de temática religiosa). De suerte queGiuseppe, el médico de los pobres se deja ver, engancha, entretiene, porque es muy probable que en efecto su ritmo narrativo sea ágil.
La película está bien ambientada, y ciertamente las secuencias en que aparece el mar están cargadas de emotividad y de simbolismo: el mar como compañero de juegos entre Moscati y Piromalo, el mar como remanso de paz al margen de la insalubridad de las anexas poblaciones conflictivas y miserables de los barrios españoles de Nápoles…
Y al cuidado de la ambientación cabe añadir que hay no pocos momentos en que los diálogos resultan sumamente interesantes, ilustrativos. Claro que a mi modo de ver igual no está bien expuesta la evolución personal del amigo del alma de Moscati, el también médico Giorgio Piromalo. Este, por culpa o causa de muchos de los momentos de su vida de «vividor, de niño consentido perteneciente a la clase alta de la sociedad napolitana», devino en un hombre caprichoso, bastante desalmado, sin escrúpulos, tremendamente egoísta, crápula (se enamoró de una ramera, habitante de los insalubres barrios españoles de Nápoles, a la que luego de dejar embarazada abandona sin mayor remordimiento), no suficientemente leal a su amigo Moscati. Sin embargo, como sin solución de continuidad o sin que la narración cinematográfica de los hechos explicase con suficiente detalle esa evolución de Piromalo hacia unos hábitos de existencia más equilibradamente honrados, lo vemos enamorarse y enamorar a la princesa Elena Cajafa, el gran amor que al final no pudo ser de Moscati, y como que acaban viviendo felizmente casados.
Película religiosa, o lo que es lo mismo, edificante, nos presenta a la hermana de Giuseppe Moscati: Nina Moscati. Se quedó soltera. Esto es, mujer de misa, comunión y rosario diarios, se ocupó de atender a sus padres y a sus dos hermanos (uno de ellos, Alberto, fallecido muy joven tras sufrir una aparatosa caída de su caballo; desgracia familiar que afectó muchísimo a Giuseppe, con quien tanto quería el malogrado Alberto y…), mientras esperaba la llegada de un pretendiente, de un novio que finalmente nunca llegó, cosiendo día y noche para su ajuar una prenda infinita y que… Salta a la vista que así debió ser la existencia de muchas mujeres en la Europa aún católica: prepararse para un buen matrimonio, aspirar, como gran y a menudo único logro vital, a ser buenas esposas y madres.
Desde luego, no voy a idealizar ese modelo de mujer o de sociedad; no se me ocurre afirmar que no hubiera deficiencias, carencias e injusticias en ese modelo de sociedad y de mujer; asimismo me parece formidable que haya mujeres jóvenes convencidamente católicas con la calidad literaria que atesoran María Vallejo Nájera o Mamen Sánchez, entre otras. Solo que sí que querría, frente al infame feminismo que ha degradado el genio y el ser de la mujer al máximo, reivindicar que mujeres como Nina Moscati, hijas de una sociedad que aún respiraba a Dios en el día a día (por culpa del feminismo precisamente, entre otras ideologías tóxicas y deshumanizantes, hoy día chapoteamos en la apostasía y en la guerra de sexos, España e Italia son un desierto demográfico, etcétera), al menos tuvieron claro que el sentido de la vida es vivir para el amor.
Sí: frente a un feminismo radical y supremacista que ha acabado con el pudor en la mujer, que fomenta sistemáticamente el crimen del aborto y la mentalidad antinatalista, que fomenta el libertinaje sexual, que fomenta el marxismo cultural y la luciferina ideología de género, que fomenta el rechazo y el odio al hombre como forma de trasladar la marxista lucha de clases a los sexos, me quedo con la intuición nuclear de mujeres como Nina Moscati: el sentido de la vida es amar, según nos enseñó también esa gran mística que fue santa Teresa de Lisieux, popularmente llamada Teresita del niño Jesús.
Giuseppe Moscati nunca se casó, ni tuvo hijos (tal vez muriera virgen). De hecho, en torno a la treintena recién cumplida de su vida ya había hecho promesa privada de celibato: se había casado con el ejercicio de la medicina, desde el cual los pobres tenían un lugar preeminente. En verdad consideró ser jesuita, solo que los superiores le hicieron ver que su sacerdocio debía seguir siendo con la medicina.
En Giuseppe Moscati, médico de los pobres, como sabemos libre recreación de la vida del santo italiano, los guionistas, entre los que se cuenta el propio realizador Giacomo Campiotti, incluyen el episodio de un noviazgo de nuestro protagonista con la bellísima Elena Cajafa, princesa italiana. Se conocen en una fiesta-presentación para la alta sociedad aristocrática napolitana. Se enamoran. Hay un propósito firme de casarse. Ella, Elena, en principio está dispuesta a aceptar la entrega incondicional de Moscati a la medicina, particularmente a los más pobres, a los más necesitados (muchos de estos, habitantes de los lugares más insalubres, delincuenciales y peligrosos de los barrios españoles de Nápoles).
Sin embargo, poco a poco la cuerda se va tensando entre él y ella, entre la joven pareja en principio tan ilusionada; esto es, la dedicación de Giuseppe a sus enfermos le exige todo el tiempo, todo su esfuerzo, todo su dinero (acaba vendiendo muebles y otros objetos valiosos de la casa de sus padres en que su hermana y él viven, para así poder comprar medicinas y tratamientos para los enfermos más pobres). Hasta que se rompe: acaban anulando su compromiso, y es como si Elena le acabara reconociendo: «Yo no puedo seguirte, eres demasiado radical para mí, yo aspiro a una familia más convencional, más terrenal, no soy capaz de vivir ese heroísmo que tú sí».
Me viene a la mente un hecho de la vida de Guillermo Rovirosa, alma máter de la HOAC, católico ejemplar del movimiento obrero de inspiración cristiana, y actualmente en proceso de beatificación. Ya totalmente volcado Rovirosa en la promoción de militantes cristianos, un día se encuentra al llegar a su casa, de regreso de uno de aquellos innúmeros cursillos apostólicos, con una carta de despedida de su esposa (no habían tenido hijos): «Me voy, te dejo, no porque no te quiera, sino para no entorpecer tu entrega incondicional a los pobres y al movimiento obrero. No me busques, sería inútil.»
Se llamaba Catalina. Guillermo sí que la busca, llegó a conocer que debía haber ingresado en alguna congregación religiosa, mas nunca volvió a verla. Conozco testimonios, tanto de hombres como de mujeres, que me han sido confesados: ante la posibilidad del casamiento -desde el «bien casarse, probablemente, como Dios manda», no desde el mero fornicar por fornicar, desde apasionamientos decantadamente mundanos-, como también experimentaban vocación al ministerio ordenado o a la consagración religiosa, finalmente acabaron optando por la vocación ministerial o religiosa porque sentían algo así como que «Dios los llamaba a algo más, a una entrega más plena, incondicional, exclusiva. A un amor con corazón indiviso».
«A un amar con un corazón de circo bullanguero», según atinada expresión del misionero claretiano, obispo y poeta Pedro Casaldàliga, ya nonagenario, quien a pesar de seguir equivocado en su posición de adalid de la teología de la liberación, no cabe duda de que a su manera es un místico de la contemplación y la lucha, un enamorado de Jesucristo, amén de un poeta estimable. Desde luego, exactamente esto que estamos considerando se pone de manifiesto en el desenlace final del noviazgo entre Giuseppe Moscati y la princesa Elena.
Cierto o no cierto este hecho en la biografía del médico santo -más bien parece ficción cinematográfica, una licencia de los guionistas-, la que exponemos es la enseñanza espiritual o teológica extraíble de la separación final de la pareja: la incondicionalidad del amor del doctor Moscati hacia el heroico ejercicio de la medicina lo llevó a descubrir la grandeza de un celibato vivido como entrega exclusiva a Cristo a través de los enfermos.
En verdad, la propia doctrina y espiritualidad de la Iglesia reconoce que un matrimonio es camino de santidad. Como que es un sacramento. Y de hecho, en la Iglesia hay matrimonios santos: él esposo y ella esposa elevados a la gloria de los altares. Lo cual quiere decir que en ese descubrimiento de la castidad celibataria que se debió dar en hombres como Giuseppe Moscati no hay un desprecio a la sacramentalidad y santidad del matrimonio y sí más bien un descubrimiento personal (sin duda producto de la acción de la gracia del Espíritu) de una forma específica de seguimiento de Cristo, quien fue casto, célibe, obediente a la voluntad del Padre y pobre.
Tradicionalmente la Iglesia ha considerado que el estado de vida del célibe es superior o espiritualmente más elevado que el estado de vida de los casados, particular cuya profundización escapa a estas líneas. Comoquiera que sea, un tipo de sublimación del amor al alcance solamente de un puñado de elegidos, de locos enamorados de Cristo y de su Iglesia. Para mí, incluso superior al de otras personas que, desde la increencia, desde el ateísmo, desde una ética meramente prometeica, ejercieron de manera también muy generosa y solidaria la medicina, tal el caso del médico, humanista y anarquista andaluz Pedro Vallina, por ejemplo, quien murió ya nonagenario en el exilio mexicano. Comoquiera que sea hoy día, como hace un siglo en tiempos de Giuseppe Moscati, se hacen necesarios, para la nueva evangelización de este mundo paganizado a tope, radicalmente descristianizado, testimonios como el de Giuseppe Moscati. Y desde luego la película que nos ocupa es una manera entretenida de conocer de la vida de este gran hombre.
Máxime ahora en que en España de manera especialmente virulenta estamos sufriendo la pandemia del coronavirus (al igual que en Italia, país hermano de España, latinos sus hijos como nosotros, y la patria natal de Moscati), a cuya extensión han contribuido criminalmente los felones ministros y demás politicastros y asesores de un Gobierno infame e infecto presidido por Pedro Sánchez, y vicepresidido nada menos que por Pablo Iglesias, siniestro personaje aupado al poder por narcodictaduras.
Yo que estas líneas escribo y que también soy católico de misa, comunión y rosario diarios (¡cuánto anhelamos la Eucaristía, Dios santo, ayunos del maná del Cielo en este tiempo de cuarentena!), desde luego estoy muy lejos de la santidad de Giuseppe Moscati, a años luz de la misma, solo que me da por considerar ahora la felonía de Sánchez & cía, el ateísmo destilador de odios y guerracivilista de Pedro y Pablo (Sánchez e Iglesias, popularmente rebautizados como los Picapiedras), la falacia y la insustancialidad de Echeminga Dominga y el niño probeta Errejón…
Farsantes, demagogos, trepas de la política, corruptos, nuevos ricos, enemigos de la unidad de España, enemigos de Dios y de su Iglesia, enemigos del bien común y de la justicia, enemigos de la civilización cristiana, caraduras de tomo y lomo, esbirros del Nuevo Orden Mundial, ¿qué ha tenido que pasar en nuestro país para que esta panda de individuos sin moral ni escrúpulos hayan alcanzado los altos cargos políticos que han alcanzado y los pingües niveles de vida que se gastan? ¿Por qué hemos caído tan bajo? ¿Por qué nos está ocurriendo esto, Dios mío? ¿Tan alejados de Ti estamos que justamente por ello hemos puesto las condiciones para que estos desalmados, que se ríen de nosotros delante de nuestras narices, nos estén gobernando hoy por hoy, es decir, llevando a la muerte y a la ruina?
En fin, siempre nos quedará el testimonio de hombres excepcionales como Giuseppe Moscati. Él comprendió heroica y santamente que el sentido de la vida es la imitación de Cristo, garantía o prenda para la vida eterna. Todos estamos tentados -yo el primero de todos-, más en este tiempo histórico de radical decadencia moral y espectacular injusticia, a buscar la lisonja, el éxito mundano, el enriquecimiento a toda costa, los placeres carnales… Y si sigue siendo cierto, hoy como ayer, como siempre, que el espíritu está pronto pero la carne es débil (Mt 26, 41b), tal vez en efecto hoy día, de manera especialmente virulenta nos asaltan las tentaciones mundanas (mundo, demonio, carne…), ¿el por qué no aspirar a hacer lo mismo que hacen estos desalmados? Muchos de los cuales, desde luego, en verdad no reúnen más méritos intelectuales y morales en sus trayectorias vitales que aquellos que les sirvieran para estar en la cola del paro.
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