15/05/2024 21:18
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En medio de enredos, intrigas y los nefastos resultados de ese lamentable juego al que llamamos “política”, vemos cómo sus actores no dan tregua a la inestabilidad que acarrean a nuestras vidas, hasta punto de transformar el ejercicio de sus funciones en una frontal amenaza contra la institucionalidad y la sana convivencia. En ese contexto vale preguntarse por qué razón pareciera ser que en cuestiones públicas nos representan sujetos cada vez peores.

Me disculpo de antemano con las honrosas excepciones que participan hoy de la política, pero a la luz de las evidencias, mientras en nuestros países -en lugar de trabajar por ser prósperos y pujantes- se la pasan enredados en discusiones sobre corrupción, poder y control, es inevitable recordar esa cita que dice que “si hay un idiota en el poder es porque sus electores están bien representados”. Lapidaria afirmación que se vuelve cada más vigente en tiempos en que la superficialidad, el nihilismo y la arrogancia se han vuelto vicios tan esparcidos entre nosotros.

Sería deshonesto de mi parte plantear este asunto como algo ajeno. El problema de que nos representen sujetos amorales, oportunistas y faltos de integridad es un asunto nuestro, porque nosotros somos la sociedad y los resultados que ellos obtengan se verán reflejados directamente en nuestras vidas, especialmente si vivimos en democracia. Es más, la validación de la democracia como sistema político radica precisamente en la buena fe que tienen los individuos respecto de la mayoría: creemos en la democracia porque nos basamos en el supuesto de que la mayoría escogerá lo mejor para todos, por eso insistimos en respetar sus designios, aunque no estamos de acuerdo.

Pero ¿ cómo podemos confiar en el buen juicio de la mayoría, cuando las evidencias muestran que las destrezas cognitivas están disminuyendo, y que los asuntos morales ligados a lo público se han vuelto cada vez más irrelevantes?

En el libro “La Fábrica de Cretinos Digitales”, Michel Desmurget plantea una tesis muy interesante basada en el filósofo Gastón Bachelard, quien afirmó que ya por la época moderna o contemporánea existía una ruptura entre el conocimiento común (basado en sensaciones subjetivas) y el conocimiento científico (que se apoya en hechos controlados). Según Desmurget, en el sujeto posmoderno esto se acentúa principalmente gracias al acceso generalizado a la tecnología que ha dificultado la capacidad de diferenciar las opiniones de los hechos, alimentando con ello la arrogancia de quienes creen que por leer un par de artículos o ver unos cuantos videos, ya pueden autoelevarse a la categoría de expertos. Así, con una soberbia sin precedentes, el ser humano de la posmodernidad sostiene sus creencias como si se tratasen de una realidad irrefutable, aunque éstas contradigan directamente las evidencias aportadas por los verdaderos expertos. Estos son los denominados “cretinos digitales” y lo peligroso de ellos es que cuando son muchos, como dijo alguien por ahí, pueden elegir a un presidente.

Desde ahí, como la democracia por un lado se basa en la confianza acerca del buen juicio de la mayoría, pero por otra, el uso poco prudente de la tecnología, los medios de comunicación y la industria de la entretención han secuestrado las mentes de las nuevas generaciones, dicho sistema -que para muchos es defendido como un fin absoluto, más que como una herramienta al servicio del bien común- se ha ido transformando en una “tiranía de la mayoría”.

Como elemento clave, el sistema educativo, que debería ser una fuerza contenedora del “proceso cretinizante”, se ha vuelto -por el contrario- una herramienta subordinada a los intereses ideológicos de los que se benefician ante el escaso juicio de los votantes. En Chile, por ejemplo, la filosofía, asignatura crítica para enseñarnos a pensar bajo las leyes de la lógica, fue removida del currículum obligatorio durante el gobierno socialista de Michelle Bachelet. En España se hizo lo mismo en el gobierno de Pedro Sánchez.

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Un ejemplo del impacto sobre nuestras capacidades reflexivas es que, en Chile, cuando se levantó el plebiscito para cambiar la Constitución tras la revolución de octubre de 2019, sólo un 22% de las personas votó en contra. Si conociéramos más de historia y pensáramos bajo las leyes de la lógica, probablemente muchos más nos hubiésemos dado cuenta de que los cambios constitucionales tras las revoluciones (que siempre son planificadas) son una práctica clásica del extremismo político con el que se han levantado proyectos estatistas que siempre terminan en empobrecimiento y corrupción, cuando no también en barbarie. En aquellos tiempos, la mayoría pensaba que se trataba de una acción espontánea, pero hoy en día, cuando ya han transcurrido casi cuatro años de aquel evento, el expresidente Sebastián Piñera ha reconocido públicamente que lo que sucedió fue un “Golpe de Estado no tradicional”.

Cuando en un país existe una mayoría que no lee, y que no puede o no se interesa en aprender lo importante, dejamos en manos de esa mayoría el destino de todos. Ese hecho acarrea una gran obligación de la que no podemos desligarnos: como ya no dependemos de nosotros mismos y de nuestras capacidades para salir adelante, nos vemos a obligación de aportar al desarrollo intelectual, moral y espiritual también del prójimo.

Mirar nuestra sociedad y descubrir el vejamen que significa la banalización del individuo no hace más que recordarnos a Hannah Arendt en “La Condición Humana”, cuando afirma que el totalitarismo busca, no la dominación despótica del ser humano, sino que los hombres sean superfluos.

A raíz de lo anterior me atrevo a concluir que para combatir la decadencia de la posmodernidad nuestro mejor camino es hacer precisamente lo opuesto, ir a lo profundo del ser humano para rescatar aquellas dimensiones que los materialistas habitualmente niegan o atacan. La razón, la moral y la espiritualidad son, en definitiva, el antídoto contra los superficiales.

San Juan Pablo II, en su encíclica Fides et Ratio lo deja bellamente consignado: “la fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.

Iniciar o retomar una vida basada en estos preceptos, entendidos como un mecanismo protector contra la superficialidad, involucra tomar ciertas decisiones radicales, asumiendo compromisos que no son fáciles de cumplir por cualquiera, sin embargo el incentivo bien merece el esfuerzo. Por acá les dejo algunas ideas para cultivar esos preceptos, amparadas en lo que conocemos como virtudes fundamentales:

  1. Rezar, pidiendo que Dios nos regale una fe inquebrantable que crezca con el tiempo, y que nos haga tener la convicción de aceptar todo lo que conlleva asumir una nueva vida que ponga lo importante en el centro.
  2. Recuperar la virtud de la esperanza, recordando aquellos momentos de nuestras vidas en los que hemos pasado por dificultades que creíamos insuperables, pero que luego descubrimos que eran simplemente bendiciones disfrazadas de problemas. Para ello debemos abandonarnos confiadamente en la certeza de que Dios permite que pasen cosas malas para sacar un bien mayor; basados en nuestra propia experiencia descubriremos también aires nuevos.
  3. Recobrar nuestra capacidad de amar y ser amados. Sabemos tan poco del amor porque a veces aquellos que debían enseñarnos de él estaban tan heridos que ni siquiera lo sentían por sí mismos. Así, no es raro confundir amor con pasión, con desenfreno, con apego o incluso con dolor. Otras veces estamos tan asustados, que cuando vemos signos de amor en otro ser humano, hacemos cosas para boicotearlo porque simplemente no nos sentimos merecedores de que nos amen. Recordar lo que significa el amor y su poder transformador sobre nuestras vidas es imprescindible. El amor hace que nuestras luchas sean justas. Podemos encontrar una buena definición de éste en Corintios 13, 4-8.
  4. Practicar la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, nos permitirá descubrir su efecto positivo exponencial en nuestras vidas, por eso nosotros las conocemos como virtudes cardinales. Por supuesto que no es un desafío fácil si a causa de la dictadura del relativismo ni siquiera conocemos bien el significado de las palabras. Josef Pieper en su libro “Las Virtudes Fundamentales” desarrolla una muy buena guía que puede aportar en este aspecto, y aunque el propósito de esta columna es que pensemos en nuestra sociedad, de nada nos sirven grandes debates o complejas elaboraciones intelectuales, porque éstas jamás compiten con el poder de un buen ejemplo.
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Escoger a políticos que no vayan contra lo que es fundamental para nosotros debería ser otro compromiso no negociable. Recordemos que desde la visión cristiana, la autoridad viene de Dios, y cuando nosotros asumimos la responsabilidad cívica como una cuestión de sumas y restas en función del mal menor, estamos cooperando con aquello que queremos combatir. Si quien ejerce la autoridad política es un representante nuestro y lo escogemos bajo ese criterio, tendremos igualmente al Mal hablando por nosotros. Cuando entendemos la vida poniendo la integridad en el centro, no tenemos miedo de que ganen los peores, porque sabemos que las lecciones más importantes a veces se aprenden con dolor, y eso aplica también para los países.

Finalmente, hay batallas que nunca se terminan, siempre habrá hombres intentando someter a otros hombres. Algunas veces lo harán por las armas, otras mediante las ideas, pero por fortuna -o más bien por Gracia Divina- siempre hay otros hombres que han intentado advertirnos al respecto. Algunos lo siguen diciendo desde sus tumbas, tal como ocurre con G.K. Chesterton que nos invita a no conformarnos, a seguir haciendo nuestra modesta parte para salvar lo que nos importa, sabiendo que “a cada época y cultura las salva un puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales”.

Autor

Inés Farfan U.
Inés Farfan U.
Psicóloga-Gerente de Desarrollo de Personas en
Easy Coaching-Vicepresidenta y Coordinadora Nacional Ladies of Liberty Alliance-Profesor docente en varias universidades.

"En lo personal puedo decir que me he encontrado con varias verdades: como Psicóloga sé que nuestro desafío es que la razón prevalezca y cuando sea conveniente, domine a nuestras emociones; como Magister sé cuáles son las condiciones para que los seres humanos podamos tener una vida más significativa; como Dip. en Dirección y Gestión de Empresas sé que el emprendimiento juega un rol fundamental en el bienestar y que la iniciativa empresarial es irremplazable si queremos salir adelante como sociedad; como Master Coach sé que el liderazgo es la clave para influir en otros con las ideas correctas; como mujer sé que somos complementarias a los hombres y no necesitamos estar en guerra cuando necesitamos ser aliados; como madre sé que la familia es la célula principal de una sociedad; como católica sé que cuando Dios está en el centro de nuestra vida y dejamos “cautivarnos por Su alegría”, nuestra existencia se llena de color; como chilena hispanista sé que el legado de nuestra maravillosa cultura merece ser preservada y difundida, y que debemos sentirnos orgullosos por nuestra tradición que no parte en 1810 sino desde antes de la gran Cruzada del Océano".
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