05/10/2024 20:03
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En estos días he tenido ocasión de escuchar el discurso de un diputado de una de las 17 Asambleas que tenemos en España en el que con toda la razón del mundo se reprochaba a los comunistas su totalitarismo. Aducía para ello una reciente Resolución del Parlamento Europeo que condena los totalitarismos que provocaron tanto la Segunda Guerra Mundial como la desmembración de Europa impuesta por el telón de acero. Después, y muy gráficamente, les hacía ver a esos mismos comunistas, ahora en el Gobierno, que mientras ellos siguen esgrimiendo el manido y ya desfasado antifascismo, resulta evidente que no encontramos fascistas ni nazis entre nuestros políticos, pese a lo cual tenemos que empezar a soportar otra vez a comunistas totalitarios que ensalzan a Lenin y a Stalin.

Aunque el discurso del diputado estaba muy bien, es obvio que no daba en el blanco porque por más que cantemos las excelencias de nuestra maltrecha y agonizante democracia, los ataques de los antifascistas no van dirigidos en absoluto contra esa democracia, de la que por otra parte ellos se aprovechan muy bien, sino contra España como nación, al haber sido la única que derrotó al comunismo. Y para los totalitarios esa herida ni se cierra ni se puede cerrar.

Se trata pues del mismo odio que terminó enterrando a la República y que ahora quieren resucitar. Pero Franco no hizo tan mal las cosas. Cuentan los nietos de los fusilados salvajemente en Paracuellos que siempre se sintieron heridos porque Franco nunca quiso ir a visitar el camposanto donde siguen estando los restos de los cinco mil españoles que allí fueron asesinados, verdaderos rehenes del gobierno de la República atemorizado ante el avance de ejército nacional.

Sin embargo el gesto de Franco no fue ni fruto de una inadvertencia ni mucho menos de olvido o menosprecio, sino la prueba más palmaria de que él quería construir, como lo hizo, una nueva España y eso era imposible si se hubiera cultivado el dolor y hasta la legítima animadversión de las víctimas de semejantes fusilamientos. Una España nueva tenía que construirse a partir del perdón ofrecido y aceptado por todos los contendientes a partir de la Cruz.    

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Claro es que estos antifascistas de hoy han aprovechado bien la coyuntura para revitalizar el odio totalitario ya que por una parte la Reforma Católica ha reblandecido la moral y las virtudes cívicas del pueblo español y por otra la jerarquía de esa misma Iglesia se ha dedicado a resucitar los nacionalismos, con la incomprensible complicidad eso sí de una Europa que estuvo a punto de colapsar por causa de esos mismos nacionalismos.

Cierto es que la pandemia ha venido a ofrecer a esos mismo ideólogos del totalitarismo una ocasión única para acelerar la demolición del tejido industrial de pequeñas y medianas empresas que en España constituye la base del orden económico y social; no obstante lo que está claro es que sin el apoyo de los partidos políticos vinculados a las multinacionales, los monopolios, la gran industria y en general las sociedades que controlan las fuentes de energía, el ruido de esos agitadores, que sueñan con la pobreza generalizada para auparse ellos al poder de administrarla, no tendrían la mínima importancia.

El problema está pues en las minorías rectoras que ante esas fuerzas izquierdistas y nacionalistas, optando unas veces por una cooperación innoble y otras por un reproche hueco y falso, se muestran incapaces de reaccionar ante el comportamiento de quienes por otra parte no son otra cosa que el pelotón de los torpes del nuevo orden mundial que se anuncia demoledor de las soberanías nacionales.

Por tanto, no nos equivoquemos y no entremos en el juego del antifascismo; el enemigo era la Cruz y lo seguirá siendo. Y será así aunque la Iglesia jerárquica, como san Pedro, se esconda y no quiera dar la cara.

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REDACCIÓN