16/05/2024 23:35
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Esta es la parte undécima y final de la serie de artículos sobre el libro de Jesús Hernández Tomás, Yo fui un ministro de Stalin. Se repasa el Capítulo IX, último del libro, con estos temas indicados por el autor:

El Buró Político, reo de deserción. La obra de la «troika» Stepanov-Togliatti-Pasionaria. La lucha contra la Junta de Casado. El fin de la guerra. Camino del exilio.

Los comunistas de Madrid atacan a la Junta, a la que arrinconan, pero no rematan:

Cuando el Partido se disponía a liquidar el refugio de la Junta, las tropas de Franco desencadenaron un furioso ataque en toda la línea del II Cuerpo de Ejército, desde Carabanchel hasta el enlace con el I Cuerpo, frente guarnecido por tropas adictas al Partido Comunista. La situación se hizo gravísima, pues el enemigo había roto nuestras líneas. Nuestros mandos decidieron repeler el ataque de Franco, dejando para después sus asuntos con la Junta. Esto permitió un respiro a Casado.

… les sobraban medios para acabar con la Junta, y hubieran acabado con ella fulminantemente, de haber tenido una dirección militar más enérgica y una comprensión más política de la lucha. Les faltó en los primeros momentos lo que Togliatti y Pasionaria quisieron que les faltara. De cualquier manera la derrota de los juntistas era cuestión de unos días. La Junta se salvó por la orden de Togliatti.

… Todos coincidimos en que habíamos llegado al fin. Las noticias que teníamos de los distintos frentes eran desastrosas. La disciplina se estaba rompiendo. Muchos soldados y compañías enteras, convencidos de la inminencia del triunfo de Franco, desertaban al campo enemigo con propósito de salvar sus vidas. Los mandos les dejaban hacer. Ya no había moral combativa. El desplome podía ser vertical. Se trataba, pues, de intentar lo imposible: rehacer la situación, condicionando el reconocimiento de la Junta a la previa aceptación por la misma de algunos principios mínimos. Y escribí una carta a Diéguez en la que decía: «Nuestro reconocimiento de la Junta deberá condicionarse al restablecimiento de la normalidad, al cese de la persecución contra nuestro Partido, a que se restituya a sus puestos a cuantos mandos y comisarios se han destituido por el solo hecho de ser comunistas, a que se abran cuantos locales de nuestro Partido han sido clausurados, a que se autorice la publicación de nuestra prensa, a que se ponga en libertad a todos los camaradas detenidos y se reanude la convivencia y unidad de todas las fuerzas antifascistas»… Casado lo aceptó todo. Después se portó como un canalla.

La guerra está concluyendo y Hernández considera prepararse para la clandestinidad. Se trata de una conversación muy larga y probablemente sea una reconstrucción retrospectiva con una gran dosis de “creatividad”:

—¿Qué es lo que quieres hacer en esta situación?

 

—Preparar como pueda la organización del Partido para la lucha contra Franco.

 

—¿Y no es muy tarde?

 

—Haré lo que pueda. Mi propósito es dejar organizadas guerrillas, depósitos de armas clandestinos, imprentas, direcciones y enlaces desconocidos, asegurar medios económicos… estructurar el Partido para la etapa de terror que va a vivir España.

—… Procedemos con arreglo a un plan monstruoso, pero metódico, calculado, estudiado.

 

—¿Quieres decir que nosotros…?

 

—Nosotros somos los ejecutores mecánicos, los instrumentos ciegos de ese plan. Sin remontarnos a otros acontecimientos anteriores, partamos del momento en que nos propusieron abandonar la colaboración gubernamental. Nos opusimos. ¿Por qué?…

 

—Porque aquello hubiera sido una deserción y, posiblemente, provocado la catástrofe —afirmó Checa.

 

—¿Crees tú que Moscú ignoraba las consecuencias de su «consejo»? ¿Crees que Stepanov, Gueré y Togliatti, no alcanzaban perfectamente a comprender, como nosotros, los resultados que hubiéramos obtenido? Y sin embargo nos empujaban afanosos hacia la catástrofe. ¿Por qué?…

 

—Es cierto, es cierto —concedió Checa, visiblemente impresionado.

 

—Después fue el Ebro, la gran epopeya del Ebro. ¿Es que no sabían los «consejeros» militares soviéticos que imponernos aquella batalla de desgaste era empujarnos al suicidio? Lo sabían. No son genios, pero tampoco son tontos.

 

Ofrecí un cigarrillo a Checa, y proseguí:

 

—Ya en la zona Centro-Sur, ¿no comprendían Stepanov y Togliatti que sólo un esfuerzo titánico podía sostener la situación? Lo sabían y en vez de buscar el remedio fomentaron el caos. Dispersaron la dirección del Partido. José Díaz a Moscú, Martínez Cartón en Extremadura al frente de su División. Uribe, errante detrás de la sombra de Negrín por cualquier rincón de España. Mije en Francia. Tú, secretario de Organización, por el Sur de España organizando los preparativos de la evacuación al extranjero de la dirección del Partido. Yo en Valencia, en el Comisariado General del Grupo de Ejércitos. Quedaron en Madrid Pasionaria, Stepanov y Togliatti, formando la «troika» de dirección.

 

—Efectivamente. Así quedó la dirección —afirmó Checa.

 

—¿Crees que esa «dispersión» fue casual? —pregunté.

 

—Comienzo a creer que no.

 

—La «troika» dispersó la dirección del Partido…

… La «troika» decidió esperar a que estallara la sublevación en vez de tomar las medidas para hacerla abortar. La «troika» no denuncia los manejos de los conspiradores ante la opinión pública: mantiene el «secreto». La «troika», dando por supuesto que en Madrid se fraguaba el golpe casadista, decide abandonar Madrid. Admitamos que lo hizo por prevención. Bien, pero ¿por qué retira de Madrid a Modesto, Líster, Tagüeña, Vega, etc., nuestros más prestigiosos militares, que por su capacidad política y militar eran los hombres que podían asegurar eficazmente la dirección de la lucha contra los sublevados? ¿Tú crees que los acontecimientos en Madrid no hubieran tomado otro sesgo de encontrarse allí un fuerte núcleo de nuestros camaradas?

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… La «troika» inspira a Negrín la necesidad de destituir a toda una serie de mandos militares y propone en sustitución de los mismos a un puñado de nuestros mejores camaradas. ¿Sabía la «troika» que eso era tanto como incendiar el polvorín de la sublevación?…

—… ¿Por qué no les dice que contra este inmenso volumen de fuerzas, casi todas ellas fuera de línea, la Junta apenas si contaba con las fuerzas del IV Cuerpo de Ejército y alguna que otra unidad dispersa en los frentes? Pero no. Todo esto se oculta y se opta por la huida del país «POR QUE NADA SE PODÍA HACER», según la declaración de Togliatti.

 

—Estoy anonadado, Hernández; anonadado y avergonzado. Lo que hemos hecho es para que nos fusilen —declaró Checa—, cuyo rostro estaba pálido, con palidez de cera.

 

—La «troika» —proseguí—, sin duda, estaba en antecedentes de las directivas que después había Togliatti de trasmitir a Madrid, para guillotinar la lucha de nuestros camaradas contra la Junta, para desarmarnos a todos y reducirnos al miserable papel en que hoy nos encontramos. Por eso, y no por otra consideración, no quiso comunicarse conmigo durante la madrugada del 5 al 6 de marzo, y por eso dejó salir a Negrín sin que dijera una palabra al pueblo y al Ejército. Por eso Togliatti redacta ese manifiesto que me has traído, replicando al manifiesto del nuevo Buró Político, que podía echarle abajo todos sus planes. Por eso Togliatti, estando refugiado en Valencia, a tres pasos de mí, no ha querido venir a verme.

 

—Ahora está claro, muy claro para mí todo el juego criminal de que hemos sido víctimas —dijo Checa, trémulo de indignación.

—Somos hombres de pensamiento dirigido. Así lo hemos aceptado. Esa degeneración de la disciplina, esa interpretación jesuítica de la obediencia, esa sumisión absoluta a la jerarquía superior «como cadáveres que se dejan llevar y traer a donde quiera y tratar como quiera», que reza el Código de los Jesuitas; disciplina que comenzando por la sumisión del Buró Político ante los «tovarich», y de los militantes ante su superior inmediato, ya no tiene nada que ver con el centralismo democrático, pues es una disciplina de burro uncido a la noria que no sabe a dónde va ni a dónde viene, disciplina cuartelera, que anula la facultad de pensar, que envilece la dignidad humana y que es negación del hombre; todo ese concepto humano, brutal, de los hombres, de nosotros mismos, que la hemos aceptado y practicado, nos ha conducido al olvido de que ante todo y sobre todo somos hijos del pueblo español.

—Lo que no puedo comprender bien es la razón que han tenido para consumar esta infamia con nosotros —dijo Checa.

 

—La razón —dije— no la busques en motivos nacionales, sino fuera de nuestras fronteras. No sé aún qué es lo que se proyecta, pero cualquiera que pueda ser el objetivo que se busque, vista la conducta de Moscú, nuestra guerra dificultaba el propósito, y optaron hace tiempo por acabar con ella. A eso responde toda la trayectoria de nuestra disparatada política de los últimos meses.

—… Ahora bien; es indudable que en un momento determinado —¿Munich?—, las conveniencias soviéticas han entrado en contradicción abierta con los intereses de España. El «caso español» ya no les sirve y les compromete.

 

—Desde el punto de vista de las conveniencias soviéticas —seguí diciendo— no cabe duda de que algo pretenden ganar a cambio de nuestro abandono y de nuestro sacrificio. Y para lograrlo nos abandonan y nos sacrifican. Esto sí está claro para mí, aunque no conozca la urdimbre, lo que se quiere salvar o ganar.

—… toda la gratitud y cariño de nuestro pueblo por la ayuda recibida de la URSS se trocará en desprecio al saber que se nos ha dado no por solidaridad antifascista, sino por conveniencia nacional soviética o por cálculo de la estrategia comunista mundial.

Es una conversación muy larga y, como indicado, puede que tenga una gran parte de reflexiones rumiadas después de los hechos. El libro está publicado en 1953.

La Junta de Defensa se hace con el mando pero no consigue nada de Franco -su único propósito- y pierde toda credibilidad. Hernández huye finalmente:

La disciplina se había hundido de cuajo. La Junta fue aceptada, pero no respetada. ¿No era la paz, no se iba a acabar la guerra de un momento a otro? ¿Para qué luchar, para qué exponerse a una bala estúpida cualquiera? Los soldados abandonaban los frentes, se iban a sus casas, llenaban las carreteras hacia sus pueblos, con sus fusiles inútiles ya, colgados en bandolera, en caravanas penosas y sombrías

 

Para acercarme hasta Cartagena donde se encontraban las fuerzas de la 10/¹ División, al mando de nuestro camarada De Frutos, necesitaba burlar la vigilancia de la Junta. Me despojé de mi uniforme y me vestí con uno de carabinero. Me vendé la cabeza y me hice colgar al cuello una etiqueta médica que me identificaba como el sargento Francisco de la Mota, herido de cabeza, con destino al hospital de Murcia. Una ambulancia del Ejército de Levante, al cuidado de dos camaradas enfermeros, vino a recogerme y de esta manera llegué sin dificultad a mi destino.

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Mandé un correo a Valencia llamando urgentemente a todos los camaradas que deberían salir. Al día siguiente comenzaron a llegar. Cuarenta y ocho horas después se habían concentrado no menos de cincuenta camaradas acompañados de sus esposas e hijos. Entre ellos, Diéguez, miembro del C. C. y secretario de la Organización de Madrid; J. Antonio Uribes, Diputado comunista por Valencia y miembro suplente del Buró Político; Togliatti, a quien no había visto desde Elda; Checa, Zapiráin; Larrañaga, que decidió quedarse en España; Palau, y los camaradas más destacados de la Juventud.

La huida de Hernández:

Miré hacia atrás. La tierra de España semejaba una enorme mancha obscura, sus costas apenas si se distinguían en las sombras del incierto amanecer. Al día siguiente Franco tenía anunciada su entrada en Madrid, en la capital del mundo antifascista durante algunos años, que desangraba y tendida sobre sus piedras, con los muñones de sus escombros, mutilada y vertical, como un héroe, había hecho imposible la conquista militar del enemigo, que dentro de unas horas desfilaría con los negros fusiles cargando la pólvora de la revancha, de la venganza implacable y feroz, insaciables al botín de sangre y de dolor republicanos.

 

Mi imaginación me mostraba a «los triunfadores», con un resplandor de bayonetas, con sus oficiales a caballo y el ruido ronco de las piezas de artillería. Pasaban por las calles vacías, desiertas, cerradas, sin una mirada humana en los balcones, sin una mano tendida en sus calles, sin una voz en las plazas mutiladas por las bombas de quinientos kilos. Nadie, nadie, nadie. Los gritos de «¡Arriba España!» y «¡Viva Franco!», sonaban sin eco, desesperados, en la soledad y en el silencio de la ciudad hermética.

 

Franco había podido ganar la guerra.

 

Franco no podría jamás conquistar a España.

Qué iluso. Se ve que no le sirvió de lección la triunfal entrada de las tropas nacionales en Barcelona.

* * * * *

Unas reflexiones, para concluir.

 

Como indicado al comenzar esta serie de artículos, este libro es un descargo de conciencia de Jesús Hernández, ministro comunista de la II República con Largo Caballero. Hernández es un comunista semi arrepentido. Carga contra el estalinismo, pero siguió siendo comunista de profesión. El interés del libro está en algunos testimonios y escenas interesantes que muestran los tejemanejes de los líderes del Partido Comunista de España durante la Guerra Civil, comandados por los “consejeros soviéticos”, que a su vez eran teledirigidos desde Moscú. El cuadro que presenta del PCE es deprimente: una pandilla de indocumentados que jugaba a ser comunistas y fueron solo unos patéticos peones de la política soviética de Stalin.

El mayor interés están en mostrar las discusiones del buró del PCE -incluidos los “consejeros” soviéticos- sobre la política a seguir en España. Hernández de queja de la mezquindad de la “ayuda” soviética, que no era tal porque se pagó a precio de oro: Stalin la mandó a cuentagotas y supeditada a los intereses de la URSS, sujetos a los vaivenes de su política internacional frente las democracias y la Alemania nacionalsocialista.

Probablemente, muchos de los diálogos recogidos estén recreados en retrospectiva, porque es descartable que Hernández tomara notas a diario y que estas hubieran sobrevivido a su exilio soviético. Por tanto, su valor testimonial es relativo si no están corroboradas por otros testigos u otros hechos. En todo caso, las descripciones del ambiente del Buró del PCE son divertidas de leer (ahora que todo pasó…).

Además de la mezquindad de la “ayuda” soviética hay testimonios sobre estos temas:

– Las maniobras comunistas para la sustitución de Largo Caballero.

– La entrega del Gobierno de España a Negrín por los comunistas.

– La destrucción del POUM y la tortura y asesinato de Nin.

– El amante de la Pasionaria, Francisco Antón.

– La sovietización de la España roja en el 37 y 38 en la que el PCE desplaza al PSOE.

– Las maniobras para el apartamiento de Prieto del Ministerio de Defensa.

– El derrumbe de la España roja en los primeros meses del 39.

En resumen, es una lectura interesante y entretenida. El mayor problema que le veo es el indicado: me temo que los diálogos sean una reconstrucción ex post del autor.

 

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