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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de los caballos de la biblia y los caballos del apocalipsis.

LOS CABALLOS

DE LA BIBLIA

Indudablemente, la historia del caballo es tan antigua como la historia del hombre, a pesar de que no sepamos cómo se llamaban los animales que montaban Adán y Eva para recorrer el Paraíso ni cómo era la «pareja» de equinos que Noé encerró en su barca cuando lo del Diluvio Universal.

La primera mención del caballo que se hace en la Biblia está en el Génesis y en torno al famoso José de las siete plagas de Egipto. «Acabado el dinero del país de Egipto y del país de Canaán -se lee en el texto bíblico- vinieron todos los egipcios a José, diciendo: «Danos pan. ¿Por qué hemos de morir en tu presencia? Pues el dinero se ha agotado». Entonces contestó José: «Entregad vuestro ganado, y os lo daré por vuestro ganado, si es que se ha acabado el dinero». Trajeron, pues, sus ganados a José, y José les dio pan a cambio de caballos y de rebaños de ovejas y de vacas y de asnos…» Lo que quiere decir que dos mil años antes de Jesucristo el llamado «pueblo de Dios» ya conocía el caballo y se servía de él para las tareas agrícolas y domésticas. Bueno, o que al menos los egipcios así lo hacían.

Después, en el Éxodo, puede leerse cómo el faraón de Egipto persigue a los israelitas con toda su caballería, y los «sucesos» del mar Rojo. «Entonces Moisés -dice-y los hijos de Israel cantaron este cántico a Yahvé.» Dijeron así:

 

Cantaré a Yahvé

por su altísima gloria;

arrojó al mar al caballo y su jinete.

Yahvé es mi fortaleza

y el objeto de mi canción. Él me ha salvado;

Él es mi Dios a quien celebraré,

el Dios de mi padre, a quien he de ensalzar.

 

(Este pasaje del paso del mar Rojo y lo que Yahvé hizo con los carros y los caballos egipcios puede leerse también en el Deuteronomio… cuando los israelitas caen en la infidelidad.)

Por cierto, que en este mismo libro sagrado se dice también esto: «Entrado que hubieres en el país que Yahvé, tu Dios, te va a dar, y si después de haberlo tomado en posesión para habitarlo, dijeres: «Yo quiero poner sobre mí un rey, como lo tienen todas las naciones que me rodean», pondrá sobre ti por rey solamente a aquel que Yahvé, tu Dios, elija; establecerás por rey sobre ti a uno de en medio de tus hermanos; no podrás poner sobre ti un extranjero que no sea hermano tuyo. Pero no tenga para sí muchos caballos, ni haga volver al pueblo a Egipto para tener más caballos, pues Yahvé os ha dicho: «No volváis nunca jamás por este camino»».

Esta «prohibición» de multiplicar la caballería nace del deseo divino de poner el amor sobre la fuerza…, como puede verse en los versos del Salmo 32 del otro libro bíblico:

 

No vence el rey por un gran ejército;

el guerrero no se salva por su mucha fuerza.

Engañoso es el caballo para la victoria,

pues todo su vigor no salvará al jinete.

 

Con todo, después del tiempo de David, los caballos se volvieron más comunes en Palestina y se generalizó su empleo en la guerra. Hasta el punto de que en el Libro de Job puede leerse la mejor descripción antigua del caballo de guerra. Ésta:

 

¿Das tú al caballo la valentía,

y revistes su cuello con la airosa melena?

¿Le enseñas tú a saltar

como la langosta,

a esparcir terror

con su potente relincho?

Hiere la tierra,

orgulloso de su fuerza,

y se lanza al combate,

riéndose del miedo;

no se acobarda,

ni retrocede ante la espada.

Si oye sobre sí el ruido de la aljaba,

el vibrar de la lanza y del dardo,

con ímpetu fogoso sobre la tierra,

no deja contenerse

al sonido de la trompeta.

Cuando suena la trompeta,

dice: ¡Adelante!;

huele de lejos la batalla,

la voz de mando de los capitanes,

y el tumulto del combate…

 

Pero en la Biblia hay más caballos, especialmente los caballos de la «ficción simbólica»: los del profeta Elías («Mientras seguían andando y hablando, he aquí que un carro de fuego y caballos de fuego separaron al uno del otro y subió Elías en un torbellino al cielo», Libro de los Reyes); los del enviado celeste a Heliodoro, el ministro de Hacienda del rey Seleuco de Asia («mas el espíritu del Dios todopoderoso se hizo allí manifiesto con señales bien patentes, en tal conformidad que, derribados en tierra por una virtud divina cuantos habían osado obedecer a Heliodoro, quedaron como yertos y despavoridos. Porque se les apareció montado en un caballo un personaje de fulminante aspecto y magníficamente vestido, cuyas armas parecían de oro, el cual, acometiendo con ímpetu a Heliodoro, le pateó con los pies delanteros del caballo», Libro de los Macabeos); los de los cinco personajes misteriosos que combaten junto a Judas Macabeo, el libertador judío («mientras se estaba en lo más recio de la batalla vieron los enemigos aparecer del cielo cinco varones montados en caballos adornados con frenos de oro, que servían de capitanes a los judíos»); el del arcángel san Gabriel («mientras que iban marchando todos con ánimo denodado se les apareció, al salir de Jerusalén, un personaje a caballo, que iba vestido de blanco, con armas de oro y blandiendo la lanza. Entonces todos a una bendijeron al Señor misericordioso y cobraron nuevo aliento, hallándose dispuestos a pelear no sólo contra los hombres, sino hasta contra las bestias más feroces, y a penetrar muros de hierro»), y por último, los caballos del Apocalipsis. Pero de éstos y de cuanto escribe san Juan, así como del famoso caballo que montaba san Pablo el día de su conversión, yendo camino de Damasco, hablaremos en los siguientes capítulos.

LOS CABALLOS

DEL APOCALIPSIS

El Apocalipsis del apóstol san Juan es, sin duda, el libro más raro y más apasionante de la Biblia y el Nuevo Testamento. Apocalipsis es igual a «revelación», y en este caso revelación de la segunda venida de Cristo a la tierra. Es el último de los libros bíblicos y su contenido es todo él un juego de símbolos y profecías encubiertas. Parece ser que san Juan lo escribió para las siete iglesias de Asia… «Yo, Juan -se lee al comienzo del mismo-, hermano vuestro y copartícipe en la tribulación y el reino y la paciencia en Jesús, estaba en la isla llamada Patmos, a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús. Me hallé en espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una voz fuerte como de trompeta que decía: «Lo que vas a ver escríbelo en un libro y envíalo a las siete Iglesias: a Éfeso, a Smirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardes, a Filadelfia y a Laodicea». Me volví para ver la voz que hablaba conmigo y, vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros, alguien como Hijo de hombre, vestido de ropaje talar y ceñido el pecho con un ceñidor de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; sus ojos como llama de fuego; sus pies semejantes a bronce bruñido al rojo vivo como en una fragua; y su voz como voz de muchas aguas. Tenía en su mano derecha siete estrellas; y de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su aspecto era como el sol cuando brilla en toda su fuerza…».

Después el Apocalipsis entra en la descripción de las siete cartas, los siete sellos, las siete trompetas, la lucha con el Diablo y el Anticristo y las siete últimas plagas y las siete copas… (Sobre El último sello realizó una gran película Ingmar Bergman.)

Pero el apartado que más interesa a esta obra es aquel que lleva por título Los cuatro caballos y que dice así:

 

«Y vi cuando el Cordero abrió el primero de los siete sellos, y oí que uno de los cuatro vivientes decía, como con voz de trueno: «Ven». Y miré, y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba tenía un arco, y se le dio una corona; y salió venciendo y para vencer. Y cuando abrió el segundo sello, oí al segundo ser viviente que decía: «Ven». Y salió otro caballocolor de fuego, y al que lo montaba le fue dado quitar de la tierra la paz, y hacer que se matasen unos a otros; y se le dio una gran espada. Y cuando abrió el tercer sello, oí al tercero de los vivientes que decía: «Ven». Y miré, y he aquí un caballo negro, y el que lo montaba tenía en su mano una balanza. Y oí como una voz en medio de los cuatro vivientes que decía: «A un peso el kilo de trigo; a un peso, tres kilos de cebada; en cuanto al aceite y al vino no los toques». Y cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto viviente que decía: «Ven». Y miré, y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre La Muerte; y el Hades seguía en pos de él; y se les dio potestad sobre la cuarta parte de la tierra para matar a espada y con hambre y con peste y por medio de las bestias de la tierra.»

LEER MÁS:  Hoy hace 89 años. NI IZQUIERDAS NI DERECHAS. José Antonio quería otra cosa para España. Por Julio Merino

 

Sobre estos cuatro caballos y actualizando la visión apocalíptica de san Juan escribió en 1914-1915 nuestro universal Vicente Blasco Ibáñez su famosa novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis… «Marchando por las avenidas afluentes al Arco del Triunfo -escribiría años después el autor-, que en aquellos días parecían de una ciudad muerta y contrastaban, por su fúnebre soledad, con los esplendores y riquezas de los tiempos pacíficos, tuve la visión de los cuatro jinetes, azotes de la Historia, que iban a trastornar por muchos años el ritmo de nuestra existencia.»

Casi al final de la primera parte de la novela, Blasco Ibáñez se refiere al ensueño de Juan, y escribe:

 

«Cuatro animales enormes cubiertos de ojos y con seis alas parecían guardar el trono mayor. Sonaban las trompetas, saludando la rotura del primer sello.

«¡Mira!», gritaba al poeta visionario con voz estentórea uno de los animales… Y aparecía el primer jinete sobre un caballo blanco. En la mano llevaba un arco y en la cabeza una corona: era la Conquista, según unos; la Peste, según otros.

«¡Surge!», y del sello roto saltaba un caballo rojizo: era la Guerra. Su jinete movía sobre la cabeza una enorme espada.

«¡Aparece!«, y Juan veía un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano para pesar el sustento de los hombres: era el Hambre.

«¡Salta!», y aparecía un caballo pálido. El que lo montaba se llama la Muerte.»

Los cuatro jinetes y sus cuatro caballos emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la Humanidad aterrada.

Son los cuatro jinetes y los cuatro caballos del Apocalipsis, los cuatro símbolos más terribles de la mitología cristiana. Aunque en el mismo Apocalipsis de san Juan hay otro famoso pasaje en el que aparece el caballo, otro caballo: «Y vi el cielo abierto, y de aquí un caballo blanco, y el que montaba es el que se llama Fiel y Veraz, que juzga y pelea con justicia». Todo lo cual demuestra que en la mente de san Juan casi convivían los tres protagonistas de la vida y de la Historia: Dios, el hombre y el caballo. 

(Agradecimiento por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.