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En un libro publicado por el que fue subdirector delegado de La Vanguardia en Madrid (Enric Juliana, La España de los pingüinos, Barcelona, 2006) se defiende la tesis de que el enconado debate que de un tiempo a esta parte se ha planteado en el Estado español en torno al modelo de distribución territorial de poder, no es una expresión actualizada del secular antagonismo que enfrenta a las dos Españas, sino un modo de reaccionar frente a las incertidumbres que genera la coyuntura internacional, definida, entre otros factores, por la globalización, la inseguridad mundial, la crisis de la Unión Europea y los efectos que produce la división internacional del trabajo.

Según la percepción de Enric Juliana, la crisis que atraviesa el Estado de las autonomías no obedece tanto a razones endógenas, nacidas de su intrínseca inviabilidad, su errónea concepción, su defectuoso diseño o su criticable gestión, sino a causas exógenas. En una Europa estancada y asediada por la incertidumbre, donde el temor a perder cotas de bienestar empuja a todos los países miembros a adoptar posiciones defensivas y a replegarse sobre sí mismos, España reacciona también, pero lo hace fraccionada: «En España, afirma Juliana, también se grita ¡adentro!, pero cada uno para su casa. También a la hora de situarse a la defensiva, España se manifiesta plural, ¡no uno, sino diecisiete cascarones!».

En opinión de Erkoreka, este análisis encierra un punto de originalidad, pero es más que cuestionable. Cree que el debate territorial que casi monopoliza el espacio público durante los últimos años, no responde ni exclusiva ni principalmente a las razones de coyuntura internacional que Juliana menciona en su libro, sino a causas nacidas de la propia sociología política hispana.

Durante los últimos cincuenta años, desde la aprobación de la Constitución de 1978, en el seno del Estado español han coexistido cuando menos, cuatro proyectos nacionales que se han hecho visibles institucionalmente en el último decenio como causa-efecto de la aplicación de esta ley de leyes. Además del español propiamente dicho, que ha contado a su favor con todo el utillaje persuasivo y coercitivo que suministra un Estado moderno, en el escenario político hispano han concurrido, también, cuando menos, para que nadie me replique, un proyecto nacional catalán, otro vasco y otro gallego. Interesa anotar, además, que estos tres últimos han sido formulados y defendidos en términos, no diré que radicalmente incompatibles, pero sí difícilmente conciliables con el primero. Cuando el impulso catalanista, vasquista o galleguista transciende sus bases originariamente lingüísticas o culturales para penetrar de lleno en el terreno político, acaba transformándose en un proyecto nacional, que reivindica para sí todos los elementos y atributos que definen y configuran una nación.

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Esta circunstancia ha hecho que, con cierta periodicidad, la convivencia se haya visto resentida por crisis cíclicas que son, fundamentalmente, producto del insatisfactorio ensamblaje con el que han sido articulados esos cuatro proyectos nacionales y no de genéricas causas de carácter internacional.

Cualquiera que se haya aproximado mínimamente a la historia española de los últimos cien años, tiene razones para saber que, en el ruedo ibérico, el debate territorial, tal y como se está manifestando durante esta legislatura, ni es nuevo, ni se presenta cualitativamente renovado. Antes, al contrario, las razones y alegatos que hoy se aducen para nutrirlo, son prácticamente los mismos que, sin necesidad de remontarse más allá, se adujeron hace ochenta años cuando la Constitución de la II República hizo posible la estructuración descentralizada del Estado. En mayo de 1931, el periodista catalán Josep Pla observaba en una de sus crónicas políticas que «Cada día es más difícil hablar en Madrid de la cuestión catalana. Mi opinión es que los acontecimientos de Cataluña se ven en Madrid, y en general en toda la Península, con una notoria aprensión». Si esto lo hubiese escrito en 2020, su reflexión hubiese tenido, probablemente, tanta actualidad y validez como cuando la publicó en La Veu de Catalunya, en los albores de la etapa republicana. Tampoco la manifestación contra el Estatut que el invierno de 2009 organizó el PP en la plaza del Sol de Madrid fue algo inédito, original o novedoso. La capital de España ya conoció un acto similar en 1932, impulsado por los sectores más rabiosamente centralistas y conservadores de la época.

En España, hay, pues, razones endógenas que explican por sí mismas la crisis que atraviesa el Estado autonómico, sin necesidad de indagar sus causas en la coyuntura internacional, sin quitar importancia a este factor.

Pero, en cualquier caso, hay dos cuestiones que surgen de inmediato ante el observador que se aproxima con un mínimo de perspicacia y desapasionamiento al debate territorial español. Una cuestión que no por incómoda o controvertida debe dejar de plantearse, si se quiere abordar el asunto de una manera cabal. ¿Hasta qué punto cabe afirmar que tras este debate territorial recurrente y repetitivo, se oculta un proyecto nacional español fracasado tal y como se ha entendido hasta ahora en la Constitución de 1978? Porque, incluso dando por válida la tesis de Juliana, que, en parte, se puede conceder, ¿acaso el hecho de que España sea incapaz de prefigurar en todo su territorio un «nosotros» compartido y solidario dispuesto a reaccionar como un solo hombre ante los riesgos y las adversidades procedentes del exterior, no se está poniendo en evidencia el fracaso del proyecto nacional? Si España no consigue articular la respuesta unívoca con la que Francia, o incluso de Alemania, que tiene estructura federal, reaccionan frente a los embates del exterior, ¿no resultan turbadores los insistentes alegatos con los que media España se empeña en proclamar que la única nación es España? ¿De qué nación hablan? ¿De la que a ellos le gustaría? ¿De la que se podría imponer a todos lo que no comparten sus sentimientos de identidad y pertenencia? Creo que esa no es una solución a corto plazo si no va precedida de una utilización de la violencia legitima del Estado.

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En segundo lugar, si Cataluña, Vasconia y Galicia son una nación, además de un sarcasmo, es un error pensar que España les va a permitir articular pacíficamente ese proyecto con visos estables en un espacio temporal razonable. Pensar que, de esa manera, como afirman las izquierdas y los separatistas, se puede hacer que los ciudadanos menos identificados con un proyecto nacional español, y, otros, por el contrario, más identificados con un proyecto nacional integrista vayan a percibirlo como un proyecto sugestivo de vida en común es, o una quimera o una necedad si no va acompañado de una educación ciudadana a largo plazo, como han realizado en estas regiones los separatistas con sus ideas y principios desde 1978 hasta la actualidad, de estricto ideario federalista donde las partes se comprometan a respetar y mantener la unidad de España en un Estado federal, compartiendo Instituciones como el Ejército, la moneda, la política exterior y la lengua común.

A no ser que lo que se pretenda no sea formular un proyecto sugestivo de vida en común, sino un proyecto conflictivo de vida, lo que nos llevaría, directamente, a las guerras carlistas del siglo XIX a Ortega y Gasset a Primo de Rivera, a la II República, a Calvo Sotelo a la guerra civil del 36 y al mismísimo Caudillo que, por lo pronto, ya lo han desenterrado.

Autor

REDACCIÓN