Giuseppe Sarto nació en junio de 1835 en Riese (nordeste de Italia) en el seno de una familia pobre y numerosa. Fue el segundo de diez hijos de un cartero, Giovanni Battista Sarto (originario de Polonia, que se llamaba en realidad Jan Krawiec) y de una costurera, Margarita Sansoni, que emigraron a Italia después de la ocupación de Prusia.
A los once años, todos los días se desplazaba (ida y vuelta) andando a Castelfranco, a siete kilómetros de distancia, para cursar los estudios. Aquellas caminatas destrozaron sus sandalias, por lo que decidió recorrer el camino descalzo. Desde muy niño se sintió llamado al sacerdocio. En una ocasión, durante la catequesis parroquial, el párroco, para atraer la atención de los niños, afirmó: “Regalaré una manzana a quien me diga dónde está Dios”. El pequeño José se levantó como un resorte y dijo: “Y yo regalaré dos, si sabe alguien dónde Dios no está”.
Fue ordenado sacerdote a los 23 años, en 1858 (fecha de las apariciones de Lourdes) y trabajó para ayudar a los enfermos durante una plaga de cólera a gran escala que afectó el norte de Italia durante la década de 1870. En 1884, fue nombrado obispo de Mantua por el papá León XIII. En junio de 1891 fue elevado a Asistente del Trono Pontificio. Fue cardenal-patriarca de Venecia desde 1894, prescindiendo de una buena parte de la servidumbre y sin tolerar que nadie (fuera de sus hermanas) le preparase la comida. A partir de agosto de 1903, cuando fue designado papá, decidió romper con la costumbre de los pontífices (desde Urbano VIII) de comer en soledad. Eligiendo su nombre para su pontificado, declaró: “Puesto que debo sufrir, tomó el nombre de los que han sufrido: me llamaré Pío”. Se presentó a su coronación papal con solo una cruz de metal dorado. Cuando su séquito mostró grave preocupación, confesó que, al crecer en la pobreza, era el único que había tenido. Era evidente que Pío X se sentía desconcertado y tal vez un poco escandalizado, ante la pompa y la magnificencia del ceremonial en la corte pontificia. En una ocasión, antes de cierta ceremonia, exclamó ante un viejo amigo suyo: «¡Mira cómo me han vestido!» y se echó a llorar. Se dijo que su tiara estaba formada por tres coronas: pobreza, humildad y bondad”. Tuvo como lema “instaurar todas las cosas en Cristo” (Instaurare omnia in Christo).
Pío X, a pesar de no haber tenido un doctorado, hizo milagros en vida: una vez sostuvo a un muchacho paralizado, el cual se soltó de sus brazos y comenzó a correr alegre por la habitación. En otra ocasión, una pareja le pidió su ayuda para sanar a su hijo con meningitis, por lo que les aconsejó ayunar y rezar. Resultó que, dos días después, el niño estaba curado. También una monja que sufría de tuberculosis muy avanzada le pidió por su salud. La única respuesta del Papa fue “sí” mientras colocaba sus manos sobre la cabeza de la religiosa. Esa misma tarde, el médico determinaba que estaba totalmente sana.
Pío X fue un gran catequista y, con su impulso, se publicó el Catecismo que lleva su nombre. Hasta 1911 solía enseñar catecismo en el cortile de San Dámaso y en el de la Piña, en el Vaticano. Conservador, se opuso al liberalismo intelectual, publicando un decreto en el que condenaba 65 proposiciones modernistas e incluyó varias obras en el Índice de Libros Prohibidos. Durante su pontificado, la legislación anticlerical y el laicismo de Francia y Portugal debilitaron la Iglesia. Se produjo la ruptura de las relaciones de la Santa Sede con Francia, al ser votada en el Parlamento francés la ley de separación entre la Iglesia y el Estado (1905). Pío X condenó la confiscación de las propiedades eclesiásticas y la prohibición de la educación religiosa en estos países. Su papado fue uno de doctrina neotomista, destruyendo los enfoques relativistas de Dios. Mediante el decreto Lamentabili y la encíclica Pascendi, criticó los errores del modernismo. Asimismo, restauró el canto gregoriano en la liturgia, realzando la importancia de la música sacra en las celebraciones. Fomentó la devoción a la Eucaristía, exhortando a la comunión muy frecuente y rebajando a los 7 años la edad de los niños para recibir la Primera Comunión. En aquel tiempo, la comunión diaria se consideraba como algo extraordinario o incluso indebido. Eliminó la costumbre de conferir títulos de nobleza a sus familiares. «Por disposición de Dios, mis hermanas son hermanas del Papa y eso debe bastar». Su muerte, en agosto de 1914, coincidió con la fecha en que Alemania invadió Bruselas, al principio de la Primera Guerra Mundial. Semanas antes de su muerte, el embajador del Imperio austro húngaro pidió audiencia al Santo Padre y le dijo: «millares de católicos figuran en los ejércitos de Austria y de Alemania. Pedimos a Su Santidad que bendiga a los ejércitos que marchan a luchar contra las tropas de Serbia», a lo que Pío X contestó: «No. Yo soy Papa, pero el Papa de todos los católicos del mundo, y no puedo bendecir a unos cuando van a luchar contra otros. Yo bendigo la paz, no la guerra«. Junto al trono, de pie, se encontraban entonces el cardenal español Secretario de Estado, Merry del Val, y la alta y delgada figura de monseñor Pacelli, que más tarde sería Pío XII. La primera Guerra Mundial fue para Pío X un golpe fatal. «Esta será la última aflicción que me mande el Señor. Con gusto daría mi vida para salvar a mis pobres hijos de esta terrible calamidad”. Pocos días más tarde sufrió una bronquitis; al día siguiente, 20 de agosto, murió. «Nací pobre, he vivido en la pobreza y quiero morir pobre», dijo en su testamento. Demostró la verdad de aquellas palabras: su pobreza era tanta que hasta la prensa anticlerical quedó admirada. Fue canonizado solemnemente en 1954 por Pío XII, ante la enorme multitud que llenaba la Plaza de San Pedro. Aquel fue el primer Papa al que se canonizaba desde Pío V, en 1672.
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