08/01/2025 09:43
Getting your Trinity Audio player ready...

El profesor Escandell analiza como todas las filosofías inmanentistas desembocan en el nihilismo

José J. Escandell. Profesor de filosofía de instituto. Ha publicado en revistas especializadas trabajos de investigación, en particular sobre antropología filosófica y teología natural. Ha contribuido a la edición de las obras completas del filósofo español Antonio Millán-Puelles (1921-2005), a lo que ha añadido algunos escritos de análisis de su pensamiento.

A modo de introducción, ¿podría definir la inmanencia y la trascendencia en filosofía?

Inmanencia y trascendencia son dos palabras un poco grandilocuentes para referirse a algo muy sencillo: vivir como si solamente hubiera esta vida y este mundo, o vivir con la mirada puesta en Dios. O todo se limita a este mundo y a sus inquietudes, o hay Dios fuera del mundo. Inmanencia y trascendencia son palabras que tienen otros significados, pero creo que ahora nos podemos centrar en estos.

O solo mundo, o mundo y Dios. La alternativa no es “o mundo o Dios”. La afirmación de Dios no es la negación del mundo; solo lo es si se pretende que mundo y Dios son incompatibles. Desde luego, los teístas que adoramos al Dios de Aristóteles y de San Agustín no podemos aceptar que Dios es la negación del mundo y que el mundo es la negación de Dios. Hay, sin embargo, creyentes y ateos que no aceptan esto.

Ateos como Feuerbach o Sartre sostienen que entre Dios y el mundo hay una alternativa innegociable. Para que el hombre sea hombre, para que el ser humano pueda vivir como ser humano, es necesario que Dios no exista. Hay también teístas, es decir, gentes que aceptan la existencia de Dios, que por eso mismo niegan que el mundo sea algo positivo. Es, por ejemplo, doctrina clásica de Lutero que el hombre es puro pecado y que la salvación realizada por Cristo se encuentra por encima de un mundo que es también puro pecado.

Hay “inmanentismos”, es decir, doctrinas que pretenden que no hay más que este mundo y que esta vida, y sanseacabó. Y hay “trascendentalismos”, o sea, sistemas de pensamiento que niegan el mundo en nombre de Dios.

Pero no se trata de aprovechar que la virtud está en el justo medio para ofertar y defender una trascendencia como Dios manda, porque no se trata de hacer equilibrismo centrista y moderado. La virtud siempre es un extremo, porque es una cumbre entre dos vicios. Quienes sostenemos que existe Dios, que es el puro Ser que existe por sí mismo (como bien dice Aristóteles), y que luego se encarnó por gracia para la redención del ser humano (como confiesa la Iglesia Católica), declaramos que el mundo fue creado por Dios, fue manchado por el pecado del hombre, permanece como escenario de la salvación de los hombres y será transfigurado -no destruido- al Final de los Tiempos.

La metafísica, por tanto, por definición, va más allá de la mera inmanencia de la materia…

Esta pregunta, en forma de apunte sugerente, es enormemente importante. Porque aparece ahora la metafísica. En medio de la universal locura en que se ha convertido nuestra tan exaltada civilización occidental, la metafísica ha venido a ser una extravagancia. En el colmo, proliferan adictos a la Teosofía y a la Nueva Era que quieren encumbrar sus desvaríos -a veces no lejanos del satanismo- al amparo de la metafísica. El teísmo corriente -al menos el que percibo en nuestra triste Europa- hace tiempo que renegó de la metafísica. Sean muestras de ello personajes tan reputados como el teólogo K. Barth o el insufrible H. Küng. Hoy la palabra metafísica no suscita en la mente el nombre de Aristóteles, sino el del ateo Martin Heidegger.

Entiendo por metafísica aquella ciencia suprema que Aristóteles desplegó a partir de las semillas sembradas por Platón. La restauración del teísmo católico pasa inexorablemente por la de la metafísica (cosa, por cierto, reconocida por San Juan Pablo II en Fides et ratio). Dicho de una manera menos lacónica y simplona: poner de nuevo en vigencia una fe limpia y sana en Dios creador y redentor requiere, por parte de los intelectuales, volver a cultivar la metafísica realista clásica.

Hay que recordar que metafísica es el saber relativo a aquello que se encuentra “más allá” de lo físico: “meta-physica”. Ruego que se me disculpe la pedantería, que es inevitable. Un personaje como Aristóteles -ajeno, por mera cronología, a toda influencia cristiana- dio por sostener seriamente que existen realidades distintas de la materia. Es decir, seres inmateriales, que, por ser inmateriales, están más allá de este mundo material. En el extremo está, por encima de todo, Dios, que es el Motor Inmóvil. Y lo dice un pagano. La metafísica bien hecha es, por definición, trascendencia y protección frente a la inmanencia.

El mundo está hecho de materia. El aire, los océanos, las montañas, los bosques, las bestias… Todo es material en el mundo. La metafísica muestra que hay algo más. Y se trata de un conocimiento que no requiere de la fe religiosa, por mucho que lo rechacen los inmanentistas.

No podemos pasar por alto que hay doctrinas metafísicas que han pretendido ser, a la vez, trascendentes e inmanentes. El panteísmo existe desde los tiempos más remotos, aunque en nuestros días se ha difundido, más o menos explícitamente, por muchas zonas de la cultura occidental. La gran figura histórica representativa del panteísmo es el filósofo B. Spinoza. El panteísmo es la ingeniosa doctrina que sustituye la dialéctica entre Dios y el mundo por la confusión de ambos: Dios y el mundo son lo mismo.

Los teístas tienen que esforzarse por encontrar el verdadero y delicado equilibrio entre Dios creador y el mundo creado; lo que el panteísmo hace es liquidar el problema en su raíz. Muerto el perro, se acabó la rabia. El problema es que, para aceptar el panteísmo, hay que admitir que lo finito (el mundo) y lo infinito (Dios) son lo mismo. Eso es una contradicción, como señaló el gran Garrigou-Lagrange; y una contradicción no puede ser verdad. El panteísmo es un círculo cuadrado, una contradicción con patas, un sinsentido, a pesar de su eventual éxito cultural. No puede ser verdad que lo finito y lo no finito son lo mismo.

En cierto modo, con Ockam empezó la decadencia del pensamiento escolástico medieval. ¿Qué importancia e influencia tendría el nominalismo en la filosofía que vendría después?

Hay un esquema muy difundido de la historia de la filosofía que hace de la Edad Media cristiana (siglos IX a XIII) su punto culminante, tras el cual sigue una decadencia -acelerada por la Ilustración del XVIII- que llega hasta nuestros días. Ockham fue un fraile franciscano que vivió en el siglo XIV y que figura como disidente de la Iglesia. Aunque suele considerarse a Descartes, en el siglo XVII, como el creador de la filosofía moderna, también suele ponerse a Ockham como el precursor del camino que llega hasta el pensador francés y que se continúa después de él.

Hay que ser muy cautos con los juicios históricos. Es la historia una ciencia muy delicada, en la que es esencial no dejarse llevar por esquemas fáciles o por leyes de simetría. Como suele decir el Prof. J. Paredes, la historia es la historia de la libertad. Yo añado: es la historia de la libertad, y también de la Providencia. En cualquier caso, la historia es imprevisible en buena parte.

Hechas estas prevenciones, hablemos un poco del nominalismo, que es en realidad el protagonista de la pregunta. Ockham es nominalista. Se denomina “nominalismo” a la doctrina filosófica según la cual las ideas (los “universales”) son convenciones, no representación de algo real: solo son universales los nombres (en latín, nomina). He aquí un concepto que puede resultar arduo para el lector, así que no tendré más remedio que extenderme un poco.

Autores como Aristóteles (s- IV a. de C.) o Santo Tomás de Aquino (s. XIII) entendían que entre las cosas que encontramos en el mundo hay elementos comunes. Por ejemplo, entre un oso y una patata hay en común el que ambos son seres materiales vivos. En consecuencia, nuestra idea de “ser material vivo” se corresponde con algo real, con algo efectivo y auténtico entre las cosas. Por el contrario, quienes se inclinan por el nominalismo niegan que haya algo común entre ninguna cosa, sino que cada una es un individuo completamente distinto de cualquier otro. Un oso no tiene nada que ver con una patata, y viceversa. Mi siquiera un oso tiene nada que ver con otro oso: el que los llamemos a ambos “oso” es, a lo sumo, por pura comodidad, pero no porque entre ellos exista una naturaleza compartida.

Para los nominalistas, la rotunda individualidad y separación mutua entre las cosas en el mundo se corresponde con la declaración de que son ficticias las ideas comunes, generales o universales. Esta posición, que puede parecer algo rebuscada y poco significativa, tiene, sin embargo, graves consecuencias. Por un lado, la realidad es una acumulación de seres perfectamente distintos y aislados unos de otros. El mundo es un saco de cosas disparatadas. Por otro lado, nuestro conocimiento con ideas generales es solamente una convención que, ciertamente, se refiere a las cosas, pero que no ofrece una representación auténtica de ellas. Ello quiere decir que el ser humano es ciego (que, desde luego, está mal diseñado) y que el conocimiento es una invención meramente aproximativa -en el mejor de los casos- de la realidad.

LEER MÁS:  NOTA DE PRENSA. Ayuntamiento de Torrelodones contra demolición de la presa de Los Peñascales

¿Cómo se pudo admitir algo tan disparatado como suprimir los universales y qué consecuencias tuvo?

La difusión del nominalismo implica el triunfo de la convicción de que la realidad no es accesible al ser humano. Que no podemos conocer la realidad tal cual ella es. El realismo metafísico clásico sostiene que el hombre está abierto a lo real, aunque no pueda abarcarlo exhaustivamente. El nominalismo sostiene que el hombre no está abierto a lo real, sino que, en su ceguera, a tientas, él mismo se crea representaciones que emplea como lazarrillo en el mundo. Las diferencias entre realismo y nominalismo son nítidas, y las consecuencias respectivas, tremendas. Me limitaré a señalar con brevedad solamente dos.

Si el ser humano no es capaz de acceder a la realidad, entonces no se diferencia significativamente de los animales. Las vacas y los grillos solo conocen los colores, los sonidos, los sabores, etc., de las cosas. Como se expresa en terminología aristotélica, su conocimiento es solamente sensorial. Y si solo se dispone de los sentidos, entonces no se puede conocer lo que las cosas son. Porque lo que las cosas son no es algo sensible: el concepto de pollo no es ni su color, ni su sabor, ni su olor, etc. Ni las vacas ni los grillos tienen conceptos. Por lo tanto, están como piensan los nominalistas que estamos también los hombres, es decir, sin posibilidad de conocer lo que las cosas son. Quizás hay diferencia en cuanto que los hombres podemos crear conceptos, pero que solamente son representaciones ficticias.

Así, pues, no es esencialmente diferente el conocimiento humano del conocimiento animal. En consecuencia, no somos esencialmente diferentes los seres humanos de los demás animales. Pero entonces, ¿por qué hay que respetar la vida inocente de un bebé y no hay que preservar la de un cordero lechal? El realismo metafísico de Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino defiende con entusiasmo las chuletillas de lechal a la brasa (que, por cierto, están carísimas) mientras aplaude que el bebé sea felizmente amamantado por su madre y se opone con uñas y dientes al aborto provocado.

No estoy haciendo filigrana intelectual. El animalista P. Singer, o su profeta en España, J. Mosterín, y todos los secuaces de ambos, promueven con entusiasmo el aborto, la eutanasia y cualquier falta de respeto a la dignidad específica de la persona humana basándose en que no hay diferencia esencial entre el hombre y los demás animales. La idea ya había dominado entre los eugenistas evolucionistas del siglo XIX.

La segunda consecuencia que vale la pena considerar ahora es que el nominalismo pone en crisis la libertad del hombre. Quiero decir, la libertad entendida como capacidad psicológica de elegir. La elección libre necesariamente requiere que se conozca la realidad: si no sabemos cómo son las cosas, no podemos sopesar sus respectivos valores auténticos. Elegir a ciegas es lanzarse al azar o al capricho. El azar y el capricho son simulaciones de la libertad. Pero, como hemos visto, el nominalismo niega que tengamos verdadero acceso a lo real. Luego el ser humano va a ciegas -o, al menos, en penumbras- entre las cosas. En tales condiciones, elegir es como echar los dados o como lanzarse según a cada cual le parezca.

Después del nominalismo, ¿se distorsiona también el realismo entre racionalistas y empiristas?

El nominalismo es típicamente medieval y parece extenderse durante el renacimiento. Hacia el siglo XVI, más o menos, aparecen en filosofía las tendencias racionalista y empirista. El más señalado representante del racionalismo es Descartes (1596-1650) quien, a mi juicio, quiere mantenerse dentro del realismo. Como también lo pretende otro racionalista posterior, Leibniz (1646-1716), y también Wolff (1679-1754), ya en el siglo XVIII. Los racionalistas sostienen que es la razón humana la protagonista de nuestro conocimiento, y no la experiencia. Los empiristas -y Locke (1632-1704) es el central, antes de Hume (1711-1776)- piensan exactamente lo contrario, es decir, que la experiencia es lo principal y que la razón solo tiene parte secundaria en el conocimiento. Los empiristas enmiendan la plana a los racionalistas movidos también -en general- por el afán de defender la auténtica realidad.

(Habrá que dejar dicho, para evitar confusiones, que el concepto de racionalismo en filosofía no es el mismo que el que suelen manejar la teología católica y el Magisterio de la Iglesia. Ya he descrito qué es racionalismo en filosofía. En teología, racionalista es el que sostiene que debe rechazarse todo aquello que excede a la razón humana y, en particular, la fe sobrenatural. El racionalista filosófico pone en segundo plano la experiencia, mientras que el racionalista teológico se enfrenta con la fe. Cabe la posibilidad de ser racionalista en los dos sentidos, pero uno no supone el otro, de manera que es posible ser racionalista en un sentido y no en otro).

Empirismo y racionalismo son dos extremos, que desequilibran la relación entre la razón y la experiencia en el conocimiento humano. Ambas líneas quieren ser realistas, incluso aunque en algunos autores haya mucho de nominalismo, en particular entre los empiristas. Ese desequilibrio no es sin detrimento del conocimiento auténtico de la realidad, lo cual es particularmente patente en la filosofía de Kant (1724-1804), cuyo papel histórico no puede ser exagerado. Ante racionalismo y empirismo, Kant elaboró el “idealismo trascendental”, que viene a ser como el híbrido resultante de la combinación de ambos. Pero es como el “oso hormiguero”: el imposible de un ser mitad hormiga, mitad oso.

A continuación, el idealismo, opuesto al materialismo, se alejó de la filosofía realista. ¿Dónde radica su error?

En su famoso librito Introducción al tomismo, C. Fabro muestra con agudeza que el realismo tomista ha tenido una vigencia histórica mucho menor de lo que se piensa. Es verdad que la Summa de Santo Tomás estaba en el altar, junto a la Biblia, durante las sesiones del Concilio de Trento. Pero el tomismo, y su fuente, el aristotelismo, son inestables, son filosofías con unos equilibrios internos tan primorosos que resulta muy difícil su pervivencia. Hay mucho mito en esto del dominio histórico del tomismo en ambientes intelectuales católicos. Y al hablar del tomismo me estoy refiriendo, también, al realismo metafísico en general.

Hay que reconocer, con todo, que la Iglesia Católica -que no tiene ni una teología ni una filosofía de escuela oficiales- en Trento se aprovechó ampliamente del tomismo, hasta el punto de que es muy arriesgado para un católico alejarse mucho del pensamiento de Santo Tomás sin alejarse al mismo tiempo de la fe auténtica. Ratzinger consideró providencial que el cristianismo primitivo se encontrara con la filosofía greco-latina y se aprovechara de ella todo lo posible. Lo mismo pienso yo que pasa con el pensamiento tomista.

Dicho lo cual, tomemos ahora en consideración otro peldaño de la filosofía en su historia, de distanciamiento respecto del realismo, según la invitación que usted me hace: el idealismo. Propiamente, el idealismo se inaugura con la filosofía de Berkeley (1685-1753), es decir, en el siglo XVIII, el de la Ilustración. Hay quienes piensan que ya el propio Descartes (que era católico) era idealista; yo no lo veo claro y más bien me inclino por pensar que la del francés quiere ser -aunque con escaso éxito- una filosofía realista. Berkeley (por cierto, obispo anglicano) fue quien formuló con la mayor precisión la tesis esencial del idealismo, con el llamado ”principio de inmanencia”. Ser es ser percibido: esse est percipi. Las cosas del mundo parecen ajenas a nosotros, pero, en rigor, solamente son pensamientos de una mente que las piensa. Es la antítesis del realismo. Hemos llegado a las antípodas del realismo.

El idealismo encontró en Kant un primer impulsor, pero alcanza su cénit con Hegel (1770-1831), hace apenas un par de siglos. Desde entonces, la discusión del idealismo y del principio de inmanencia ha monopolizado la atención de los filósofos, hasta que la propia filosofía ha entrado en crisis de disolución con el crecimiento y difusión actuales del nihilismo postmoderno.

LEER MÁS:  Virtudes Aguilera habla de la reparación eucarística según la beata Alexandrina María Da Costa. Por Javier Navascués

A veces se ha dicho que la película Matrix es una verídica representación del idealismo, porque crea una situación en la que no hay modo de saber qué es real y qué no lo es. No estoy de acuerdo con esto. La tesis idealista no niega la diferencia entre lo real y lo irreal, sino que identifica la realidad con el pensamiento. El pensamiento no es irreal.

El idealismo parece una borrachera y una locura. Sin embargo, personajes como Feuerbach, Bauer, Stirner, Marx y Engels -la llamada izquierda hegeliana- han visto en el idealismo un tremendo fraude, a la vez que han querido encontrar en él, como oculto y disfrazado, el materialismo. No puede negarse que estas propuestas materialistas han triunfado en el plano de la influencia pública, aunque, desde luego, puede discutirse si esos materialismos han conseguido refutar suficientemente el idealismo o si, por el contrario, no son más que idealismo boca abajo.

Parece, sin embargo, que el empirismo es un error peor que el racionalismo, porque niega la existencia de toda realidad que no se puede comprobar. ¿Es esto así?

El empirismo, como el materialismo, pegan nuestra mirada a la tierra. Nos hacen mirar de continuo hacia el suelo, como las vacas que pastan. Es verdad que lo que vemos con los ojos, lo que palpamos con las manos, se impone a nuestro conocimiento como contacto innegable con la realidad. Pero también es verdad que hay más, mucho más. Habrá que decir que nuestros sentidos también pueden engañarnos, como lo hacen cuando los ojos nos muestran un remo quebrado que está medio metido en el agua. Sin embargo, es más importante darse cuenta de que, incluso cuando nos limitamos a constatar que estamos mirando un papel blanco, lo hacemos no solamente con la vista, sino también con la razón. Una vaca no puede reconocer un papel blanco.

Por eso tiene, en este sentido, más peligro para el teísmo y para la trascendencia el empirismo que el racionalismo. El exceso del racionalismo es el exceso del que se embriaga con la riqueza y plenitud de lo racional y de lo espiritual. El triángulo que, por así decir, merece la pena pensar es el triángulo pensado, y no tanto el triángulo que dibujo en un papel. La geometría trata del triángulo ideal, no del triángulo que hay en el papel, cuyos rasgos son imprecisos y, a la vez, completamente individuales. En el triángulo dibujado no se cumple el teorema de Pitágoras, porque sus lados no son perfectamente rectos, ni sus vértices son del todo puntiagudos, etc. El teorema de Pitágoras -toda la geometría del triángulo- solo es verdad para los triángulos ideales, para la idea de triángulo.

El racionalismo exagera el campo que se abre a la razón, y por eso tiene la tentación del idealismo. Por sus excesos, el racionalismo y el idealismo arruinan el ámbito de lo trascendente. Dios es entonces solamente una idea. Pero el empirismo es inexorablemente inmanentista y, en consecuencia, es de suyo ateo o, si acaso, no tiene más remedio que refugiarse en el fideísmo, como última tabla de salvación de la trascendencia.

El positivismo de Comte es mucho más cercano al empirismo que al idealismo y muestra una inmanencia radical.

Una vez más se ve que la historia es sorprendente. Un caso particularmente interesante es el del positivismo de Comte (1798-1857), a quien las historias de la filosofía no suelen prestar, en general, la atención destacada proporcional a su influencia. En la bandera misma de Brasil hay una frase suya: «Ordem e Progresso». En medio de sus muchísimas extravagancias y de su precaria salud mental, Comte dio a luz una filosofía que, arrancando de un explícito inmanentismo, pretende, sin embargo, construir sobre él también una trascendencia de imitación.

Lo positivo es lo que puede constatarse. Positivismo es decir que solamente es verdad lo que puede constatarse. En este sentido, la filosofía de Comte parece un empirismo, porque el eje del conocimiento es, para él, el contacto con la experiencia. Lo que puede constatarse es lo que puede experimentarse. Sin embargo, su justificación del principio de que solamente vale lo positivo es muy débil, como no puede ser de otra manera: porque no es positivo que todo es positivo; no es una verdad experimental que solamente es verdad lo experimentable. La doctrina de Comte, y todo el empirismo, penden de un elemento no justificado e injustificable con sus propios principios.

Vivir como vacas “pacientes”, mirando siempre solamente al suelo -a lo “positivo”-, es insufrible. La religión de la Humanidad, fundada por este francés, es un sucedáneo. Para Comte, el ser supremo es la Humanidad, y a ella se debe culto y reverencia como a lo sumo sagrado. ¿Qué puede haber, para un positivista, más elevado que la Humanidad? Hasta podría decirse que semejante ideal es poco positivista. Sin embargo, podríamos reconocer la Religión de la Humanidad en todas las ideologías que niegan la trascendencia real y la sustituyen por la filantropía; idea, por cierto, muy familiar a demasiadas instituciones católicas, las cuales, sin embargo, deberían sentir repugnancia ante una promoción “meramente humana” del hombre. La UNESCO, los Rotarios, etc.

Se cumple también la ley inexorable de que la ceguera mental es contagiosa, porque es efecto del orgullo.

¿En qué medida todas estas corrientes filosóficas han heredado parte de los graves errores de Lutero?

Me causa mucha incomodidad mencionar a Lutero (1483-1546) cuando resulta que el Papa Francisco se ha esforzado en rehabilitarlo. Me molesta especialmente la grosería grotesca y obsesiva de Lutero por ultrajar al papado, con expresiones y hasta dibujos de un soez y una vulgaridad insoportables. Pocas personas han tenido un papel más negativo en la historia de la humanidad: ¿Arrio? ¿Mahoma? Por no mencionar la porosidad de los católicos actuales -en particular, de los teólogos- a las doctrinas protestantes.

Con el idealismo y el materialismo del siglo XIX, Alemania se convirtió en norma y medida universales del pensamiento, sobre todo de la filosofía y de la teología. El cristianismo ha sido apresado por Alemania, cuyas propuestas se limitan, en general, a sacar consecuencias del inmanentismo en cualquiera de sus modalidades. Hoy en día no es posible ser agustiniano, tomista o siquiera escotista: no se tiene por filósofo o teólogo a quienquiera que se niega a trabajar en el marco de referencia del complejo idealista-materialista alemán. Importa tener en cuenta que el idealismo y el materialismo alemanes se cría en ambientes protestantes.

Es lo que explica precisamente, al menos en parte, la aparición del personalismo entre los pensadores católicos, teólogos o filósofos. El personalismo, en general, constituye una reflexión filosófica y teológica que, al margen de la abandonada tradición realista, quiere aprovechar elementos del pensamiento moderno inmanentista para comenzar una nueva navegación, que restaure el realismo y el cristianismo en la modernidad. Se parece mucho al realismo crítico, promovido especialmente en Lovaina a primeros del siglo XX: partiendo del idealismo, querían llegar al realismo; ahora se trata de partir de la mundanidad del hombre para recuperar a Dios.

No quiero alargarme. Aparte de otros muchos, K. Wojtyla y J. Ratzinger han querido recorrer, cada uno a su manera, y en términos globales, el camino personalista. A mi juicio, aunque sea preciso reconocer innegables logros de esta vía, por ella no se llega ni a la suela de las sandalias de Santo Tomás.

¿Por qué en el fondo todas estas filosofías inmanentistas acaban desembocando en el nihilismo?

Fuera de Dios, nada.

Por Javier Navascués

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
Suscríbete
Avisáme de
guest
1 comentario
Anterior
Reciente Más votado
Feedback entre líneas
Leer todos los comentarios
Maruja Montenegro

PROFESOR ESCANDELL, TIENE RAZON FUERA DE DIOS NADA.

PERO SOBRE TODO DEJARNOS DE RODEOS Y DE CUMPLIR LOS MANDAMIENTOS ESTO ES LA BASE PRINCIPAL, Y DEJARNOS DE DARLE VUELTAS A LAS COSAS

1
0
Deja tu comentariox