Empecemos aclarando que si hay un delincuente en el poder es porque quienes lo han elegido están bien representados. Ante esta situación de decadencia histórica y de falseamiento social que padecemos, la batalla cultural, la necesaria regeneración patria, nunca se obtendrá si se parte de un falso enfoque, si se distorsiona esa realidad que nos dice que tan culpable es el canalla como el que lo eleva a la correspondiente magistratura, para posteriormente reelegirlo una y otra vez consintiendo que disfrute de la poltrona y, en consecuencia, de sus crímenes.
Todos los delitos y escándalos que diariamente llevamos sufriendo con absoluta impunidad desde hace cincuenta años, tienen un corresponsable en el infame populacho. Un pueblo que mayoritariamente desperdicia a los mejores para enaltecer a los ladrones y vendedores de baratijas intelectuales y políticas, es un pueblo -además de repugnante- condenado al fracaso, es decir, a su desunión, a su miseria y a su insignificancia. Porque los menesterosos de espíritu, los votantes burriciegos, los pesebristas, los desclasados, los mediocres, los que no se enteran y los traidores, son también culpables de los cincuenta años de miseria moral, absolutismo, humillación y ruina que padece el país.
Dijo Séneca que no existe nadie tan cobarde que no prefiera caer de una vez a estar siempre colgado, pero esta sabia opinión no va con la inmensa mayoría del pueblo español de nuestra época, porque aquí y ahora el pueblo se muestra tan vil y cobarde -y bien que lo demostró ante la pandemia oficial- que prefiere estar siempre colgado a caer de una vez. Hay que saber guardar en todo la dignidad y el decoro, querer vivir de pie, no genuflexo ni espantadizo como liebre. Algo que a la sociedad contemporánea le resbala.
Porque desde los oficios inferiores hasta las profesiones liberales universitarias, pasando por los educadores, jueces, ejecutivos, intelectuales, artistas, buscavidas y demás público, productivo o no, todo está corrompido. Aquí nadie se salva excepto unos pocos ejemplos de probidad, que alzan como pueden la linterna de su honradez en medio de este tempestuoso y sombrío océano de vileza, en el que las tormentas del egoísmo y de la hipocresía han convertido a nuestra sociedad.
No es que en la España de hoy nadie esté dispuesto a morir por ella o por mero honor, algo impensable en estos tiempos, es que nadie está dispuesto a morir siquiera por su familia, protegiendo a sus hijos, por ejemplo, como se ve con la detestable indiferencia o flojera con que se permite a los pervertidos que abusen diariamente de ellos, depravándolos y arrastrándolos al envilecimiento, en vez de educarlos en civismo y bonhomía. Pero como compensación, sí hay mucha gente sin honor que por mantener su cuota de hedonismo estaría dispuesta a matar si le dejasen.
Porque, en realidad, a la mayoría social no le mueve hoy el valor absoluto que generalmente se ha concedido a la honestidad y a la rectitud, sino la elusión del conflicto moral -de cualquier conflicto- y la procuración de la vida muelle, envolviendo esa actitud despreocupada y disoluta en un impostado buenismo y en un falso talante democrático con el que se consuela y se considera justificada ante sí misma y ante su prójimo e integrada legítima y oficialmente en el rebaño.
En consecuencia, aquél que emprende la tarea de desmitificar esta martingala, exponiendo la verdadera realidad, se arriesga a ser visto como enemigo del hato, pues su ataque frontal al Sistema, retratando a los personajes que deambulan por él y lo sostienen con sus actos, desestabiliza los puntos de referencia que, con un objetivo de permanencia, dan seguridad a los juicios y actuaciones de la muchedumbre.
Por desgracia, los recursos de los hombres de bien para tan gran batalla contra el Sistema, y contra sus esbirros, en general gente de poco valor por sí, pero de mucho poder por la esfera en que se mueven, impunes por la protección de sus amos globalistas, han de estimarse, sin duda, cortos e insuficientes, dado su desvalimiento. Y en este sentido, desde un estricto punto de vista material, resulta de poco consuelo la providencial evidencia de ser ostentadores de la razón, reconocidos y admirados por la verdad y la prudencia.
Y aunque finalmente la virtud acaba resplandeciendo y siendo estimada, pese a estar oscurecida por la insidia del poder y la estrechez de la indefensión, no cabe duda de que, en el transcurso del conflicto, los opositores esencialmente honestos, humanitarios, sentimentales e idealistas se hallan en absoluta orfandad. De ahí que no se les pueda pedir resignación cristiana a quienes, sacrificados y solitarios, soportando una pugna desigual, están convencidos de que hay dos varas de medir diferentes. Ítem más si a las primeras de cambio se les envía al ostracismo o se les vuela con un tiro, con dinamita o con chantajes y cintas magnetofónicas.
Porque detrás de la conjura siempre hay intereses. Los verdaderos instigadores casi nunca se descubren. No dejan de hablar de democracia, de transparencia y de limpieza, pero su forma de gobernar es lo contrario. Un modo de gobernar histórico al que, como expertos trileros, están acostumbrados desde el origen, pues por usanza gobiernan inmersos en una atmósfera mefítica que se obstinan en conservar. Y un verdadero sistema cívico -mejor aún que democrático- no puede hacerse cómplice de cáfilas de bandidos ni de cloacas instaladas permanentemente en el tejido social.
Pero, por desgracia, no se puede contar con las multitudes de hoy para erradicarlo, porque la gran masa de hombres y mujeres coetáneos no amará nunca la honradez y la sabiduría, y postergará, además, la razón por el goce o por una seguridad bovina, siempre aleatoria e indecorosa. Ni permitirá, además, que se le baje del pedestal al que le alzaron los demagogos, ni que se le niegue su utilidad y valor. Así se pueden comprender mejor los resultados electorales: la doctrina de salvación que ofrece la minoría patricia no puede servir de núcleo a una vasta comunidad a menos que ésta se decida a renegar de sí misma.
De este modo, la población persistirá en su falta de opiniones propias, en la aceptación de consignas o lugares comunes, en la disipación, la hipocresía y el vacío más atroces, marchando hacia el abismo ineludible, empujada por unos Gobiernos empeñados en enriquecerse a costa del común y en acabar con todo aquello que contraríe su objetivo y en especial con las manifestaciones críticas. Unos Gobiernos que llevan décadas suprimiendo libertades y mintiendo, y mostrándose cada vez más intolerantes con sus opositores, porque son tan insaciables para la impunidad y el halago como implacables contra la discrepancia. Pero si un esclavo es aquel que no puede expresar su pensamiento, el pueblo español, hoy, es un esclavo voluntario, feliz con su esclavitud o ignorante de ella, que no quiere expresar ninguna idea, y prefiere dejar a los delincuentes que sigan cometiendo sus crímenes.
La misión regenerativa queda, pues, a cargo exclusivo del patriciado. No del hombre, no del prójimo, no del más pobre, ni del más afligido, ni del bueno pasivo, sino del mejor. Por eso decía Nietzsche que amaba al superhombre. El superhombre, hoy, en España, será aquél o aquellos que, poniendo primero en práctica sus ideas, predique luego a los demás lo que él ya realiza; él o ellos habrán de ser lo primero y lo único, el embrión regenerativo. Los hombres y mujeres que España puede amar en esta hora son aquellos que constituyan un tránsito y un ocaso. Un tránsito hacia la libertad, el progreso, la unidad y la gloria, y un ocaso tanto para el hombre vulgar y egoísta, incapaz de tratar a los demás con civismo, justicia y amor, como para los criminales históricos empeñados en destruir al ser humano y a la patria.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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