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En la excelente novela de Delibes (o en la magnífica adaptación cinematográfica de Mario Camus), Los santos inocentes,  Paco, el Bajo es el personaje más humillado y, al mismo tiempo, de los más «queridos» por el señorito Iván. Y ello, porque éste lo obliga a comportarse como si fuese un perro eficaz e imprescindible en las batidas de caza: fiel, muy obediente, agradecido, digno de alabanzas y consideraciones, pero perro al cabo. Es sumiso, mansurrón, algo bobalicón, pacífico y resignado. Todo lo acepta de buen grado y sin rechistar («ae, a mandar, que para eso estamos», es la respuesta habitual de Paco ante cualquier requerimiento de los señores o de don Pedro, el “Périto”). Paco, el Bajo posee inteligencia natural, ingenio y unas dotes inusuales para rastrear, olfateándolas, las piezas abatidas o la presencia de personas y animales.

Smartphone, nuestro espía

Hoy, en casi todo el orbe planetario, las autoridades visibles, digamos de rango intermedio, tal Paco el Bajo. Nos rastrean, tocha en el suelo, olisquean, apabullante achique de espacios. El smart, nuestro ataúd, nuestro espía cotidiano. Nosotros, animales heridos. La búsqueda de piezas de caza mayor heridas es indisociable parte de la caza desde siglos atrás, partiendo de la necesidad de encontrar el animal herido por supervivencia. La utilización de un carnívoro domesticado, como el perro, que usa su instinto natural de depredador para buscar al animal debilitado, ya moribundo, incrementa las posibilidades de encontrar las reses heridas.

Los elementos en los que se apoya el cazador en el mundillo cinegético para abatir un animal se han perfeccionado mucho en los últimos tiempos, tanto por las propias armas utilizadas, como por la munición, a saber, uso de miras telescópicas, prismáticos, telémetros. En nuestra tecnocracia, vigilancia y control totales. Con nuestras lastimosas anuencia y servidumbre, la pieza magullada, tarde o temprano, capturada. Geolocalizada, dizque. Son perros humanos. Nosotros, animales heridos.

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¿Y el dueño del perro?

El señorito Iván. Antojadizo, despótico y egoísta, no tolera el «fallo» de su sabueso.  En ese sentido, «el Ivancito se acostumbró a la compañía de Paco, el Bajo, y a sacar partido de su olfato y su afición y resolvió pulirle, pues Paco, el Bajo, flaqueaba en la carga». Tan arbitrario es Iván, que cuando Paco se lesiona por segunda vez, llega a decir que lo ocurrido ha sido «tal que si lo hubiera hecho a posta». Caer lesionado es poco menos que deliberada felonía; por eso, se siente traicionado por esa desatención que lea acaba de proporcionar el criado: «¿qué te pasa ahora, Paco, coño? Ya es mucha mariconería esto, ¿no te parece?». Relajarse, lo mínimo.

Ya vimos como Paco se jorobaba por segunda vez. Paco, empinado en lo alto de un árbol, sacudía el cimbel como reclamo. Se despeña desde lo alto y se casca una pierna. La cacería salvaje del señorito Iván debe continuar, como el show del gran Mercury. En esta ocasión, acompañado por Azarías, que hace de secretario. Pero el señorito Iván comete grave – imperdonable- error. Broma macabra, mata a la milana bonita. «¿Oyes, Régula?, la Niña Chica llora porque el señorito me ha matado la milana». La ira se apodera de todo y todos, lectores y espectadores incluidos. Cólera poco santa, sea dicho.

¿El fin justifica los medios?

Los opresivos amos del universo degradan – y seguirán haciéndolo- al ser humano a la categoría de utensilio sin dignidad, como hace el señorito Iván en Los santos inocentes. El señorito Iván, señorial cazador totalitario, tal vez la horca devenga apacible destino parangonado con los apetitos de un público ahorcado lentamente desde antes de tomar asiento en la butaca. De ahí la entendible pertinencia de los aplausos y la orgía –brutal- de adrenalina desamarrada ante la sinrazón colgada de un árbol por un verdugo de inocente naturaleza. Azarías somos todos, la milana también. Tal vez seamos, mejor dicho, jabalíes heridos, capaces de cualquier heroicidad en su peor momento. El nudo corredizo aguarda al señorito Iván y, cuando sus pies inertes balanceen, un ¿merecido? aplauso detonará.

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¿Legitimar un crimen? ¿El fin justifica los medios? Eternos dilemas. Les apuro mi trémula respuesta. Cuando vi la película siendo un criajo, el asesinato de Iván (portentosamente encarnado por Juan Diego) nada me alegró. Pero, tampoco, nada me apenó. En fin.

Autor

Luys Coleto
Luys Coleto
Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.