20/09/2024 10:22
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Hay un mito sobre las serpientes: su capacidad de hipnotizar a las presas dejándolas inmovilizadas e incapaces de defenderse. Cierto o no, el victimario animal tiene una característica parecida. Ante un depredador, y agotada la presa, esta se deja morir entre sus fauces como aceptando un fatal destino contra el que es imposible luchar.

Esta reflexión viene a cuento de lo que está aconteciendo en Cataluña durante décadas. La población catalana se ha ido dividiendo subliminalmente en depredadores (que se disfrazan de víctimas) y víctimas (a las que se les acusa de depredadores). El nacionalismo ha tejido una red simbólica de la que es prácticamente imposible pensar una Cataluña sin una elite dirigente nacionalista copando todos los resortes de poder que la Constitución le permite, a la par que todos los abusos igualmente consentidos por los gobiernos centrales.

Durante décadas se ha estado alimentando al depredador. Y a la víctima, otrora robusta, se la ha dejado languidecer como preparando su postrer sacrificio. Una parte fundamental de la sociedad catalana nunca ha encontrado en los gobiernos de España, desde la Transición, respaldo alguno ante los atraques incesantes, primero sutiles y luego abrumadores, del nacionalismo. Las autoridades autonómicas han quebrados leyes, derechos y dignidades … y desde Madrid sólo llega un silencio cómplice.

El Virrey de Cataluña, Jordi Pujol, fue un niño consentido desde Madrid que bien sabía los pasos que debía dar y el ritmo que había de marcar. PSOE y PP fueron sus progenitores A y B. Y si bien Cataluña, en 1978, fue una de las regiones de España que más apoyo dio a la Constitución, solamente en cuatro décadas el constitucionalismo se ha visto reducido a cenizas. Y que nadie crea que el PSC es constitucionalista, pues su deseo más íntimo es dinamitar el texto constitucional desde el interior de sus tripas. El PSOE siempre fue mecido por la mano de PSC que obñigó a Felipe González a salvar el pellejo de Pujol en el caso de Banca Catalana. El PP consumó la traición a sus votantes catalanes con el Pacto del Majestic.

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En las democracias, la casta política se convierte en la elite aristocrática que dirige las masas. Y cuando las elites traicionan a los suyos, estos primero sufren una fase desnortada, en la que aún fían sus intereses a sus dirigentes. Si la traición persiste, les domina una inercia apática y aún prestan sus voluntades (votos) a los que dicen representarles. Por fin, si la situación se prolonga angustiosamente, se retiran a un remanso sombreado a esperar la muerte política (la abstención).

Este fenómeno lo vimos cuando Pascual Maragall, contra la voluntad de muchos catalanes, incluso de sus votantes, propuso una reforma estatutaria que nos llevó a la situación actual. El porcentaje de votos real que recibió el nuevo Estatuto no llegó a un 30% del censo. Pero fue la excusa para que el separatismo tuviera un casus belli, por haber sido retocado ligeramente el texto por un Tribunal Constitucional totalmente deslegitimado por su tardanza y obediencia penosa al gobierno.

La mayoría de catalanes rechazó el Estatuto de 2006 … pero desde la abstención. Las masas democráticas cuando no se atreven a enfrentarse a sus oligarquías, no se revelan, no votan contra ellas, simplemente se retiran a la cueva de la abstención. Las elites catalanistas no consiguieron movilizar tampoco a la mayoría de catalanes para participar en su absurdo referéndum del 1 de octubre de 2017. Pero la inanición de los gobiernos de Madrid, dejaron entender que ellas eran los depredadores y Cataluña su coto. Los partidos nacionales entregaban a sus votantes a los voraces partidos nacionalistas.

El fenómeno de las elecciones del 14 de febrero lo hemos visto repetirse en otros comicios con abstenciones masivas rozando el 50%, siendo paradójicamente elecciones cruciales para el destino de Cataluña y España. ¿Cómo interpretar esta incongruencia? La explicación es relativamente sencilla: una masa de electores no independentista se ha sentido profundamente abandonada por los partidos nacionales. Sólo el PSC ha sabido jugar su baza en estas últimas autonómicas haciendo una campaña más españolista que la de Vox. El PSC se ha puesto su disfraz de PSOE, reclutando el voto que antaño le había robado Ciudadanos.

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Pero las cifras no cuadran. Faltan muchos votos, miles y miles, que se han quedado inermes en casa, incapaces de enfrentarse a la serpiente separatista. Ante ella, y sin sus elites, no han sido capaces de movilizarse y luchar para cortar la cabeza al reptil. Se han quedado hipnotizados, en sus casas, esperando una muerte de la que podían haber escapado si alguien les hubiera liderado. Pero no había nadie. Sus líderes estaban en Madrid, negociando unas poltronas a cambio de un territorio llamado Cataluña.

Nada ha cambiado en estas elecciones, excepto quizá un voto de resistencia que no quiere creer ya en líderes ni en partidos; un voto de hastío, pero no de derrota; un voto que clama estar dispuesto a sobrevivir ante el depredador, mande quien mande en Madrid, traicione quien traicione en Madrid. Mucho se ha de ver y padecer aún en estas tierras de la Cataluña hispana, pero no todo es masa informe. Y entre el erial hay rocas inamovibles contra las que habrán de chocar los depredadores y los que los han criado.

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REDACCIÓN