21/11/2024 14:57
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Fijaos, queridos niños, en el asombroso parecido físico entre los erizos de mar y los congojavirus… ahí va mi historia personal sobre su analogía y sobre un método de cura mucho más coherente, pero a años luz, que las medidas mundiales implementadas por los de la plandemia.

Medio año antes de que nos endilgaran el euro, mi vida transcurría gloriosa, mojada, soleada y feliz en Eivissa, entre navegación a vela, trasiego vehemente, laboro en la cocina de un enorme hotel de 4 estrellas (y lleno de estrellados, sobre todo los empleados como yo), naturaleza a pleno pulmón, payeses y pescadores amigos, visitas de amistades peninsulares; guías puntuales y gratuitas –por mi cara bonita – al coñazo de las discotecas y, por supuesto, retozando con la empleada más buenorra del hotel – y como no era un hotel de orcos, uno de los monumentos veinteañeros más impresionantes que han pisado la isla –  una catalana llamada Ángela (que era realmente un demonio… ¡pero qué diablos, estaba tan buena que un poco de pestilencia a azufre era soportable, muy soportable! ).

Ahora soy consciente de que los covidiotas han estado ahí siempre, y siempre existirán. Un día me topé de bruces con muchos de estos, en su mayoría mujeres.  Esa tarde estaba yo nadando con mi amante –y casi amiga y hasta medio novia – hasta que llegamos a un pequeño arrecife, donde la imprudente pisó la roca sin mirar donde ponía el pie. Y, claro, ante esa temeridad pasó lo que tenía que pasar: aplastó un erizo de mar (especie protegida, por cierto… menos mal que no estaban los de green peace o chalados por el estilo). Dicen que pisar un bicho de estos duele muchísimo. Yo jamás lo he hecho, pese a haber estado junto a decenas de miles y haber pescado unos cuantos puñados. Volvimos a la cala de la que partimos y salimos del mar, ella cojeando y yo como su muleta . En seguida la gente se arremolinó ante nosotros, debido a los gestos de dolor de la doncella. Aquí aparecieron los primeros covidiotas de la historia.

Días antes había hecho un improvisado experimento sociológico en esa misma cala (estas cosas las hago mucho). Estando en el mar, con la catalana, le quité la parte de arriba del bikini, pues ella tenía cierto pudor en enseñar en público sus abrumadores encantos desnudos. Siempre he sido un tipo solidario y quería compartir sus suntuosos y sensuales senos (para el que no me haya leído antes, recuerdo que soy amante de la cacofonía). Ella no quería, con la boca pequeña, claro, porque era más coqueta que Betty Boop; pero la convencí de que me dejara esa parte del bikini, para probar yo a nadar con semejante coraza. Es de las cosas más molestas que he hecho en la vida, pero me sirvió para “obligarla” a salir en top less y a hacer el experimento. Le dije que saldríamos al mismo tiempo, yo con su parte del bikini puesto, separados unos 10 metros y que estaba seguro de que la gente me miraría más a mí que a ella: porque la belleza pierde ante lo estrambótico y lo raro. Efectivamente, todas las miradas se fueron al menda, en vez de al pibón, y eso que en esa cala no había casi topless.

Vuelvo con los covidiotas. La preciosa demonio se sentó en una toalla, gimoteando de lo lindo, lo cual llega a ser enternecedor tratándose de un mujerón rubio en tetas. Esto me recuerda al lunar del chiste del enorme Gila: “¿Y ese lunar tan bonito que me lo como a besos? – le decía a mi mujer, de novios. Ahora le digo: a ver si te quitas ya esa verruga asquerosa)”. Las iluminadas y algún iluminado empezaron a observar la pezuña de la carnera del averno, y cada uno elaboraba una teoría curativa, a cada cual más disparatada. La turba me condenó al ostracismo, pese a mi derecho de pernada sobre la bella catalana y mis gritos de: “¡quitaos de en medio, coño, que vamos a ir al hotel (estaba a 500 metros) y que el médico le saque las púas!”. Nada, mis gritos no llegaron a su destino, lugar donde estaba una de las mujeres más grandes que habitaban la isla, con una enorme chancla en la mano, gritando: “¡Están vivas, están vivas! ¡Hay que matarlas o se meten en el cuerpo!” Se refería a las púas del erizo, que sonreían clavadas en la planta, ajenas al revuelo que estaban ocasionando. Yo me reí, incrédulo, mientras la mujerona se hizo fuerte y agarró la pierna tan bien depilada y bronceada… No pude interponerme entre la turba, la gorda de la chancla y mi derecho de pernada… en un instante ya estaba soltando chanclazos a diestro y siniestro sobre la planta del pie. Cuando la bestia parda creyó “haber matado las púas” y la turba se deshizo, cogí a la catalana, cuyo dolor había aumentado exponencialmente a cada golpe de estupidez, y me la llevé a la enfermería del hotel, lugar donde el médico alucinó preguntando cómo podían habérsele clavado las púas hasta el fondo, algo que jamás había visto y físicamente imposible… Mientra raspaba el pié y hurgaba con pinzas, le dije lo de la chancla y exclamó un: “¡Ah! claro!” Y siguió a lo suyo. Ser médico en un gran hotel de Eivissa inmuniza cualquier capacidad de asombro.

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¿Qué estarán haciendo ahora estos de la turba sanadora de pisadas a erizos? ¡Miedo me dan en esta congojavírica época! Por cierto, a lo mejor la descomunal tarada de la chancla tenía razón y una de esas púas sí que penetró en el lascivo cuerpo y llegó al cerebro de la catalana, pues días después esta chica me soltó uno de los disparates más colosales que me han soltado, aunque también es uno de los mejores piropos. Juzgar vosotros:  “Por mi carácter sé que nunca me casaré ni tendré una pareja estable, pero quiero ser madre, y seré madre soltera, claro. Me gustaría que tú fueras el padre, alguien con tu inteligencia y tu físico. Todavía faltan muchos años, ¿pero el día qué decida ser madre puedo contar contigo para que vengas a dejarme embarazada?”.

Después de negarme en rotundo, alegando que no soy ninguna máquina de hacer nenes y que ser padre es algo muy serio, le sonreí diciendo que era demasiado arriesgado, que la madre naturaleza podría dotar al vástago con los genes de ella y no con los míos… Se rió, porque no comprendió mi desprecio. No obstante, lo poco que estuvimos juntos –que fue ese verano – tomé severas medidas anticonceptivas, por si la púa del erizo incrustada en su cerebro hacía de las suyas… y quería adelantar la maternidad de su anfitriona. Eso sí (cerrad los ojos, queridos niños), el proceso de elaboración de cabezones lo seguimos realizando. Soy buen cocinero y muchas veces me gusta más cocinar para los demás que comerme lo cocinado. No todos los medios buscan su aparente fin.

Autor

REDACCIÓN