Silentium
En el silencio se escuchan las campanas del ser.
M.Heidegger
Podríamos haber ido a acampar a la orilla de alguna laguna, alquilar un departamento en la costa donde deberíamos batallar por encontrar un pedazo de arena libre frente al mar, o incluso marchar al sur, con el objetivo de subir junto a otros caminantes a la cima de alguna montaña. Hemos optado por retirarnos en un monasterio en el campo. Cualquier persona en su sano juicio se preguntará qué motiva a dos jóvenes de veintitantos años a gastar sus vacaciones en un retiro de silencio, a retraerse de la bulliciosa ciudad con sus numerosos entretenimientos para entregarse a no hacer nada.
Creemos que el ser humano tiene un anhelo de totalidad, una sed de absoluto; que busca desesperadamente la verdad, el bien y la belleza, pero que cuando no es consciente de esta natural tendencia, se ve condenado a buscar mal en lugares u objetos que poco pueden saciarlo, ya que como decía Aristóteles: un pequeño error al comienzo significa un gran error al final.
¿Han sentido alguna vez ese hastío, esa náusea o tristeza que surge luego de entregarnos desenfrenadamente al placer, a lo superficial, a las apariencias? ¿Nunca sintieron que la vida debe ser algo más que entretenerse con las modas hasta morir?, ¿no pareciera que la realidad es más amplia de lo que nuestros sentidos nos muestran? La Naturaleza, decía Heráclito, gusta ocultarse. Quien nunca haya experimentado estos interrogantes, quien no haya sentido profundamente el misterio y el asombro de existir, probablemente no logrará entendernos.
El monasterio se encuentra adentrado en el campo en la localidad de Los Toldos, provincia de Buenos Aires. Pareciera ser un oasis espiritual en medio del desierto de asfalto en que vivimos, donde la razón calculadora ha ocupado todos los espacios y analiza a lo viviente bajo la mirada de lo útil, como cosas que simplemente sirven para extraer de ellas algún beneficio económico. La razón calculadora, hábil para los negocios y los precios, es ciega al valor, y en particular a aquel valor que el filósofo alemán Max Scheler denominó como el más alto: el valor de lo sagrado. Poco importa que muchos lo consideren de escasa importancia o no puedan siquiera captarlo, no por eso pierde su valor ni deja de existir, así como no deja de ser loable y excelsa una sonata de Paganini por más que los seguidores de las modas actuales prefieran escuchar algún reggaetonero puertorriqueño.
Al llegar desde la ruta, movemos junto a mi amigo la tranquera y nos adentramos en un camino de aproximadamente doscientos metros, bordeado a ambos lados por numerosos pinos que brindan sombra al caminar del peregrino. A los costados hay hectáreas pobladas por vacas y caballos y al llegar al claro se encuentra el monasterio en cuyo derredor pastan las ovejas. Las aves no dejan de cantar mientras anidan en los centenarios árboles que nos recuerdan que no todo lo ha creado el hombre, devolviéndonos así algo de humildad.
Nuestro maestro Chiaramoni nos recordaba siempre que la mayoría de los problemas del mundo se solucionarían si el hombre pudiera tolerarse al menos diez minutos, a solas en silencio en su cuarto. Así que eso haremos.
Aquí no hay distracciones, apagamos nuestros teléfonos celulares, los cuales no volveremos a usar durante los cuatro días de estadía. Tampoco hay prisa, los días tienen un sabor antiguo, parecieran remontarnos a tiempos hoy olvidados donde la existencia estaba ordenada por la liturgia y los oficios religiosos de los monjes. Nos despertamos a las cinco de la mañana y atravesamos en silencio y oscuridad el camino de pinos, mientras escuchamos las campanas que nos congregan para celebrar el misterio. Todo esto va templando nuestro ánimo mientras nos dirigimos al templo a poner en práctica la que probablemente sea la actitud más elevada del hombre, una que lo distingue por completo de cualquier otro ente: adorar y dar gracias. “Cuando el hombre trabaja Dios lo respeta, mas cuando el hombre canta, Dios lo ama” decía Facundo Cabral, algo que los monjes siempre comprendieron bien, ya que hicieron propia la regla Benedictina del “ora et labora” (orar y trabajar) pues el trabajo digno contribuye a la realización de la persona, la humaniza; y mediante el canto o la oración el espíritu busca completarse, elevarse más allá de sí mismo, dando gracias se religa con aquello más grande de lo cual nada puede pensarse.
Plotino creía que el espíritu o alma humana es como una piedra de oro que sumergida en el barro se ha cubierto de inmundicias, las cuales debe intentar quitar para recobrar su verdadera naturaleza, ya que en el fondo (agregamos nosotros) existe latente la posibilidad de una redención. El camino del espíritu no es sencillo, tiene sus altos y bajos, por momentos pareciera que tiene más que ver con desprenderse de lo que no es propio, con rechazar todo agregado inútil, toda vanidad. Pareciera más una purificación catártica que la adquisición de nuevas potencias, pareciera más un vaciarse de uno mismo para poder al final ser renovado y llenado, o como diría Heidegger, preparar el terreno para un advenimiento del ser.
He aquí el trabajo del silencio. El monasterio es calmo, se evita toda habla innecesaria, toda palabrería, y no llega hasta sus campos el bullicio de la ciudad. Así y todo, cuando uno aleja las distracciones y comienza a ser más perceptivo, se da cuenta de que el silencio exterior es imposible, pues todo aquí está colmado de vida. Durante el día se oyen a las palomas, a las cotorras haciendo sus nidos comunitarios y las calandrias y gorriones que nos regalan su canto; podemos escuchar el pastoreo de las ovejas que se alimentan a su paso de todo lo que tienen a su alcance, y a lo lejos el mugir de alguna vaca. Por la noche harán lo suyo las cigarras, y cuando nada vivo pareciera seguir despierto, oímos aún la caricia del viento en la copa de los árboles.
El otro tipo de silencio, el interior, es aún más difícil de conseguir. Quienquiera que haya practicado la reclusión, la contemplación o la quietud, habrá observado que la mente gusta divagar por los lugares más recónditos, va hacia el pasado, hacia el futuro, piensa en cosas que podrían haber sido e incluso en cosas inexistentes, carentes de todo sentido. Con la práctica logra uno apaciguar la mente y se adentra en un estado de ánimo más contemplativo, aquel que es el más libre de todos. Por un lado debido a que no se deja arrastrar por las pasiones ni los sentimientos, y por el otro porque no sirve para nada, pues no debe rendirle cuentas a ninguna finalidad, no se agota en su uso sino que siempre está ahí disponible. Claro, al ser esta actividad improductiva, resulta estéril e inentendible para la mentalidad contemporánea, obsesionada con el rendimiento y el rédito, pero que a su vez al ser pobre en vida interior se parece más a una bestia que a un hombre.
Con el silencio nos ponemos a la escucha de una realidad que nos habla. Ya no conocemos el Ser dialécticamente, especulativamente, racionalmente, sino que tenemos una experiencia vivida del mismo, nos adentramos en Él, nos movemos a su ritmo. Este silencio interior es similar al abandono (gelassenheit) del que habló Meister Eckart, o el desapego de los budistas que al practicarlo no se dejan arrastrar por la codicia ni el deseo. Los monjes japoneses tienen una palabra para esta actitud, para esta mentalidad de no provecho, para esta actitud no económica: “mushotoku” es no buscar nada, no querer obtener nada, simplemente entregarse a la experiencia, para llegar, como decía Holderlin
“A ser uno con todo lo viviente, trasuntar en un dichoso olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza. A menudo alcanzo esta cumbre… pero un momento de reflexión basta para
desbarrancarme de ella. Medito y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los
pesares propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo íntegramente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como ante un extraño, y no la comprendo. Ojalá jamás hubiera asistido a vuestras escuelas, pues en ellas ha sido donde me he vuelto un ser tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, y así he sido expulsado del jardín de la naturaleza, donde crecía y florecía, y me marchito ahora bajo el sol del mediodía.
¡Oh, si! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona.”*
Sin silencio muchas grandes cosas no podrían ocurrir, la poesía necesita silencio, la música necesita silencio, toda palabra auténtica, toda palabra que salva viene precedida del silencio y la escucha. Anoche, mientras leía en la sala frente a la chimenea, que si bien se encuentra apagada (debido a que es verano) impregna el ambiente de un aroma a leño quemado, comenzó a llover. No pude evitar pensar en esa frase tan hermosa de Thomas Merton, que al hablar de la lluvia que contemplaba en su cabaña en medio del bosque escribe “Nadie la inició y nadie va a detenerla. Va a seguir hablando todo el tiempo que quiera, esta lluvia. Y mientras hable, yo voy a escuchar.”**
Silencio, escucha, contemplación… elementos todos indispensables para una vida auténtica, para una vida que no sea nada más que durar. Aquí en el monasterio podemos comprender bien la diferencia entre mirar y ver. Pareciera que ver y oír van de la mano, que sirven para captar la esencia de las cosas, para aprehenderlas en su otredad, en su misterio, en lo que tienen de únicas e irrepetibles.
“Antes de hablar, el hombre debe dejarse interpelar de nuevo por el ser, con el peligro que, bajo este reclamo, el tenga poco o raras veces algo que decir.”***
* Holderlin, F, Hyperion, Marymar, pg 38
** Merton, T, La lluvia y el rinoceronte, pg 2
*** Heidegger, M, Carta sobre el humanismo, Alianza, pg 20
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