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Existen imágenes afortunadas, destiladas por alguien en un momento de feliz intuición y a las cuales volvemos una y otra vez. Una de ellas es el País de los Juguetes, un episodio de la fábula de Pinocho, donde la promesa de una vida regalada y de vacaciones permanentes se muta en el destino atroz de los niños, convertidos primero en burros y luego esclavizados. No se podría describir mejor la sociedad del consumo y del hedonismo como ideal de vida.
Otra de estas imágenes es la del burro que trota en círculos, persiguiendo eternamente una zanahoria que cuelga de un palo delante de su hocico; esta segunda imagen es metáfora de muchas cosas, pero en particular nos dice la verdad profunda acerca de la “filosofía” del crecimiento económico a ultranza. Pero más que “filosofía” habría que llamarla una forma de alienación mental, una especie de virus de la mente: la doctrina de que hay que crecer siempre, de que es un fin en sí mismo aumentar el volumen del dinero y la economía; con el corolario de que nunca se debe frenar, disminuir la actividad, tomarse un descanso.
Es poner el carro delante de los bueyes: no es la actividad económica la que debe responder a las necesidades humanas, sino que aquélla es un fin en sí mismo y las necesidades humanas deben estar a su servicio, y si es necesario ser aumentadas o fabricadas.
Como cualquiera sabe (si no le han pervertido facultades básicas de razonamiento en algún máster carísimo) nada puede crecer continuamente y antes o después se debe alcanzar un punto estable. El crecimiento como fin en sí mismo existe solamente en los procesos patológicos como el cáncer; si crecer indefinidamente es la única manera que el vigente sistema económico tiene de proveer bienestar y medios de vida, es que hay algo profundamente insensato, demencial, en la forma en que está organizado.
El burro de la zanahoria sólo ve el trozo de camino que tiene delante y no percibe absurdo de su eterno recorrido en círculos porque no sale de él, ni con el cuerpo ni con la mente. De la misma manera, si permanecemos siempre dentro del sistema sin hacernos preguntas nunca percibiremos la falta de sentido.
Este absurdo se ha hecho más evidente que nunca en la situación actual de frenazo económico (“desaceleración” en el lenguaje a la moda pedante y ridículo) debida al coronavirus, que nos ha confinado en casa y ha impuesto el momentáneo cierre o reducción de muchas actividades. No creo exagerar diciendo que esta disminución momentánea de la actividad económica se ha convertido en la principal preocupación, si no la única; como si dejar de crecer o incluso decrecer, durante un tiempo, fuese el fin del mundo.
Muchos lectores recordarán, al principio de la crisis sanitaria en Estados Unidos, las declaraciones de cierto gobernador, contrario a las medidas de confinamiento y al cierre temporal de la actividad económica. Más o menos decía que a los mayores como él no les importaba arriesgar su vida en nombre del bien del país, del modo de vida y el modelo de la sociedad que habían construido y amaban. Unas palabras en sí mismas impecables, que denotan nobleza y a las cuales no hay nada que objetar, siempre y cuando el objeto del sacrificio sea algo que valga la pena: la libertad, la defensa de la propia identidad y cultura, de la manera de entender el mundo, de la propia fe, de la Patria. Las palabras del gobernador sin embargo se vuelven ridículas y patéticas (cuando no simplemente dictadas por senilidad) cuando nos damos cuenta de que el sacrificio propuesto era en nombre de la economía; de que los “valores” propuestos se resuelven en que no debe decrecer, ni siquiera durante unos meses, la suma del valor de los bienes y servicios intercambiados en el país (el PIB).
Qué tristeza.
Es como si el burro afectado por unas fiebres o un momento de desfallecimiento se desesperara porque no puede correr tan rápido como antes, aunque pueda volver a hacerlo cuando se recupere.
Porque esto es lo que está sucediendo. No estamos ante una catástrofe cósmica. Seguirán sobrando comida y bienes allá donde sobran; donde faltan seguirán faltando y allí el coronavirus será un problema más, ni siquiera el mayor de ellos. ¿Qué problema hay en reducir la actividad económica durante unos meses, mientras se controla de alguna manera la situación sanitaria?
El único problema es que estamos en un mundo enloquecido, un mecanismo que en realidad no controlamos y que por su lógica interna (o más bien falta de lógica en sentido superior) debe funcionar cada vez más rápido, que no puede detenerse ni aflojar ni siquiera un momento porque empieza inmediatamente a griparse.
Este es el verdadero virus, el que está en la mente y nos han inoculado sin que nos demos cuenta: el convencimiento de que el drama es la reducción de volumen de la economía. Pero los verdaderos dramas son otra cosa. Por ejemplo, que apareciese un virus realmente cabrón: de larga incubación, muy contagioso y letal como el ébola o la peste; o que una enfermedad destruyese la mayor parte de los cultivos como en la novela catastrofista La muerte de la hierba.
Sin ponernos tan tremendistas, nuestros padres y abuelos vivieron situaciones bastante más difíciles que ésta en la guerra y la posguerra. Pero es que la sociedad del bienestar nos ha vuelto tan mierdas que nos ahogamos en un vaso de agua.
El hecho de que debamos parar o ralentizar la economía es sólo un inconveniente. A este respecto que no se preocupe nadie: dentro de un año habremos “recuperado” el terreno “perdido”, seguiremos produciendo como locos y consumiendo compulsivamente.
No quiero que se me entienda mal esto: es evidente que es una situación que conlleva problemas para millones de personas, pérdida de puestos de trabajo y de medios de vida. Pero no debemos confundir los fines y los medios. Lo que necesitamos todos es un medio de vida y cubrir nuestras necesidades, no el trabajo y la economía como fines en sí mismos.
Si en un evento inesperado como éste muchas personas se ven en dificultades, la solución debería ser técnica porque es un problema de redistribución del trabajo y la producción. Ni falta la comida ni los bienes; por tanto, no es posible que la única solución sea volver a producir lo más aprisa posible, sin que sea posible pararse durante un tiempo. No digo que sea un problema sencillo o inmediato de resolver, pero sí que es un problema técnico de economía, no un problema de fondo; para eso están (o debieran) los economistas y los grandes economistas, con sus sueldos de seis cifras.
Es necesario abandonar el paradigma del crecimiento económico; esta opinión creo que es compartida por muchas más personas de las que se suele pensar, pero se trata de corrientes de opinión bastante ocultadas por el pensamiento único de los medios. Además, puesto que cuestionar la doctrina del crecimiento es anatema para la actual doctrina de liberalismo económico, el tema se está dejando en manos de la izquierda cultural; que naturalmente, mezcla esta exigencia legítima con toda su parafernalia de degeneración social y agenda oculta: globalismo, inmigracionismo y destrucción de las patrias, odio a la cultura blanca y occidental, basura feminista y de género, y todo el repugnante etcétera.
Pero no hay ningún motivo para que esto sea así: la denuncia del modelo actual de economía liberal puede y debe ir de la mano con la defensa de la salud social y cultural, la reivindicación de las patrias, las fronteras y la identidad.
Esta es una de las tareas que tenemos delante de nosotros: extirpar el virus de la mente y dejar de ser el burro que corre tras la zanahoria. Pero al mismo tiempo reivindicando valores de salud, normalidad e identidad. La condición necesaria para ello es mantenerse en las antípodas de todas las falsas alternativas políticas e ideológicas “respetables” que no son más que varias corrientes de un partido único; o si queremos las estanterías de un supermercado donde se nos vende el mismo producto, de mala calidad, con diferentes etiquetas.
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