21/11/2024 13:03

Hombres y mujeres salimos del útero materno con algunas tendencias e inclinaciones innatas. A menudo se dice que el instinto materno lo llevamos las mujeres desde el propio seno materno, aunque viendo esta sociedad tan instaurada en la postura anti concepcional que sólo se complace en la autoafirmación, que promueve el sexo y el placer por doquier cerrándose a la vida, cuesta reconocer que esto siga siendo así.

No obstante y pese a todo, presumamos de la vigencia de ese impulso materno de toda mujer que, además, nos ayuda a mejor comprender esas aterradoras estadísticas que revelan cuantas mujeres tras abortar piensan en el suicidio. Manteniendo, repito, ese instinto materno que nos acompaña desde la cuna descubrimos el desamparo e inseguridad de la mujer ante embarazos no esperados llegando muchas al final de la gestación en total soledad, como corredores de fondo, salvando todo tipo de obstáculos para que el bebé llegue a buen término. Ese es el instinto. Y ahí debemos volcar toda nuestra ayuda como sociedad y como católicos.

Decía San Juan Pablo II en su Carta a las familias en 1994 que la familia contemporánea, como la de siempre, va buscando el amor hermoso. Un amor no hermoso, o sea, reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia o a un recíproco uso del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus debilidades. Y actualmente observamos con tristeza que el sexo se ha divorciado del amor y cada acto sexual no se realiza ni siquiera con la conciencia de que puede dar lugar a una nueva vida, resultando un castigo cualquier embarazo inesperado, olvidando que deberíamos acogerlo siempre con alegría porque ninguna vida nueva es un error… es algo precioso a los ojos de Dios.

Más allá aún, de sexo sin amor y amor sin compromiso, hay actitudes de mujeres que fortalecidas social y jurídicamente, cegadas, “empoderadas” o engañadas merced a las demoníacas campañas que promueven como sinónimo de liberación sexual, la promiscuidad fugaz, desordenada y antinatural, alardean de lo que consideran su total autonomía. Son abducidas por mensajes publicitarios que se complacen en enturbiar las relaciones entre hombres y mujeres; por leyes que las hacen percibirse soberanas, dueñas de su cuerpo y de su propia sexualidad, decidiendo únicamente ellas sobre el destino de una vida que se desarrolla en sus entrañas, porque el mensaje que actualmente se transmite es la necesidad de prescindir de los hombres acusados de ser los responsables de todo el mal del mundo.

La mujer decide unilateralmente si aborta a su hijo, negando el derecho moral del padre de impedir ese aborto. Y si el padre no quiere desatender su responsabilidad, es arrinconado y anulado sin que pueda preservar la vida del bebé. No se le concede legal ni moralmente derecho alguno a obstaculizar el aborto, mientras que no tiene opción a desentenderse si la madre le demanda por alimentos.

Lo natural es que el padre esté siempre presente y no ausente porque la maternidad se apoya en la paternidad y estar involucrado proporciona a los hombres un camino hacia la perfección y la felicidad. No es justo que al padre se le impida vivir la paternidad como si no fuera capaz de asumir su responsabilidad, incluso llevándola a cabo en solitario si la madre se empecina en rechazar al hijo.

¿Por qué negamos al hombre la entrega sincera a la crianza de su hijo? ¿No es capaz de ternura? ¿Acaso el padre sólo vale para que le descuenten de sus nóminas la manutención de los hijos que la mujer decide tener? No nos equivoquemos… Los padres son esos hombres que naturalmente, a imitación de San José, sienten amor por sus hijos. Estoy segura que los lectores de estas líneas pueden evocar la bondad, ternura y desvelos de sus padres.

Hablemos también del “Genio del hombre”. Recordemos la Carta apostólica “Con corazón de padre”, un padre cariñoso, tierno y amoroso; un protagonista creativamente valiente; un padre trabajador, que actúa desde la sombra. Cuando un padre ve a su hijo, siente ternura. La ternura se vuelve fuerte cuando atraviesa dificultades, es como un resorte que nos mueve a buscar soluciones a los problemas. Y fue el caso de San José, que tuvo que enfrentarse a cosas muy complicadas. El corazón del padre puede buscar soluciones.

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Construyamos la civilización del amor sin marginar al hombre y que ellos sean una voz, que tengan voz y voto en la decisión de salvar a sus hijos, porque no se trata del cuerpo de una mujer, sino de la vida de sus hijos que crece en las entrañas de las madres.

Al igual que San José, el hombre puede y debe tener un protagonismo en la historia de la salvación con minúscula, de historias cotidianas, de salvación de vidas.

Gracia M.ª Pellicer de Juan

Colaboradora de Enraizados

Autor

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