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Leo en la prensa que doce mil aragoneses, de entre 20 y 35 años, abandonaron España el año pasado, para buscarse la vida en otras latitudes. Como Aragón tiene escasamente un millón trescientos mil habitantes, de los que los trescientos mil son inmigrantes –es decir, extranjeros- entre legales e irregulares, perdemos anualmente el uno por ciento de la población total y más del dos por ciento de los aragoneses en edad laboral.
Mientras tanto el fenómeno de la inmigración no para de crecer. Esta mañana he bajado a la calle; los locales del edificio están ocupados por un gigantesco bazar chino, abierto catorce horas diarias, los trescientos sesenta y cinco días del año, carente de permiso de apertura, ya que no se han molestado en pedirlo (y el ayuntamiento les ha sancionado con seiscientos euros, que los hacen de caja cada día, y aquí paz y después gloria).
Al adquirir el periódico en un quiosco cercano, saludo a la dueña, que es una señora búlgara.
Compro el pan en una tienda cuyas dependientas son rumanas.
Posteriormente he tomado café en el bar de una rumana –hay otros regidos por chinos, pero el café es horroroso-, y como colofón he ido a cortarme el escaso pelo que me queda a una peluquería atendida por otra rumana.
Al hacer la compra en el supermercado, la mayoría de las cajeras y dependientas eran inmigrantes.
Y estoy hablando de una calle céntrica de Zaragoza, donde los alquileres son bastante elevados.
Hace unos días estuve en Madrid, para ir a un par de juicios en la Audiencia Nacional. Me alojé en un hotel de la Gran Vía, donde buena parte del personal de recepción y limpieza eran extranjeros, y al deambular por la Puerta del Sol, la calle Atocha, etc., me pareció estar en el extranjero, tal era la cantidad de inmigrantes, de forma que los españoles éramos minoría. Me atrevería a decir que hasta los blancos, tal era la proliferación de negros, mulatos, hindúes, etc., que andaban por allí.
Los españoles en edad de trabajar tienen que salir al extranjero a buscarse la vida, y mientras tanto nuestras ciudades están literalmente invadidas por una turba de gentes en su mayor parte ociosas, pero que usan y abusan de nuestro estado de bienestar: asistencia sanitaria gratuita en urgencias, becas de comedor para sus hijos, ropa gratuita en Cáritas y Parroquias, asistencia jurídica gratuita, numerosas organizaciones no gubernamentales –pero, paradójicamente mantenidas con dinero público- que viven del cuento de ayudarles, etc.
En otras palabras, nuestros hijos, con sus títulos de graduados universitarios debajo del brazo, conocimiento de dos o tres idiomas (inglés, alemán, francés, etc.), una gran formación informática, etc., tienen que salir al extranjero a buscarse la vida, y “a cambio”, importamos mano de obra barata, sin cualificación ni formación, procedente de países donde es “normal” maltratar a las mujeres, donde las bodas se “compran” con buenas dotes, etc.
Por no hablar, que también, de los miles y miles de pateristas que están invadiendo las islas canarias, y toda la costa andaluza, jóvenes de entre 15 y 30 años de edad, fornidos, posiblemente con formación militar o paramilitar, ¡y que Dios sabe con qué intención están invadiendo y ocupando nuestras tierras!
Y a los que un gobierno traidor a España y a los españoles, está alojando en hoteles de lujo, de tres y cuatro estrellas, a pensión completa… ¡Acojonante! No tengo palabras.
Soy partidario de la igualdad, pero los españoles primero. Y así lo entiende también la Constitución cuando establece en su artículo 13, 2, que “Solamente los españoles serán titulares de los derechos reconocidos en el artículo 23…”, indicando en el número 1 que “Los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente Título en los términos que establezcan los tratados y la ley”.
Claro que hoy en día decir esto supone ser tratado de racista, xenófobo, etc. Pero como ustedes comprenderán, siempre digo la verdad (y así me va en la vida).
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