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Cuando en las sociedades, desde los origines que conocemos como civilización, se establecía como ejemplificadores referentes a los teólogos, filósofos, escritores, pintores, maestros de las distintas profesiones (artes), y Reyes y jefes de gobierno de probada experiencia y conocimiento; la evolución y el progreso de esas sociedades, constituidas en “civitas” o estados, era significativa hasta constituir los imperios que en el mundo han sido. La abstención nunca era una opción; sabían lo que querían y lo que convenía a sus pueblos, aún no emancipados por el liberalismo. Seguían a sus referentes como el hijo al buen padre de familia.

 

El mundo moderno ha dejado la gobernanza, en virtud de un mal entendido y peor explicado “contrato social”, a unos infantiloides vanidosos e indoctos, cuya única finalidad es llegar al poder y mantenerse el mayor tiempo posible en él; prevaliéndose del mismo para satisfacer sus intereses de clase, grupo o bandería. Al instrumento para conseguir semejante dominio (partidos) no lo podemos llamar democrático, ni al sistema que lo ampara, democracia. Al contrario, al dictar leyes ideológicas y gobernar contra una parte de la sociedad, condicionada por la propaganda, sin contrapesos de equidad, estamos creando un proyecto netamente totalitario y excluyente.

 

Para ello se sirven de una cohorte de aduladores; intelectuales de pesebre y pegatina; triunfadores de la cooptación que el poder genera y reparte; ventajistas del presupuesto confiscado y malbaratado de los españoles. Ellos son los nuevos intelectuales, los creadores de opinión pública. Siguen las directrices globalistas, ya enunciadas por Gramsci, de tomar la educación y la cultura. La hegemonía en la enseñanza, los medios de comunicación, el cine, la música y la televisión les da el poder y su usufructo; mientras a esas falsas clases dirigentes se les riega con el dinero de todos los contribuyentes.

 

Las terminales mediáticas, prensa, radio y televisión, están plagadas de “opinadores”, tertulianos, doctos en cualquier materia, elocuentes de la palabra y vacíos de contenido. Dicen todo lo que conviene al poder que los convoca y recorren todas las televisiones y programas de máxima audiencia para soltar los tópicos, eslogan y sofismas al abuso de la exclusividad del dictado. Son los bufones inmorales de una democracia degenerada y cobran por ello. Meros propagandistas sin adscripción aparente, pero fieles sirvientes de su amo: el poder. Todos antifranquistas, una vez muerto Franco.

 

Los nombres son de sobra conocidos y puedes jugar a la quiniela de que alguno de ellos te tocará cuando te hagan una entrevista sobre el franquismo, o cualquier otro asunto de interés. Cristina Fallarás, apellido premonitorio. Bolaños, tertuliano para todo. Elisa Beni, la musa de D. Javier. Jesús Cintora epítome del periodismo de trinchera, ya colocado, con programa propio en la televisión publica para adoctrinar al módico precio de 9 millones al año que pagamos todos. La factoría de Ferreras, financiada por Roures y el poder vía subvenciones, no deja de producir talento bolivariano, fragor antifranquista y ruina económica. El País, Público, la Ser, la Tuerca, o Mongolia y un largo etc., rematan la faena de la desinformación o manipulación interesada.

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Todos ellos forman la vanguardia de la bencina antifranquista, famosos por sus ditirambos despectivos de lo que ignoran. Nada hablemos de los imparciales de signo contrario, oportunistas de la confrontación, de convicciones maleables, elegidos aparentando pluralismo: Eduardo Inda; quien, para contradecir al resto de contertulios social comunistas, insulta a Franco más que ellos. Ahí tenemos la viva imagen de la libertad de expresión, en versión moderna y democrática.

 

Los que no estamos dispuestos a escribir sobre un encerado verde, con tiza roja, cien veces: “Pedro Sánchez, será siempre el único estadista”, seguiremos empeñados en el análisis de las fuentes historiográficas; desde la óptica de la ciencia política, la psicología social y las técnicas del marketing público; es decir, a aplicar una metodología donde la libertad fundamente todo el resultado. Sólo así saldremos de la comodidad intelectual de aceptar lo conveniente como verdadero y, lo incomodo, como falso; sólo así, sin ver las contradicciones, ni lo que hacían otros en parecido tiempo en Europa, dejamos que triunfe un determinado discurso.

 

Todo lo que confluye en nuestra existencia; ansia y tranquilidad, guerra y paz, vida y muerte, comienzo y fin, sístole y diástole, alimento y estiércol, en el cósmico ciclo de la vida, sigue leyes inescrutables que la condición humana cree dominar. Pero las leyes humanas apenas son una parte del espíritu que late en su configuración; del orden lógico que rige a las personas y cosas; de la naturaleza justa de los ciclos; del destino incierto de nuestro micro cosmos. De ahí la importancia de no confiar el gobierno de las naciones a quien camina en la oscuridad de la noche con un candil a la espalda.

 

Las técnicas de manipulación de masas han sido perfeccionadas hasta tal punto que Goebbels sería, hoy, un neófito aprendiz de dirección de masas. La ideología de los actuales farsantes, mutada más que un virus, pero mantenida en su esencia materialista, atea, antinatural y antinacional; ha recurrido a la técnica de la falsificación documental basada en fuentes erróneas, para mantener e imponer como pruebas irrefutables meras invenciones.

 

El grado de influencia sobre la conciencia y el espíritu de la colectividad, vía enseñanza y medios de comunicación, es enorme; muy superior al que se ejerció en otros siglos por agentes diplomáticos o personas del entorno de los soberanos y validos. Hoy la desinformación procede de analistas de una determinada óptica ideológica que se introducen, a través de sus mensajes, en las mentes predispuestas y poco documentadas.

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Adormecer la reacción del pueblo mediante la palabra ha sido, desde Pericles, una constante en los “dictados de la elocuencia” como forma de domesticar las masas. La perversión actual es que sucumbe al maniqueísmo intolerante de toda doctrina que no sea la suya. Lo que nos lleva a la paradoja de que las palabras cambien de sentido, según quien las emplea; que unos mismos hechos inspiren una opinión diferente, según la ideología u opinión política del que los recibe; y que existan palabras, personas e ideas con el estigma de “tabúes” que arrastran una condena sin paliativos. Esta retorica impostora se viene empleando desde hace más de cuarenta años a todo lo referente a Franco y el franquismo. Incluyendo, ahora, a su legado.

 

El germen de la agresión se extiende a todo lo que represente a España en ese período, ampliando la tradicional “leyenda negra” auto consentida. Y surgió del complejo, traición e imposición foránea, de los políticos que vinieron a la muerte de Franco, no a perfeccionar su legado, sino a destruirlo. Y claro, es muy difícil demoler un edificio con los prejuicios de la incomprensión y la intolerancia, sin apercibirse de que puede caer lo construido por la nación y pueblo, en otra época, sobre nosotros, sepultándonos en lo peor del pasado.

 

La búsqueda de la libertad y una moral superior que late en la conciencia humana, debe impulsarnos a luchar contra la desinformación; esa sutil deformación de la verdad que ha invadido nuestra esfera personal, la convivencia, la política, la prensa y hasta las relaciones internacionales. Me quedo con la ensoñación literaria de un gran conocedor y lingüista de la información veraz, Julio Merino: “Yo estuve con Bonaparte en Marengo y con Napoleón en Austerlitz… pero, cuando le conocí de verdad fue en Santa Elena y sin más luz que un candil”. Lo vive y sabe, la mentira hoy, domina y gobierna el mundo a través de unos Papagayos sin dialéctica.

Autor

REDACCIÓN