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Uno de los adagios que suele correr entre nosotros, esos que a fuerza de ser repetidos carecen ya de autor, es aquel que reza: “la mediocridad es estar situado delante de la grandeza y no darse cuenta”. La admiración o el respeto hacia un escritor, puede engendrar al menos dos caminos: el de la elocuencia, el de la palabra febril, el de la amplificación acerca de su obra o el del silencio, la contemplación y la anulación de nuestra propia voz. Cuando hace 25 años llegaba yo a las orillas del archipiélago kierkegaardiano, y digo “archipiélago” para evocar la figura de una pluralidad en la unidad – los kierkegaardianos sabrán de qué hablo -, me conmocionaron no solo los ribetes estéticos de su pluma, la tensión dialéctica entre las estepas heladas que a veces abría su prosa y el recogimiento al que otras veces invitaba, como cálido refugio ante la incomprensión, sino que también atrajo mi atención su profunda vivencia de la soledad. Tardíamente, cuando llegaron a mis manos sus escritos titulados “Las Obras del amor”, comprendí que aquella soledad era al mismo tiempo comunión con los hombres. Kierkegaard ha sido en el derrotero de mi vida intelectual, la luz y la condena, la rosa y la espina, la espada y la caricia, el gorrión y el cóndor, el hondo secreto del Guadalquivir.
Un domingo de verano, sentado en los jardines de Frederiksberg, Kierkegaard apuntaba en su libreta:
“Como un abeto solitario, egoístamente cerrado dentro de mí mismo y creciendo hacia lo alto me yergo sin dar sombra, y únicamente la tórtola hace su nido en mis ramas”.
Este culto al sagrario de la individualidad, sobre el que el danés vuelve una y otra vez, sitúa al lector (o debería situarlo) en una actitud de sigilo frente a su obra. ¿Cómo morar debajo de un abeto que no da sombra? ¿Cómo acceder a su secreto sin profanar su intimidad? Kierkegaard se muestra refractario a la hermenéutica autónoma de una mera intentio lectoris. Como Nietzsche, Kierkegaard se resiste a que las flores de su jardín sean pisoteadas. No en vano, hacia el final del Postscriptum, ya como editor personal de la obra, luego de desarrollar un largo juego de máscaras (sus seudónimos), el danés expresa: “Que nadie, sin experiencia dialéctica, meta mano en este trabajo”. Ese “meter mano”, expresa una imagen muy elocuente sobre el acto de profanar.
El corpus kierkegaardiano, por su propia naturaleza, se nos escapa, se nos escurre, vulnera todo intento de asirlo. La obra del filósofo danés reviste una doble expresión: es dialéctica y a la par es dialógica. Dialéctica en su estilo y en las esferas de sus escritos (estéticos, éticos y religiosos) y dialógica en lo concerniente a su metodología. Existen filosofías que se encuentran como calcadas sobre la vida del autor y Kierkegaard es un caso emblemático en este sentido. Su obra es la expresión de su vida, es más, su obra es ciertamente autobiográfica porque constituye su propio tesoro. Para captar el hondo sentido de la obra kierkegaardiana, habría que agregar un cuarto elemento que tiñe el propósito comunicacional del danés con una coloración aún más singular: lo patético. Entendemos lo patético en su sentido original de pathos como pasión, interioridad asumida que, al expresarse, dota a su discurso de fuerza y veracidad.
En una entrada de su Diario, hacia 1846, Kierkegaard expresa claramente la importancia y la peculiaridad de su estilo comunicativo al que eleva a la categoría de arte:
“Mi mérito literario será el de haber expuesto las categorías decisivas del ámbito existencial con una agudeza dialéctica y una originalidad que no se encuentran en ninguna otra obra literaria, por lo menos que yo sepa. Tampoco me he inspirado en obras ajenas; además, están en el arte de mi disposición su forma, la ejecución lógica, pero pasará tiempo para que alguien goce de la tranquilidad necesaria para leer y estudiarla como es debido. En este sentido, mi producción será, quien sabe hasta cuándo, despreciada, como el delicado plato que se sirve a los campesinos”.
Kierkegaard, “vox clamantis in deserto” al decir de León Chestov, o voz viva para la comunidad cristiana, en su íntimo afán de pastor y de testigo, asume el socratismo de aguijonear, de interrogar, de no permitir el sueño en el atalaya de la vida. No exagero al sostener que Kierkegaard es uno de los autores con mayor conciencia de sus lectores. Mediante el dispositivo táctico de la comunicación indirecta y la disposición estratégica de los seudónimos, Kierkegaard intenta despertar al lector la vocación de comprenderse a sí mismo en el ámbito de su propia existencia. La verdad que libera, es un proceso que no puede realizarse a expensas de la interioridad. Kierkegaard a su modo, también funda un estilo, elude los estándares de la Academia, para adentrarse en la subjetividad del lector.
En la catedral de la obra kierkegaardiana, ciertos haces de luces se filtran desde los vitraux de sus palabras, marcando un camino soteriológico, y de repente, hay un plus que no liga, una oscuridad que nos envuelve, que exige siempre un paso más, porque su obra es inabarcable como la materia de la que trata. ¿Cómo asir a un autor que se reduplica y se enmascara? ¿Cómo penetrar hasta el fondo en un escritor que habla de anonadamiento y que a la par esplende con un sello tan personal? ¿Cómo ser fiel a un “autor-obra-tesoro” de la altura moral de Kierkegaard? Mis capacidades se rinden, soy un lector agradecido, pero a la vez vencido ante su obra, un amante que aún aguarda en el umbral.
Y aquí estoy, macerando aún las palabras de mi tesis de licenciatura sobre Kierkegaard, ya añeja ante mis ojos. Cada página escrita de aquella tesis, se me revela como una profanación. Quizás me conforme algún día con hacer silencio y ser una tórtola entre las ramas de aquel abeto.
Ahora se comprenden muchas cosas Diego. Excelente, como siempre.