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Hace ya tiempo, mucho tiempo, llegué a la conclusión de que para hablar con Dios no me hacen falta intermediarios, es decir, que no necesito a los curas. Hablando de sacerdotes, muy pocos me he encontrado en esta vida que hayan merecido la pena. Pero volviendo a la idea inicial, me reafirmo en ella: yo puedo hablar con Dios directamente, mientras doy un paseo por el campo, o aprovechando el tiempo que facilitan las largas noches de insomnio, aunque también es cierto que el estar en una iglesia propicia el diálogo con Dios, y, en mi caso, cuanto más vacío esté el templo, mucho mejor.

Y yo con Dios hablo de tú a tú, como se habla con un buen amigo (en este caso, con un buen Padre), aunque a veces me ayudo de las oraciones que me enseñó mi pobre madre, a la que aún recuerdo, moviendo mis torpes manos infantiles, para enseñarme a hacer la señal de la cruz. Hace ya de eso tanto tiempo…

Y cuando uno habla con Dios, de forma sincera, Él te escucha y te contesta, y lo hace a través de nuestra conciencia, ese eco interno que nos recuerda qué hacemos bien, o en qué nos estamos equivocando. Y es que a la conciencia de cada uno no podemos esquivarla, aunque haya personas que la silencien, y vivan engañados toda su vida, aunque en tal caso, allá ellos… con su conciencia.

A pesar de lo dicho anteriormente, he sido un fiel cumplidor del precepto dominical de asistir a misa; lo he hecho por fe, sí, pero también por tradición, esa que mis padres me inculcaron cuando uno estaba forjando su personalidad. Bien es cierto que, la mayoría de las veces, mientras el cura pronunciaba su homilía, mi mente se escapaba a los lugares más insospechados, incapaz de soportar (mi cabeza, digo), las perogrulladas con las que muchos curas me castigaban los domingos. Y así, con la mente puesta en otro sitio, iba uno pasando buenamente el rato, hasta que llegaba el momento de la comunión, ese instante sublime de mi fe, ese momento indescriptible en el que sentía que me hacía partícipe del amor infinito que Dios me profesa, como hijo suyo que soy, comiendo yo su Cuerpo y, a veces, bebiendo su Sangre, ¿habrá mayor muestra de cariño que ese, que el de la entrega del Creador a nosotros, a través de su propio Hijo?

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Y así fueron pasando los años, y las décadas… La última misa a la que asistí fue el domingo 8 de marzo de 2020, por razones obvias, pues el sábado siguiente, el presidente del Gobierno de nuestra nación decretó el Estado de Alarma, o como se llamara aquello, y nos encerró a todos en nuestras casas. Entonces empecé a seguir la misa por Televisión Española, ya que, a las diez y media de la mañana, la segunda cadena de la televisión pública, ofrecía la misa dominical, dentro del programa “El día del Señor”. Y la verdad es que algunas de esas misas me hicieron mucho bien, pues mi ánimo en aquellos días, como el de tantos españoles, no estaba como para tirar cohetes.

Hasta que un día, para mi desgracia, apareció en le televisión, para decir la misa, el arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, y me apartó de forma definitiva (ojalá me equivoque), de cumplir con el precepto de la misa dominical.

Su voz ahuecada (la de Osoro, digo), su verbo vacío, su solemnidad impostada, su pose, falso, sus artificiosos ademanes, esos ojos entornados que parece que va a entrar en trance (aunque en ese momento él está pensando en los euros, no se engañen ustedes), en fin, la presencia de un ser tan abyecto, me hizo coger el mando a distancia (qué gran invento), apagar la televisión y salir a dar un paseo… al patio de mi casa, claro está, porque a otro sitio no podía ir.

La poca simpatía que le tengo a este arzobispo, creo que es compartida por muchos católicos de los que yo llamo “del montón”, es decir, “normalicos”, como yo, que creemos, pero sin estridencias, que respetamos a la Iglesia, pero sin caer en la beatería.

Y es que me dolió, hasta herirme el alma, que, como arzobispo de Madrid, no hiciera absolutamente nada para oponerse a que un templo de su Archidiócesis (la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos), fuera profanada por el Gobierno, para sacar los restos mortales de un bautizado, y no de un cristiano cualquiera, sino de alguien que hizo que la Iglesia gozara de unos privilegios que, aún hoy, sigue disfrutando.

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Y con respecto a los benedictinos que custodian el Valle de los Caídos, no es que no tuviera un mínimo gesto para apoyarles en su noble lucha para evitar la profanación de su templo, es que además los traicionó, diciéndoles una cosa en privado, y haciendo después justo lo contrario de lo que les había prometido.

Podría seguir, contando los criterios (las artimañas, más bien), que se siguieron para nombrar a sus tres obispos auxiliares (auténticos meapilas, los tres), que conozco bien, no ya sólo las artimañas, ojo, sino también a uno de esos obispos auxiliares, porque es de mi pueblo, y por eso precisamente me tengo que callar ahora mismo, porque entre paisanos tenemos que cuidar las formas.

Lo dicho: que, para hablar con Dios, no necesito intermediarios, y menos a clérigos falsos como Carlos Osoro, ese de la voz ahuecada, el verbo vacío y la solemnidad impostada. Dios está dentro de cada uno de nosotros, sólo tenemos que hablar con Él y escucharlo. El día que los cristianos comprendamos esto, la Iglesia, como negocio de los curas, se habrá acabado. Pero entonces Osoro no se irá al paro, ya se habrá encargado él de asegurarse un buen retiro, aunque para eso haya tenido que vender lo que sea preciso, incluso sus principios (si es que los tiene), como antes vendió a los benedictinos del Valle de los Caídos, aunque lo que no sabemos todavía es a qué precio lo hizo.

Autor

Blas Ruiz Carmona
Blas Ruiz Carmona
Blas Ruiz Carmona es de Jaén. Maestro de Educación Primaria y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tras haber ejercido la docencia durante casi cuarenta años, en diferentes niveles educativos, actualmente está jubilado. Es aficionado a la investigación histórica. Ha ejercido también el periodismo (sobre todo, el de opinión) en diversos medios.