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Todo conocemos la sentencia “el número de tontos es infinito” atribuida a la Biblia (aunque yo no la he podido encontrar, a pesar de que algunos me han dado la ―referencia exacta‖ ante mi fracaso en hallar la cita; en mi Nácar Colunga no aparece ese texto). De tan conocida y usada ha perdido toda su fuerza y la oímos con la misma rutina que el ―¡buenos días!‖; nadie se lo toma en serio, cuando mi experiencia personal me dice que es una de las mayores desgracias de la Humanidad: ¡la infinita necedad humana!
He llegado a pensar que, si lo imposible fuera posible, o sea, si Dios pudiera cometer el más mínimo error, esa ―infinita estupidez del género humano‖ podría considerarse un fallo del Creador.
El insigne poeta francés Paul Claudel, cuando visito España –y después de recorrer los pueblecitos de Castilla– sentenció: ―¡Qué cultos son estos analfabetos!‖. Y es que, a pesar de parecer una paradoja, la sabiduría es independiente de la erudición,
como la luz lo es del Sol. Es sabio quien conoce para que recibió el don de la vida y es un necio integral quien lo ignore, –aunque sea Premio Nobel–, pues semejante desconocimiento le hace malgastar la vida. ¡El súmmum de la estupidez!
La mayoría de nuestros antepasados pensaban así y obraban en consecuencia, mientras que hoy –después de tanto adelanto técnico– es una minoría los que lo creen. Es más, muchos de los considerados grandes investigadores proclaman su ateísmo y su desprecio por la vida trascendente y eterna, cuya existencia niegan. No ha mucho leía una entrevista a uno de esos ―sabios científicos‖ y su última frase fue presumir por su negación de la existencia de Dios.
Doy por sentado que, en su engreimiento, confunden el mérito de ―descubrir algo‖ con verse agentes de la Creación. Ciertamente su trabajo y su capacidad para llegar al ―éxito de un descubrimiento‖ tienen su valor pero no mayor que del de cualquier hombre que trabaja diariamente y bien, en cualquier otro oficio. Ni el uno, ni los otros ―crean nada‖… Uno ―descubre‖· y los otros ―aprovechan los descubrimientos‖ pero ninguno es capaz de traer a la existencia simple mota de polvo. Sólo Dios ha creado lo que unos descubren y los otros utilizan. Hay que ser tonto para olvidarse de esta realidad ineludible.
Cuando terminé la lectura de la entrevista aludida solo se me ocurrió un comentario: ―¡Pobre hombre!, ¡está convencido de que es un genio y se olvida de lo efímero que será su orgullo!‖
Lo comentado me lleva una serie de consideraciones para que los lectores no me mal interpreten, Admiro a los ―investigadores‖ como a todo aquél que emplea bien su vida en contribuir a que su generación y las futuras vivan mejor, pero me considero en la
obligación de contribuir igualmente con mi parte a ese objetivo trasmitiendo mis conocimientos y mi experiencia. Y mostrando mis discrepancias con lo que considero erróneo. Por ejemplo, me parece un complejo ―raro‖ –pues no sé cómo clasificarlo—la obsesión por no ser tachados de ―maestros‖ que se manifiesta diciendo: ―Yo no pretendo dar lecciones a nadie…”
En esos casos, mentalmente, me digo a mí mismo: ―¡Pues yo sí…!‖.
Empecé enseñando, con dieciséis años y nueve meses, como profesor de una clase de niños entre 9 y 14 años y 10 de media y fui docente hasta los veintinueve, y luego seguí enseñando a cuantos tuve a mis órdenes como jefe o empresario. Mi obsesión ha sido enseñar siempre lo que sé y conozco. Pocas cosas hay tan hermosas como trasmitir conocimientos y experiencias. Nunca he desaprovechado las ocasiones de disfrutar haciéndolo.
Si he publicado tres libros, redactado –y distribuido—´unos mil “boletines de información y criterio”, muchos más miles de escritos; si he dado decenas – centenares—de charlas, sin cobrar un céntimo, ha sido porque valoro el poder enseñar. Sin complejos. Y siempre con un objetivo principal: contribuir a la reducción de ese infinito número de tontos.
Me anima a ello el ejemplo de nuestro divino Maestro que vino a la tierra, no solo a redimirnos, también a revelarnos toda la Verdad que salva a los hombres y que ordenó a sus apóstoles que fueran por el mundo, bautizando –pero antes ―enseñando‖- – lo aprendido de Él. Los católicos, especialmente, tenemos obligación de hacer lo mismo, pues esa obligación va incluida en cuanto tales.
Desgraciadamente –y repito una vez más lo que es leitmotiv preferido en mis escritos y charlas– “los hijos de Satanás son más listos y organizados” que quienes servimos a la Verdad, Eso se traduce en que, ―ellos‖ nos han ganado la batalla del control de los medios de comunicación y, por lo tanto, dirigen y manipulan la opinión pública, por lo cual, es necesario trabajar el doble para intentar contrarrestar ese dominio. No podemos olvidar que ese infinito número de tontos es el terreno ideal para ampliar el inmenso rebaño de borregos que pastorean los servidores del Diablo.
Piensen que, sin el ―infinito número de tontos‖, no puede explicarse que, a pesar de lo que ocurre en España, aun voten a Sanchez millones de españoles… Nunca entenderé que seres racionales — capaces de tomar decisiones inteligentes– se dejen engañar payasos de la política.
Autor
- GIL DE LA PISA ANTOLÍN. Se trasladó a Cuba con 17 años (set. 1945), en el primer viaje trasatlántico comercial tras la 2ª Guerra mundial. Allí vivió 14 años, bajo Grau, Prío, Batista y Fidel. Se doctoró en Filosofía y Letras, Universidad Villanueva, Primer Expediente. En 1959 regresó a España, para evitar la cárcel de Fidel. Durante 35 años fue: Ejecutivo, Director Gerente y empresario. Jubilado en 1992. Escritor. Conferenciante. Tres libros editados. Centenares de artículos publicados. Propagandista católico, Colaboró con el P. Piulachs en la O.E. P. Impulsor de los Ejercicios Espirituales ignacianos. Durante los primeros años de la Transición estuvo con Blas Piñar y F. N., desde la primera hora. Primer Secretario Nacional.
Si los tontos volaran no se veria el sol y mas de uno lo tendria pegado a el