20/05/2024 17:13
Getting your Trinity Audio player ready...

El 8 de noviembre de 1942, fuerzas aliadas anglo-estadounidenses, en un número superior a 70.000 soldados, transportados en 600 buques, desembarcaban simultáneamente en Safí, Casablanca, Orán y Argel, dando inicio a la invasión del norte de África, que traería consigo la derrota en mayo de 1943, del África Corps.

Tras aquella operación, los aliados desembarcaron en Sicilia en julio de1943 con la consiguiente caída, el 25 de julio de Benito Mussolini, cuando el Gran Consejo Fascista emitió un voto a traición de contra el Duce, siendo este arrestado y reemplazado por Pietro Badoglio, que iniciaría negociaciones secretas de paz con los aliados. Al quedar el  ejército italiano, totalmente desintegrado, sería el ejército alemán quien resistiría, con dureza, sobre todo en Montecassino,  hasta junio de 1944, en que las tropas aliadas entraron en Roma. También, en  los meses de julio y agosto de 1943, el ejército rojo soviético derrotaba a las divisiones alemanas en la trascendental batalla de Kursk.

Aquel año de 1943 la guerra mundial había sufrido por tanto, un giro de ciento ochenta grados para los intereses de la Alemania nazi y su aliado Italia. Surge entonces la figura del embajador del Reino Unido en Madrid, Samuel Hoare, que había presentado sus cartas credenciales en  mayo de 1940, rodeado de un ambiente muy hostil, sobre todo en los ambientes falangistas. El periodista y diplomático Manuel Aznar-abuelo del que sería presidente del gobierno de España 1996-2004, José María Aznar-  le recibiría con una trilogía de artículos titulados: “Gibraltar honor y deber de los Españoles”, “El Estrecho de Gibraltar o los Dardanelos del Mediterráneo occidental” y “Un agravio inútil”,  publicados, entre otros, en el diario “Arriba”, en el que reclamaba de forma encendida la devolución del peñón de Gibraltar. “Nosotros los españoles”, decía uno de los párrafos de uno de sus artículos, “con perfecta unanimidad sabemos, decimos y clamamos que Gibraltar nos pertenece, que Gibraltar es de España, que nadie puede retenerlo sin incurrir en delito de despojo. Y que nos duele en lo más profundo del alma ver cómo sobre la perspectiva del Peñón flamea a los vientos del Estrecho una bandera que no es la española.”

Al día siguiente de su publicación, grupos de jóvenes nacional-sindicalistas apedreaban la embajada inglesa en Madrid al grito de ¡Abajo Inglaterra!”. Sin duda a Inglaterra le interesaba que Franco mantuviese a España neutral, ya que un cierre-si hubiese permitido el paso por España de las divisiones alemanas-  del estrecho de Gibraltar, habría supuesto para los ejércitos británico y norteamericano un enorme contratiempo en sus deseos bélicos, pues para acceder al  norte de África  y derrotar allí al cuerpo de ejército alemán del general Rommel, tendrían que haber realizado sus  operaciones a través de los océanos Pacífico e  Indico.

Samuel Hoare, vizconde de Templewood, era un noble que había sido ministro del interior en el gabinete presidido  por Chamberlain de 1937 a 1939. Traía la misión, recomendada personalmente por Winston Churchill, de intentar mantener a España como país neutral en el conflicto bélico, tras la caída de Francia en manos de las poderosas divisiones del ejército de Hitler. Eso daría tiempo, según sus propias manifestaciones,  a los ingleses para recuperarse ante los ataques alemanes e incluso intentar la fortificación de Gibraltar. Desde el momento de su llegada, Hoare se comportó más como un conspirador mezquino que como un diplomático. Su carácter irascible, nervioso e intolerante le jugaría malas pasadas.  

Aquel verano de 1943 fue complicado para el  Generalísimo Franco, que se enfrentaría con una de las mayores crisis, por no decir la mayor  de su mandato. Franco había recibido una carta, enviada por diecisiete procuradores en Cortes y otras diez personas relevantes, en la que le solicitaban que permitiese la restauración de la Monarquía en la figura de Juan de Borbón, quien de forma artera maquinaba contra Franco desde el mes de marzo.

El día 2 de agosto, tras la caída el día 25 de julio del régimen fascista italiano,  Juan de Borbón enviaría a Franco un telegrama a modo de ultimátum, para que dejase el poder y restaurase de forma inmediata la monarquía. “Si eso resultase en vano habría de asumir”, decía la misiva,  “sin equívocos su responsabilidad ante la historia”. Los servicios de inteligencia británicos preparaban también, junto a algunos de los generales monárquicos del ejército de Franco, un pretendido golpe de estado para derribar al Generalísimo. Unido eso a la difícil situación económica que atravesaba España y la confirmación por medio de los servicios secretos españoles de que Inglaterra llevaba tiempo planeando un ataque a España. Por ejemplo el barajado en 1942, junto a los Estados Unidos, a las islas Canarias, negado por el departamento de Estado yanqui. Ahora se hablaba de uno simultáneo, a través de  las costas gallegas y del rio Tajo desde Lisboa, una operación a realizar en el mes de octubre. Todos aquellos movimientos contaban con una mendaz y falsa campaña de prensa y radio, contra el régimen de Franco, auspiciada por varios diarios ingleses y norteamericanos.  De igual forma, grupos de guerrilleros comunistas comenzaron a preparar una invasión a territorio español. Y no podemos olvidar que, independientemente del pacto Ibérico entre España u Portugal, la nación Lusitana, neutral igual que España en el conflicto bélico,  había permitido, en ese año de 1943, a los aliados utilizar las bases aéreas de las islas Azores.  La situación por tanto era, sin duda, de una complicación extrema y muy inquietante.

El día 29 de julio, cuatro días antes de que iniciase sus vacaciones veraniegas en el Pazo de Meirás, el Generalísimo Franco había recibido en el madrileño palacio de El Pardo al embajador norteamericano Carlton Hayes. En aquella entrevista Franco le dejaría muy claro al embajador Hayes que el mundo se debatía entre tres guerras: La de los ingleses y yanquis contra Alemania, en la cual España era neutral; contra la barbarie del Japón, que debía ser derrotado, pues no les perdonaba el haber llevado la guerra al corazón de las Filipinas, centro histórico de la civilización ibérica en el Pacífico. Y la guerra contra el comunismo, no para ayudar a Alemania en su lucha contra los aliados, sino contra la URSS, en la que España si era beligerante, pues una victoria de la URSS sobre Alemania, que usaría posteriormente a sus partidos comunistas radicados en Italia y en la propia Alemania,  pondría a Europa bajo su dominación. A mayor abundamiento, España, junto al Vaticano, eran partidarios de una paz negociada entre los bandos contendientes.

Hayes indicó a Franco que la División Azul tenía que salir con urgencia de Rusia, para que España fuese considerada neutral por los aliados, retirando también el término no beligerante. Los aliados temían, por la presencia en el frente ruso de la División Azul,  que el asesino Stalin declarase la guerra a España, ante lo cual tendrían que ponerse del lado de la URSS, algo que desechaban, pues una España neutral era mucho más deseable y necesaria para sus intereses.

Franco, sereno, imperturbable, explicó al embajador que la guerra de España había sido contra el comunismo inspirado y dirigido por agentes soviéticos. Por ello España se había adherido al pacto Anti-Komintern. Franco diría a Hayes, que había quedado completamente desconcertado con el pacto entre la Alemania nazi y la URSS, así como con la invasión de Polonia por las tropas alemanas, haciendo gestiones ante Italia y el Vaticano en defensa de la Nación centroeuropea y comprobando posteriormente con enorme disgusto que la Alemania nazi nada hacía por evitar que la URSS se quedara con media Polonia, algo que le llevaría a no unirse a Hitler en la guerra. Sin embargo una vez que Alemania declaró la guerra a la URSS, envió a la División Azul a luchar única y exclusivamente contra el comunismo.

Presentación de cartas credenciales de Sir Samuel Hoare como nuevo embajador de Gran Bretaña en España.

El día 17 de agosto, el premier ingles Winston Churchill se reunía en Quebec con el presidente norteamericano Roosevelt. En aquella reunión se barajarían varias posibilidades de actuación en el mar Mediterráneo y norte de África, incluyendo sanciones internacionales a la España de Franco, si este persistía en su apoyo a Hitler.

Es entonces cuando Churchill ordena a su embajador en Madrid, Samuel Hoare, se entreviste con el Caudillo. Este pide audiencia, que Franco le concede, citándole en el Pazo de Meirás el día 23 de ese mismo mes de agosto. Hoare iba dispuesto a ser mucho más duro e inflexible que su colega norteamericano Hayes.

El ministro del Aire Juan Vigón, pondría a disposición del diplomático ingles un avión que le trasladaría desde Madrid al pequeño aeródromo de Rozas cerca del pueblo de Guitiriz en la provincia de Lugo. En ese enclave, el Caudillo de España había presenciado unas maniobras de la 81 División del Ejército de Tierra, el día 18 de agosto. El embajador, altanero y chulesco, dejaría escritas en su libro editado en 1946, y titulado “Embajador ante Franco en misión especial” una serie de “perlas” insultantes y de dudoso gusto, revelándose como un lamentable futurólogo y un ínfimo  analista político.

A la seis menos cuarto de la tarde de ese día 23, Franco recibió a Hoare en las Torres de Meirás.  La entrevista con el Caudillo, a la que también asistieron el ministro de Exteriores, conde de Jordana, y el barón de las Torres, jefe de Protocolo del Ministerio e intérprete, duraría cerca de dos horas y el embajador expondría Franco sus quejas por la presencia de la División Azul en el frente ruso, luchando en favor de los alemanes, exigiéndole fuese retirada; que los puertos españoles dejasen de acoger barcos alemanes y que se  paralizase el comercio de wolframio con Alemania. Que la Falange fuese  alejada del poder Y que España dejase de ser no beligerante. A todo ello respondió  Franco con evasivas, dilaciones, ambigüedades  y extrema cautela y prudencia de estadista.

Tras aquella entrevista, que Hoare calificaría de desconcertante, indignado, regresaría  a Madrid. Y de allí viajaría a Londres, donde permanecería varios meses, hasta su vuelta a España, a finales de octubre con su idea de desembarco en España desechada por Churchill.

Hoare, la prensa y televisión británicas airearían, a bombo y platillo, aquella, según ellos,  trascendental entrevista con Franco, haciendo Hoare unas desafortunadas declaraciones en las que se arrogaba el éxito de haber doblegado la voluntad del Caudillo y donde señalaba que Inglaterra estaba seriamente disconforme con las graves faltas cometidas contra la neutralidad por el Gobierno de Franco, tras haber hecho público la embajada española en Washington un comunicado diciendo que la entrevista  Franco–Hoare, había sido amistosa y satisfactoria.

Ante ello, Franco y el ministro de asuntos exteriores Conde de Jordana, mostraron su indignación, suspendiendo las conversaciones, manifestando que no estaban dispuestos a ceder ante ningún tipo de presión. Incluso retrasaría la vuelta a España de la División Azul,-en el mes de septiembre sería sustituida por la Legión Azul, una unidad tipo regimiento al mando del coronel García Navarro-,  una decisión ya tomada, y que desconocía Hoare y el propio gobierno inglés.  El conde de Jordana ordenó al embajador de España en Londres, Duque de Alba, que se entrevistase con el propio Hoare y el Foreing Office y les manifestase su enérgica protesta. Esto, unido a la desarticulación en España, de una importante red de espionaje británico, que informaba a Londres de zonas de la península muy concretas  y  de objetivos militares españoles con intención de atacarlos. Aquello representaría para Franco una prueba inequívoca  de que Gran Bretaña había traspasado todas las líneas en su injerencia en los asuntos internos de España.

En su libro, Hoare, haciendo referencia a aquella entrevista en Meirás,  dejaría escrito unos párrafos que rezuman rencor e impotencia sobre la figura del Caudillo de España: “Su inconsciencia era desconcertante. Aquí estaba el dictador de España, a cuatrocientas millas de su capital en un momento de crisis europea, sentado en la calma confortable de su salón, listo para hablar de los cultivos y el clima o las perspectivas de la temporada de caza con la misma voluntad que los tremendos sucesos que tienen lugar en el mundo, y todo el tiempo  dueño y satisfecho de sí mismo, y, al parecer, también, complaciente y aparentemente confiado en su propio futuro. Mis fuertes palabras, lejos de provocar explosiones, se esfumaron como si fueran algodón»”. No más canallescas son las referencias al Balneario de Guitiriz, sabiendo como sabía, el altanero inglés, que España se recobraba muy lentamente de una guerra civil de casi tres años de duración. “El hydro, o balneario como le llaman los españoles, era una barraca de gran tamaño humeante de azufre y llena de gran cantidad de personas con la piel amarilla (…). En torno al avión se agrupó un gran gentío, al que debió de enfrentarse una fuerte guardia  para evitar que los instrumentos y los neumáticos fuesen saqueados”. El acceso al Pazo de Meirás por carretera lo definiría así el pérfido británico “unos 60 kilómetros a lo largo de un camino empinado y sinuoso y sobre un país de matas»    

Sobre ese libro de Hoare, en 1977, una vez muerto Franco, el que fuera su ministro Ramón Serrano Suñer escribiría en las páginas de ABC lo siguiente:” Un libro que podía haber sido importante y no lo ha sido por haberlo estropeado el rencor y la preocupación por la “galería”. Un libro poco noble y no demasiado veraz porque  el autor tenía su imaginación enteramente consagrada a su juego favorito de soñar truculencias. Es un recurso literario muy mediocre por cierto, para dar fuerza dramática a su visión de una España tenebrosa con afición incorregible al melodrama. En vez de un libro serio, alto, documentado, sobre su experiencia en España; un libro para la historia, que seguramente nos hubiese sido adverso, pero ante el cual habríamos tenido que rendir los debidos honores, prefirió lamentablemente el insulto, al enjuiciamiento sereno, poniendo en fila  cuantas palabras injuriosas le brindaba el idioma inglés; con una imprudencia notoria, por otra parte, ya que en ese terreno era segura su derrota porque el castellano ofrece para ello vocabulario más fértil”.     

Tras la reunión Franco mantendría su tranquilidad  y su programa de actos inamovible, algo que sacaría de quicio a Hoare, quien le llamaría fatuo e inalterable. Hoare, en su displicencia y chulería, empañaría la labor que había realizada ante Franco el embajador norteamericano Carlton Hayes.

Franco tan “impresionado” por la audiencia con Hoare, seguiría recorriendo Galicia. Si antes de la entrevista en que el inglés creyó tener a Franco entre la espada y la pared, el Caudillo había inaugurado la Escuela Naval Militar de Marín; presenciado una maniobras de la 81 División del Ejército de Tierra  en Guitiriz  y presidido la gran manifestación Jubilar de la Falange Española en Santiago de Compostela, ahora giraría una visita al Arsenal Militar de El Ferrol,  donde fue cumplimentado por las autoridades y representaciones de la Armada. Allí le tributó honores una compañía del Torció Norte de Infantería de Marina. A la llegada del Generalísimo al arsenal, las baterías dispararon las salvas reglamentarias y la marinería de los buques, formada en cubierta, dio los saludos a la voz de ordenanza.

Tras recibir al embajador de la Gran Bretaña en el pazo de Meirás, el Caudillo de España, Francisco Franco, visitaba el Arsenal Militar de El Ferrol.

Acompañado del comandante general del Departamento Marítimo, almirante Moreno y del Arsenal Militar, contraalmirante Vierna, embarcó después en una falúa  y recorrió la bahía ferrolana para conocer varias instalaciones de carácter militar, así como pasó revista a varias unidades fondeadas en el Arsenal y  comprobó la construcción de varios buques de la Armada. Desembarcó posteriormente en el muelle de “Concepción Arenal”, donde pasó revista a una compañía del regimiento de Infantería número 35, que le rindió honores de ordenanza y donde un inmenso gentío allí congregado le hizo objeto de un caluroso recibimiento, dándole la bienvenida, en nombre de su ciudad natal, el alcalde, quien hizo entrega a la esposa del Caudillo de un ramo de claveles. Se encontraban también presentes las autoridades civiles, militares y eclesiásticas y el Ayuntamiento en corporación bajo mazas. Desde el muelle el Caudillo se trasladó al Parque Municipal, donde la Armada le ofreció una merienda, a la que asistieron representaciones de todos los cuerpos de la Marina.

El Caudillo visitaría también acompañado de su esposa e hija, el castillo de Santa Cruz, enclavado en el municipio coruñés de Oleiros, donado por la Marquesa de Cavalcanti, Nieves Blanca Quiroga Pardo Bazán   y que se había convertido en una residencia de huérfanos del arma de Caballería y de otras armas del Ejercito. El Caudillo recorrería sus dependencias y obsequiaría  a los 25 huérfanos que allí se alojaban con una merienda. Al día siguiente visitaría la Granja Agrícola de La Coruña; el Monasterio de Samos y la ciudad de Lugo, finalizando el mes de agosto visitando las rías bajas y recibiendo en Santiago de Compostela el título de alcalde perpetuo.

Franco sabía que tarde o temprano las potencias occidentales tendrían que contar con él. A diferencia de Hoare, -toda una lumbrera- para quien la URSS no representaría ningún peligro tras el final de la guerra mundial, pues Inglaterra  con su aliado norteamericano saldrían tan fuertes, que disuadirían cualquier plan de Stalin  para la posguerra. Hoare incluso se atrevió a decir que la influencia británica en Europa, tras la caída de Alemania, sería más fuerte que nunca desde la caída de Napoleón. La ceguera del inglés fue sin lugar a dudas monumental.   Franco sabía que esa alianza entre ingleses, yanquis y soviéticos, como así fue, sería efímera y saltaría por los aires hecha añicos, pues una vez destruida Alemania, Rusia consolidaría su preponderante situación desde el Atlántico al Pacífico, cuando Estados Unidos hubiese reforzado, por su parte su supremacía, los intereses europeos sufrirían la más grave y desgarradora crisis que jamás hubiese estallado en el viejo continente.

El tiempo le daría desgraciada y sobradamente la razón, cuando la URSS del asesino Stalin, puso su bota de hierro sobre media Europa, una vez finalizada la II guerra mundial, ante la complacencia suicida de un Churchill ebrio de ginebra y un disminuido, en silla de ruedas, presidente Norteamericano Roosevelt, y posteriormente su sustituto, otro siniestro personaje, Harry Truman, que permitirían, en las conferencias de Yalta y Potsdam, que la Unión Soviética tutelase a los países europeos que el ejército rojo había liberado en su marcha hacia Berlín, incluida la católica Polonia, a quien le robaría una porción de su territorio. Incluso se aceptaría la aberración de la partición de Alemania, cediéndole a la URSS  el control de Turingia, Sajonia, Mecklemburgo, Brandeburgo y Antepomerania. De ahí saldrían con posterioridad, entre otros asuntos, el asesinato de más un millón de personas desplazadas por la guerra;  la violación de más de dos millones de mujeres alemanas por parte de los soldados soviéticos; el pacto de Varsovia,  la Alemania roja y su muro de la vergüenza de Berlín, o la extensión del comunismo en Corea, Cuba, Vietnam  y otros lugares de América, Asia, y África, a base de sangre y muerte.

La guerra fría iniciada  en 1946, vendría a corroborar el pensamiento de Franco, algo a lo que ahora se adhería  el premier ingles Winston Churchill, al dejar en una de sus intervenciones, concretamente, en el Westminster College de Fulton, Missouri, la frase «telón de acero» tras el cual, según él,  se atrincheraban los enemigos de la democracia y la libertad. Era el comienzo de la Guerra Fría, cuyo primer capítulo tendría lugar en Grecia, en ese año 1946, cuando el ejército griego, con la inestimable y decisiva ayuda de la Gran Bretaña, lograba  derrotar a los comunistas del ELAS.

Franco, con sus dotes de excelente estadista, lograría capear aquella complicada situación. Sin embargo años oscuros se cernían sobre el futuro de España. Los aliados, que tanto debían a  España, a Franco y su neutralidad, lo que hizo posible que ganaran la guerra mundial, se olvidarían de sus promesas. El presidente norteamericano Roosevelt, ante el desembarco de los aliados en el Norte de África llegó a escribir  a Franco lo siguiente: “España debería conservar la neutralidad y permanecer al margen de la guerra. Mi querido General, España nada tiene que temer de las Naciones Unidas.”

Multitudinaria manifestación del pueblo Español en la Plaza de Oriente de Madrid.

Lamentablemente no sucedería así. Una vez finalizada la II guerra mundial, olvidándose del enorme servicio realizado por la España de Franco a la causa del mundo libre, con Moscú como gran beneficiado, los aliados  someterían a España a un indigno, malvado, asfixiante  e injusto bloqueo, condenando a España, retirando de nuestro suelo a los embajadores, y ofreciendo ayudas económicas a fin de lograr, por cualquier medio,  la caída del régimen presidido por el Generalísimo. Sin embargo el tiro les saldría por la culata y la plaza de Oriente de Madrid,  un 9 de diciembre de 1946, atestada por miles de españoles, dictaría su veredicto, contra la injerencia extranjera, saludando entusiásticamente a Franco cuando se asomó al balcón principal del Palacio Real. Desde allí Franco dirá a los congregados: “España no quiere ser gobernada desde fuera. No admitimos intromisiones. Nadie tiene derecho a mezclarse en lo que es privativo de cada nación. Volvemos en la historia a polarizar la atención del mundo. Es evidente que volvemos a llevar al mundo colgado de los pies”. España se preparaba a resistir con el mudo colgado de los pies  Y a fe de que lo lograría. Una pancarta exhibida por un castizo en aquella magna manifestación de la plaza de Oriente lo dejaba bien  a las claras: “Si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos. ¡Y bien puestos! “ 

Autor

Carlos Fernández Barallobre
Carlos Fernández Barallobre
Nacido en La Coruña el 1 de abril de 1957. Cursó estudios de derecho, carrera que abandonó para dedicarse al mundo empresarial. Fue también director de una residencia Universitaria y durante varios años director de las actividades culturales y Deportivas del prestigioso centro educativo de La Coruña, Liceo. Fue Presidente del Sporting Club Casino de la Coruña y vicepresidente de la Comisión Promotora de las Hogueras de San Juan de La Coruña. Apasionado de la historia, ha colaborado en diferentes medios escritos y radiofónicos. Proveniente de la Organización Juvenil Española, pasó luego a la Guardia de Franco.

En 1976 pasa a militar en Fuerza Nueva y es nombrado jefe Regional de Fuerza Joven de Galicia y Consejero Nacional. Está en posesión de la Orden del Mérito Militar de 1ª clase con distintivo blanco. Miembro de la Fundación Nacional Francisco Franco, es desde septiembre de 2017, el miembro de la Fundación Nacional Francisco Franco, encargado de guiar las visitas al Pazo de Meiras. Está en posesión del título de Caballero de Honor de dicha Fundación, a propuesta de la Junta directiva presidida por el general D. Juan Chicharro Ortega.

 
LEER MÁS:  34 aniversario del atentado de la casa cuartel de Zaragoza. Por Jesús Longueira
Últimas entradas