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Cuando los constituyentes surgidos de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 afrontaron la tarea de definir para España un nuevo marco jurídico constitucional en el que desarrollar el ejercicio de la convivencia, lo primero que tuvieron que realizar fue un inventario, según Roca, de los problemas que, en principio, la Constitución debía resolver o, en todo caso, examinar.
La España recién salida de un largo régimen autoritario, cuyos fundamentos y legitimación se apoyaban en la victoria de una cruenta y dramática Guerra Civil, recuperaba de golpe los viejos problemas de España; los de siempre o, en todo caso, los que desde hacía siglos habían marcado la historia de esta gran nación. Con la libertad afloraba la España escondida durante cuarenta años. Pero esta afloración debía enfrentarse, además, a dos nuevos problemas surgidos de la propia herencia del sistema: por un lado, para muchos ciudadanos, la Historia de España era la que la visión unitarista y centralista del antiguo régimen les había enseñado; y por otra parte, el largo periodo que había durado había asociado a su presencia viejos símbolos de la España de siempre, pero que en aquel momento y hasta el presente se identifican como símbolos del régimen del Generalísimo. Banderas e himnos se asocian más al régimen que a la Nación.
Para muchos ciudadanos de algunos territorios como Vascongadas y Cataluña, la aceptación o valoración del régimen democrático es más o menos sentida y eficaz, en la medida en que se da respuesta a un deseo secular de dotarse de un amplio autogobierno.
La ambición de vascos y catalanes de dotarse de un amplio autogobierno tiene raíces profundas que, para los primeros se remontan al siglo XIX con las Guerras Carlistas y, para los segundos en el siglo XVIII cuando eligieron el bando perdedor de los Austrias en la Guerra de Sucesión a la corona española. Y cuando un problema hace tiempo que está planteado, se debe aceptar, como mínimo, que existe. Y sigue existiendo el problema porque desde hace unos años, aparecen voces que presentan las ambiciones independentistas como un invento de unos cuantos alocados, desconocedores de la Historia real de una España idílica, integrada sin problemas desde hace siglos. Pues bien, esto es simplemente falso y así lo asumieron los constituyentes del 1977.
No es un problema surgido como reacción a una supuesta y falsa represión cultural, política y social del régimen autoritario del Generalísimo; ello también estaba allí, pero venía de más lejos y hubo momentos recientes en los que se pudo remediar, sobre todo en Cataluña, por el General Primo de Rivera.
Por ello, sin lugar a dudas, la estructura autonómica de España, reflejada en la Constitución de 1978, tiene marcado acento catalán. Es cierto que en esta reivindicación se coincidía también con Vascongadas, pero la peculiaridad de su régimen foral dio a su posición un matiz distinto. La Constitución de 1978, en su título autonómico, es el resultado de una negociación de los parlamentarios del conjunto de España con los parlamentarios catalanes, fue el resultado de una lucha conducida principal y fundamentalmente desde Cataluña. La primera reivindicación era su identidad; la autonomía, la consecuencia.
La Constitución generalizó el régimen autonómico para todas las Regiones de España. Para otras muchas Comunidades la autonomía no fue el fruto de ninguna reivindicación histórica, ni una reivindicación asociada a un sentimiento de identidad. Fue algo que, claramente, convenía darlo a todos para diluir el impacto que políticamente podía tener.
La generalización ha evitado, solo en parte, o, en todo caso, limitado el uso del agravio comparativo como motivo de enfrentamiento entre los distintos territorios de la Nación.
Pero la generalización no excluye que la mención constitucional de «regiones y nacionalidades» quería tener un sentido, no fue fruto de ninguna licencia literaria. Quería decir algo y, desgraciadamente, lo está diciendo ahora.
Y al final, esta contradicción en los términos constitucionales ha estallado y no cualquier excusa o pretexto sirve para poner de relieve «la peligrosa» vía española hacía el desgarramiento y la autodestrucción, sino cosas de gran importancia.
El hecho cierto es que la implantación y desarrollo del modelo autonómico ha sido mucho más fácil de lo que podía preverse al tiempo de su definición. A pesar del gran número de trasferencias practicado, el nivel de conflictividad asciende año tras año y da la razón a los que vieron en este sistema conflictos secesionistas.
Y aquí empieza el auténtico debate. Cuando se habla de nuevas ambiciones se está señalando un horizonte al margen de lo que es la realidad de España como Estado-Nación. Detrás de ello se esconde una gran deslealtad constitucional. La deslealtad de invocar el nombre de la Constitución en vano. Hoy en España la mayoría acepta la constitución; comprende, a veces mejor que sus políticos, las exigencias y consecuencias de la realidad cultural de España y cree que el desarrollo autonómico de España ha sido, hasta no hace mucho tiempo un éxito. En este punto se encuentra ahora el debate identitario entre «lo español» y «lo catalán» y «lo vasco». Comprendo a los que se resisten a aceptar una identidad española como residual, es decir aquella que no es ni está, ni aquélla ni la de más allá; simplemente lo que sobra. Una identidad española hecha a retazos, con un poco de esto y otro poco de aquello. España existe y es, como Estado y como Nación; y su desarrollo autonómico es una prueba de esta realidad.
Pero, sorprendentemente, Cataluña vive mal este éxito.
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