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Educar a las nuevas generaciones resulta una de las mayores responsabilidades que debería tener una sociedad. Abrir la puerta del conocimiento, puerta que se afirma en la Belleza, requiere de mano firme: esa mano, que con buen tino la historia otorgó a los docentes – aquellos que “conducen” hacia el saber – debe ser firme, debe ser fuerte, para que quien se apoye en ella avance con seguridad, en esa búsqueda que enaltece la tarea y el camino de la humanidad hacia su grandeza.

De no ser así, lo que aparece ante el titubeante andar es el escándalo, el tropezón diríamos. Ese es el sentido de la cita bíblica que coloqué como epígrafe de estas reflexiones. Tropieza quien no ve, quien no conduce, quien confunde. Cae la inocencia, la inocencia de quien aguarda ser llevado con firmeza, con sabiduría. Maestro y discípulo deben confiarse el uno al otro, pero la responsabilidad es toda del adulto. Si no, el escándalo los hará caer a ambos, aunque el golpe será más duro para el más joven.

Por ello el otro término que se enlaza con aquél es el de la inocencia. Quien espera aprender, se entrega en cuerpo y alma: en esa bella concesión, lo que lo mueve es el deseo del conocimiento, y para ello se desnuda de sus prejuicios, tranquilo, porque la mano que lo conduce despierta en él la confianza que aleja el temor. Si nada de ello existe, si es el recelo o el odio lo que alimenta la educación – el resultado no será educación, sino resentimiento – entonces la tarea se enloda con las frustraciones que el adulto transmite al joven, dándole de beber no el agua clara de la belleza, sino la miasma de su propia podredumbre.

El asombro es la fuente de la curiosidad que motiva el conocimiento. Que ese asombro no se convierta en ideología sobreimpuesta es otra tarea del buen docente. Pero para ello hace falta una tenaz convicción interior: saber qué es el Bien, y saber qué es el Mal. Saber que la luz ordena, y que la oscuridad enceguece. Saber que la inocencia aguarda, y que la mano curtida debe custodiar lo que se le ha dado para crecer. Alumno deriva de “alugere”, que en latín significa “el que comienza a crecer”. Si la mano aplasta el retoño, lo que queda es muerte; si al gajo le falta tutor, lo que crece es planta torcida.

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En unos años, cuando estas generaciones se paren ante los espejos de su adultez, pedirán cuentas a sus docentes. De la confusión que se les ha transmitido como libertad surgirá el índice acusador. Y en su fuero interno – aunque quizás haya casos de acciones más directas – buscará la piedra de molino que anegue en el fondo del mar a aquellos que lo llevaron de la mano por sus propias oscuridades. Camino del escándalo.

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REDACCIÓN