03/05/2024 13:28
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Con ansia llevo esperando toda la vida una ley como la conocida popularmente como “Ley Trans” que acaba de ser publicada en el BOE. Y es que esta ley me permitirá, por fin, cambiarme de género sin tener que hormonarme ni operarme de nada; ni siquiera tendré que ponerme una peluca con tirabuzones:  me bastará con acudir al Registro Civil y firmar un documento manifestando que soy una mujer y eligiendo un nombre que esté en consonancia con mi nuevo género. Pero…¿acaso ahora me gustan los hombres? No; de ninguna manera. A mí solo me gustan las mujeres y cuanto más guapas mejor;  así que tendré que explicarme para que mis lectores lo entiendan y se hagan cargo de mi situación. Aunque biológicamente soy un hombre y no tengo ningún rasgo físico femenino, me autopercibo como una mujer lesbiana. Eso sí, una mujer de gustos y comportamientos varoniles. Porque el hecho de que quiera cambiarme de nombre, de acuerdo con mi autopercepción de género femenino, no me obliga a vestirme o a acicalarme  como suelen hacerlo las mujeres: yo nunca me pintaría los labios ni me pondría una falda o unos tacones de aguja para salir a la calle, que eso me parecería una auténtica… -no sé cómo decirlo para no ofender a ningún colectivo; digamos que me parecería un auténtico despropósito desde el punto de vista estético. Y sobre gustos no hay nada escrito, salvo esta propia ley a la que me refiero.

Así que ya tengo concertada cita para cambiarme  de nombre. Y a partir de ese momento tan deseado para mí me haré llamar Manolita-Chen; pero no como  homenaje a la famosa vedette transexual de igual nombre artístico (a la que desde aquí mando respetuosos saludos) sino, en realidad, porque me identifico con el chino franquista Chen  Xiangwei, ese que abrió un bar en Usera lleno de banderas de España al que iban a tomar el aperitivo todos los policías que pasaban por la zona. Hace poco se mudó de local sin salir del barrio, pero su simpatía es la misma y sus aperitivos iguales de buenos. Y es que a mí, con independencia de su ideología -en la que no voy a entrar para no meterme en líos- me caen muy bien los cocineros chinos que se enamoran de todo lo español y saben hacer paellas.

Pero no voy a desviarme (quiero decir del tema principal del que estoy hablando). Voy a cambiarme de género con solo firmar un documento  y a partir de ese día me dedicaré  a preparar una oposición para entrar en el Cuerpo de Bomberos, donde las mujeres hemos sido tradicionalmente discriminadas porque tenemos menos fuerza física que los hombres para sujetar una manguera durante horas o para cargarnos a la espalda a una persona inválida y bajarla por una larga escalera para librarla de un incendio. Y es que yo, aunque tengo el cuerpo de un hombre, no tengo el cuerpo que quisiera: la naturaleza fue injusta conmigo. Cuando veo una película de  Arnold Schwarzenegger y después me miro en el espejo, una lagrimilla de envidia se me escapa por  los ojos mientras acude a mi mente el deseo imperioso y un tanto insano de revivir como protagonista la bíblica escena de Caín y Abel, con la diferencia de que si yo pudiera acercarme al famoso actor y golpearle en la cabeza con una quijada de burro lo más probable es que él se quedara incólume como si le hubieran sacudido la caspa con una boina y yo saldría malparado, quedándome, además, sin la posibilidad de que me concediera un autógrafo, pues una cosa no quita la otra. Y es que, volviendo al tema que nos ocupa -ya que no hago más que desviarme-, para entrar a trabajar en el Cuerpo de Bomberos lo importante no es salvar vidas ni apagar incendios, sino tener una verdadera vocación de servicio público, como la mía. Y esta Ley Trans, por fin, nos reconoce a las personas más vulnerables de la sociedad -como las mujeres por autopercepción cognoscitiva- los mismos derechos ya reconocidos a las demás participantes del colectivo femenino que les permiten competir ventajosamente contra los hombres para acceder a ciertos puestos de trabajo que tradicionalmente se asignaban  a varones fortachones y musculosos, no gestantes, de un modo totalmente discriminatorio. Hay que tener en cuenta, desde una perspectiva de género,  que lo importante en el desempeño de un trabajo de estas características no es el resultado efectivo que se consiga sino la intención de hacerlo bien, que, como la buena fe contractual, se presume siempre. Y como no podría hablarse de verdadera igualdad si a los que somos varones por mera apariencia se nos exigiera, para acceder al Cuerpo de Bomberos, someternos a las durísimas pruebas físicas que se exige al resto de los varones, que lo son por convencimiento puro y duro, desde que yo me declare mujer y gracias a esta nueva ley  podré aspirar a mi legítimo sueño de ser bombera, porque ya he leído con detenimiento el programa que contiene las pruebas que las mujeres deben superar y está totalmente a mi alcance: soy perfectamente capaz de sujetar una regadera llena de agua durante media hora antes de cambiar de brazo; también tengo la habilidad necesaria para  sujetar el palo de una fregona haciendo malabarismo sobre un dedo durante dos minutos y, más aún,  no me pongo nervioso -perdón: nerviosa-  cuando se me incendia el aceite de una sartén: el truco de ponerle una tapadera encima es muy efectivo.

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Así que ya me imagino en plena acción, enfundado en mi traje masculino de bombera, con mi casco y mi regadera, intentando apagar  todos los incendios que se me encomienden. Mi gran sueño profesional es que si pasara alguna terrible desgracia y se incendiara -Dios no lo quiera- el Palacio de  la Moncloa, estando  allí reunido el Consejo de Ministros, tuviera yo la suerte de ser destinado a apagar ese fuego y me viera en la tesitura  de cargar sobre mis espaldas al presidente Sánchez y sacarlo vivo para que pudiera seguir durante mucho tiempo legislando y concediendo derechos a las personas tan desfavorecidas como yo. Y ese sería mi día de gloria, el más feliz de mi vida,  tanto si consiguiera salvarlo como si, debido a mis particulares condiciones físicas,  solo hubiera podido cargar con el peso de su maletín: al fin y al cabo la intención es lo que cuenta.

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Federico Goded Nadal

Simplemente brillante.

Gloria

Mi opinión es que el autor, que por cierto escribe muy bien, dice que se «autopercibe» parodiando el lenguaje de los políticos.

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