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¿Qué significa ser “de derechas” o “de izquierdas”? Siempre ha sido un estereotipo, en la actualidad desfasado, aunque me pregunto si algún día fue vigente. Ni siquiera existe consenso sobre la totalidad de los rasgos que lo conforman, “no, eso para mí no es ser de izquierdas”, “pues para mí, sí”. Puede que sólo sea eso, un estereotipo, una idea genérica que en ocasiones recuerda a una pequeña porción de la inmensa y heterogénea naturaleza humana.
Si un individuo no es un logotipo, si piensa, discurre, lee, escucha y experimenta, defenderá ideas que aparecen en los preceptos de más de un partido político. Si uno repite una oración sólo porque un partido acaba de publicarla, y odia a los demás partidos de forma absoluta, si define a diez millones de votantes con un adjetivo, es un fanático, y un peón manipulable, de usar y tirar. Existen o deberían de existir cientos de motivos distintos por los que esos millones de personas han decidido votar al mismo partido.
Las elecciones locales y nacionales en España son siempre un momento incómodo para mí. Dado que la verdad absoluta no existe y menos en política, me enfrento durante cada campaña electoral a arduas reflexiones sobre qué argumentos son convenientes para introducir determinada papeleta en la urna, rechazando las demás. Durante semanas reflexiono, leo el ideario de diferentes partidos, analizo noticias sobre diferencias entre palabras y hechos de los principales dirigentes de partido, y hablo con más de una persona que sabe mucho más de política que yo (y que, a su vez, no es ninguna “experta”). Me veo obligada a escoger determinadas ideas por encima de otras, porque coincido con casi todos los partidos en según qué parte, desde Izquierda Unida a VOX, pero sólo puede votarse a un partido. Lamentablemente, la cuestión se resuelve para mí en este caso mediante la cantidad: hay partidos con los que concuerdo en una o dos medidas, en otros, con cinco. Puede que vote a este último, pero me duele, porque siempre que favorezco a un partido, estoy dejando de lado creencias que defiendo ardientemente.
La soberbia es una de las principales enfermedades del siglo XXI, presente en niños y mayores, derechistas y progres. La soberbia consiste en la convicción de que uno sabe mucho más de lo que realmente sabe, que tiene más virtudes, y que es superior al resto. Yo lo sé todo, y es más probable que el sol deje de arder a estar yo equivocado. La posibilidad de errar, una de las principales características humanas, no existe en su esquema mental. En el engreimiento se incluye la insistencia en “yo tengo razón, y los demás no”, “si quieres conocer la verdad absoluta, escúchame a mí y no al resto”. Marcando la diferencia, necesitando pasar el día escuchando su propia voz sentando cátedra. Como si no fuese posible que varias personas estuvieran en lo cierto a la vez, como si no fuera la diferencia con frecuencia producto de la perspectiva desde la que se mira. Ellos no saben razonar, su mente es tan primitiva como la de un recién destetado; ello lo evidencian cada vez que no ofrecen argumentos, cada vez que su única respuesta consiste en descalificar y despreciar, con el perpetuo tono sabelotodo.
Viendo el programa La clave de José Luis Balbín, uno queda atónito ante la tolerancia y respeto de los participantes en el coloquio hacia aquellos que disentían con ellos mismos. Puede que entonces no tuvieran artilugio electrónico adherido a la mano como nosotros, pero demostraban ser más civilizados, más evolucionados que la mayoría de lo que se ve en las televisiones actuales o la calle.
Formar parte del mismo medio de comunicación, partido político, empresa, o familia biológica, no implica que dos personas hayan de tener la misma naturaleza, pueden ser polos opuestos, porque la especie humana es lo más heterogéneo que existe, lo más desigual. Ello lo sabe cualquiera que no sea estrecho de miras y haya vivido un poco, cualquiera que se haya tomado la molestia de escuchar y observar, sin necesidad de reafirmarse,
Con frecuencia leo titulares de El país, Público y otras publicaciones consideradas de izquierdas, con los que generalmente disiento. Y al tiempo no odio a sus redactores y lectores, ni deseo sean ejecutados en internet, ese submundo que parece tener más peso que el real. Hablo de lo que suele llamarse “cultura de la cancelación”, que consiste en sufrir un berrinche y mandar al ataúd virtual a todo aquel que no me dé una palmadita en el hombro. Si lo hace, somos amigos y nos validamos mutuamente, nuestra autoestima se refuerza, alguien se da cuenta de lo listos que somos. Si una persona comparte otra visión del asunto, es una rata a la que aniquilar, porque pone en entre dicho que yo sea Dios, y “tiene que aprender”.
Si este comportamiento lo desplegasen exclusivamente personas que han apoyado gobiernos dictatoriales (nazis o comunistas), sería sólo una actitud consecuente con su ideario. Pero que lo apliquen cada día personas que se llenan la boca con “democracia” y “tolerancia”, es una grave contradicción.
Doy gracias a Dios porque existan publicaciones de izquierdas, y cuanto más complejos, densos y brillantemente argumentados sean sus artículos, mejor. En primer lugar, porque sus articulistas tienen el mismo derecho que yo a expresarse, y segundo, porque necesito que esas personas existan para asegurarme de no caer nunca en el totalitarismo, para darme la oportunidad de analizar cada situación desde otros ángulos, y ampliar mi conocimiento sobre la sociedad y la naturaleza humana. Ellos me mantienen despierta, alerta, no me permiten estar demasiado segura de mí misma.
Yo, la acusada de derechista, soy cada día consciente de que necesito la diferencia. No que me digan “qué vas a saber tú”, sino que coloquen sobre la mesa cinco argumentos por los que consideran estoy equivocada. Todos necesitamos vivir para aprender y hablar con cautela, porque nadie es tan listo, pero el siglo XXI ha agravado y expandido la megalomanía. Para no convertirnos en sectarios, en monstruos peligrosos, debemos vivir cuestionándonos, y rodeándonos de la mayor variedad posible de libros y mentalidades.
Conozco a una mujer que adora a cierto dirigente político que considero ponzoñoso. Puede que me resulte incomprensible, pero no tengo la osadía de pensar “a mí tenías que escucharme, para que te ilumine”. Ella ha sido número uno de su promoción en la universidad, y actualmente se encuentra preparando el doctorado. Haber sido la mejor en sus estudios superiores requiere estar en posesión de una serie de virtudes, capacidades, y de más de un tipo de inteligencia. Por todo ello, yo declaro que admiro a esa mujer, y que aprendo con frecuencia cuando la escucho y observo. Ella me enriquece.
Fui parte de un grupo cultural que incluía entre sus miembros a un anarquista. Puede que me desagrade el ideario, y qué importancia tiene eso, si él cuenta con una de las voces más bonitas que he oído en mi vida (por su timbre y su tono), si es un hombre culto, si toca mi sensibilidad cada vez que recita poesía (propia y ajena), si me ayuda a abrir la mente cada vez que pensamos juntos sobre conceptos filosóficos, porque sus conclusiones, razonadas, siempre son distintas a las mías. Para colmo, tiene modales, un temperamento tranquilo, no juzga ni sufre narcisismo.
Una de mis amistades es votante constante de Izquierda Unida. Eso me importa un bledo, porque lo que cuenta, lo que pesa, es que es una de las influencias más edificantes que he conocido en mi vida. Ha demostrado lealtad, generosidad, comprensión, y compartir conmigo una de las ideas más importantes que existen, la de la Amistad.
Celebro la existencia de esas personas, y cada día deseo conocer a más, cuanto más distintas a mí, mejor, para que abran mis ojos a mundos desconocidos, a argumentos nunca contemplados, para que me ayuden a cuestionarme, me nutran, me alejen de la pobreza mental y el maniqueísmo. Lo peor que puede ocurrir a una sociedad es la inquisición de pensamiento, porque ello condena a la muerte por endogamia, empuja al radicalismo, y evita que surjan ideas brillantes y transformadoras, que es lo que ocurre cada vez que dos mentes distintas dialogan, con respeto y humildad.
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