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Este último domingo, la ciudadanía chilena dijo No al proyecto constitucional que enderezaba a ese país de Sudamérica hacia el concepto de un estado plurinacional. Tres años atrás, siete de cada diez chilenos habían votado a favor de la derogación de la constitución de 1980, marco legal surgido de la época pinochetista al que se quiere superar con una nueva Carta Magna. El mismo pueblo dijo dos veces NO. En circunstancias diferentes y ante proyectos disímiles. Materia de análisis para politólogos, sociólogos y encuestadores. Pero más allá de tales resultados, que abrevan en la ciclotimia o en la esquizofrenia colectivas, remito al lector a un principio que ya he enunciado más arriba, y que hace referencia al concepto de estado plurinacional, una bandera que los progresismos y las izquierdas han levantado como fundamento de una mayor tolerancia, un mayor reconocimiento de los pueblos originarios – en este caso, la nación mapuche – o un destacable acto de revancha ante lo que se llama el predominio blanco, por los americanos descendientes de europeos. Y he aquí que mis convicciones y mi espíritu de raciocinio se hallan de bruces con este planteo, pues el acto de derogar la homogeneidad legal de un estado, representa, de alguna manera, el fin del estado liberal, en concordancia más con un principio “novo imperial” como el que rigiera en los tiempos del imperio habsbúrgico español. Es decir, que si decretamos el cese de la república unificadora y codificada que impusieran los liberales americanos desde el siglo XIX, lo que parecería renacer es el multiproceso legal que sustentara las bases del sistema jurídico medieval. Pero, pero… a no apurarse. Porque la intención no es, ya lo sabe bien el lector, hacer de un estado liberal moderno un reino de felicísima fidelidad, sino un desbarajuste que favorezca la desintegración y, por lo tanto, el más fácil sometimiento de los nuevos estados o naciones reconocidos a la fagocitación de los intereses internacionales, o de sus intereses capitalistas enmascarados. Porque bajo la vestimenta autóctona de coloridos tonos que recuerdan a los ancestros aborígenes, palpita el deseo de una fragmentación territorial favorecida por la explotación de los recursos naturales de esas regiones.

Quizás el NO de esta jornada plebiscitaria haya sido una reacción primera a ese intento. En la mente de algunos chilenos con los que he podido dialogar, se denota una desconfianza hacia este proceso necesario de reforma constitucional, no por la variación de los poderes y sus mandatos, ni por la incorporación de derechos que ponen felices a los progresistas de toda laya, sino por el comienzo de una desintegración de la que se intuye su oscuro manifiesto utilitario, todo bien ocultado detrás de la cacareada cháchara en defensa de los derechos de los pueblos. Una inversión, podríamos decir, del concepto de nación que desgaja a un estado, no por quebrantamiento del derecho de los pueblos, sino por aviesas intenciones de más largo plazo.

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Del mismo modo que España vive un proceso disolvente que niega su historia, nuestras naciones americanas se encaminan a la inexistencia. La plurinacionalidad esgrimida no es lo mismo que la multi legalidad de los reinos, los fueros que permitían las libertades naturales, sino el fondo de un pozo de derechos anunciados que se entrometen, con corrección política, en la verdadera libertad. Cuando la emancipación independentista de los reinos americanos fue el combustible de la partición de estas tierras en innúmeros estados, la nación mapuche luchó del lado de los realistas. La corona había reconocido su reino, y sus formas de convivencia. Fueros, como aquellos que se convirtieron en lema de otras luchas en la península. Ahora, en la centrífuga marea que arrastra a estas tierras, no se trata de fueros, sino de espurios intereses económicos. Y el votante chileno lo sabe.

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