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Un recuerdo imborrable de mi infancia en Buenos Aires y que perdura en el tiempo es el de él. En realidad, no sabía por entonces quien era, pero quedé impresionado por su brillante figura plateada y estilizada. Erguida, desafiante, con su barba y bigote de caballero y su inconfundible morrión hispánico era imposible no quedar absorto ante su presencia. Con su mirada hacia el infinito, iba montado delante del capó negro de ese coche “viejo” que me fascinaba. Era un hermoso Chrysler DeSoto sedán 4 puertas de 1950 y su dueño era el fontanero del barrio.  

Con el paso del tiempo esa bellísima figura ornamental de capó se convirtió en la historia real de un hombre de carne y hueso, protagonista inigualable de la historia grande de la Hispanidad. Luis Villanueva y Cañedo, biógrafo de Hernando de Soto, lo definió así: “Tan grande como Cortés, tan valiente como Pizarro, fue el más clemente y generoso de todos los capitanes que pelearon en las Indias, y supo conquistar para sí una gloria menos estrepitosa que la de otros, pero más duradera y más digna de la admiración del mundo”.

¿Quién fue Hernando de Soto? ¿Por qué en los Estados Unidos dos ciudades (en Texas y Mississippi) y un condado se llaman así? ¿Por qué tantos parques, monumentos, escuelas, calles, además del emblemático coche, todo un símbolo de la industria del motor americana, llevan su nombre?   

Hernando de Soto fue un extremeño nacido alrededor del 1500 en lo que hoy día es el pueblo de Villanueva de Barcarrota. En 1514 el joven Hernando se embarcó en la expedición de Pedrarias Dávila rumbo al nuevo continente buscando forjarse un porvenir. Cuando arribó en lo que hoy es Panamá, encontró a otros Gigantes de la Historia: Vasco Núñez de Balboa y Francisco de Pizarro. A fuerza de audacia, sacrificio y dolor curtió su piel y su espíritu en tierras hostiles donde vio lealtades, traiciones, hazañas, injusticias y proezas entre propios y extraños.

En 1530 partió en la expedición hacia Perú. Pedro Pizarro cuenta que, en 1532, de Soto encabezó el primer encuentro con el rey inca Atahualpa en Cajamarca, llegando a entablar con él una auténtica relación de amistad más allá del trágico destino final del inca. Más tarde contrajo matrimonio con la hija de Pedrarias Dávila, Isabel y regresó a España en 1537 con la suficiente fortuna y reconocimiento como para retirarse a una vida cómoda a pesar de su juventud. Sin embargo, no fue así. Su espíritu aventurero y emprendedor eran más fuerte que las riquezas y las ambiciones materiales. Solicitó al emperador Carlos I permisos para encabezar una expedición, pagada de su bolsillo, a la península de La Florida. Lo consiguió, obtuvo la capitulación de Adelantado, gobernador de Cuba y el hábito de la Orden de Santiago. Solo permaneció un año allí. Su destino le esperaba en Tierra Firme a muy pocas millas de la isla. El 25 de mayo de 1539 llegó a la Bahía de Tampa, Florida, con una flota de nueve naves con 620 hombres, 233 caballos y una piara de medio centenar de cerdos. Hernando fue un hombre de acción, un conquistador, pero sobre todo su propósito fue poblar, colonizar y civilizar tierras ignotas.

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En su expedición por el sur de América del Norte, Hernando de Soto nunca se detuvo. Allí encontró indios hostiles y lluvias de flechas envenenadas, siniestros pantanos, fango, ríos enormes como nunca antes había visto un europeo, lagos, bosques frondosos, desiertos, montañas, calor, frio extremo y enfermedades mortales. Frente a él y sus hombres se desplegó una naturaleza salvaje con toda su furia y esplendor, igual que la de sus habitantes. A pesar de no encontrar ninguna riqueza digna y necesaria para seguir con su misión, siguió adelante sin dudar en la búsqueda de eso que solo los hombres de su estirpe consiguen: la inmortalidad legendaria.

Hernando de Soto y sus hombres atravesaron los actuales estados de Florida, Georgia, Carolina del Sur, Carolina del Norte, Tennessee, Alabama, Arkansas, Mississippi, y Louisiana y Texas en algo más de tres años.  En esas tierras debió confraternizar, luchar, aliarse, resistir, perder y vencer a tribus indígenas como los chicasaw, cheroquis, creek, apalaches, hichitas, Tuskegee, choctaw, chitimach, natchez, tonkawa, quapaw, y otras menores perdidas en la Historia.

El 8 de junio 1541 de Soto fue el primer europeo que cruzó el río Mississipi, o Misi-ziibi, como lo llamaban los indios, y que significa “padre de los las aguas”. Los españoles lo llamaron Río Grande del Espíritu Santo. Es el cuarto río más largo del mundo y cruza los Estados Unidos de norte a sur recorriendo 3.778 kilómetros, desde el lago de Ítaca, en el que nace, hasta el golfo de México. El Mississippi es sin duda, una arteria económica y cultural estratégica fundamental, que fue una especie de frontera internacional de las potencias europeas que se disputarían el territorio.

Su periplo estuvo plagado de episodios dignos de las mejores novelas de aventuras: el milagroso encuentro en batalla contra los indígenas, con un sevillano llamado Juan de Ortiz, el único que quedaba con vida de la trágica expedición de Narváez de 1525. Se cuenta que en medio del fragor del combate escucharon a uno de los supuestos indios encomendarse a la Virgen María en perfecto español. Llevaba doce años prisionero. 

También hubo momentos dignos de una serie de televisión, como el relato del encuentro con el cacique de Cofitachequi y que en realidad era una mujer.  Hernando de Soto quiso agasajarla y envió un emisario, ella se le adelantó y mandó a una hermana suya con su séquito en barco por el río.  La mujer le hizo saber que venía en son de paz, y para demostrarlo se quitó un collar de perlas y se lo entregó a Hernando de Soto. El extremeño se quitó su anillo con un rubí y lo coloco en el dedo de la dama.

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Nada ni nadie detuvo a Hernando de Soto salvo su inesperada y repentina muerte. Debido a su fuerza, coraje y prestigio, fruto de las historias que circularon acerca de su obra y carácter, para los indios fue un jefe invencible, inmortal, un dios que ascendería llegado su momento a los cielos. La malaria pudo con él a orillas de ese soberbio rio el 21 de mayo de 1542.

Sus hombres ocultaron su muerte y su cadáver. Lo enterraron en secreto. Un par de días después metieron el cuerpo de Hernando de Soto dentro de un tronco de árbol hueco y le pusieron un lastre. Luego cogieron una canoa y fingiendo estar pescando o haciendo una tarea rutinaria, lo sepultaron en la parte más profunda del río Mississippi. Hernando de Soto pasó a la inmortalidad haciéndose rio.

Los sobrevivientes, sin mayor riqueza que sus propias vidas, después de una peligrosa y titánica travesía, remontaron en precarias barcas el rio hacia el golfo de México. Estuvieron perdidos y un año después consiguieron encontrar un pequeño poblado donde sus habitantes hablaban castellano. Estaban salvados.

Hernando de Soto pervive en la Historia, la memoria y la cultura Hispana y estadounidense. Nada puede con los inmortales. Hoy desde la ciudad de Memphis parte un puente de casi 6 kilómetros que une los Estados de Arkansas y Tennessee, cruzando el río Mississippi. Ese puente lleva el nombre de Hernando de Soto Bridge.

Un día tuve la suerte de cruzar ese rio sobre ese puente. Don Hernando no lo tuvo tan fácil como yo, pero también me emocione como seguramente hicieron sus leales hombres. Llegué a la orilla y me acerqué a sus aguas. La probé y recordé mi infancia y ese adorno de capó con su figura que me tuvo fascinado desde entonces. Miré el rio y el fluir de sus aguas. Esa figura brillante y plateada de mi memoria parecía emerger del Misi-ziibi por el reflejo del sol del mediodía. En ese instante entendí lo que es la inmortalidad.