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Vuelvo al comienzo de mi ser vasco no para cerrar, sino para seguir rodeando lo indescifrable. De los debates sobre el testimonio dos preguntas han formado parte desde siempre de mi propia reflexión; dos preguntas que son parte de mí, que llevo inscritas en la piel, que me han dolido y cuestionado. La primera tiene que ver con aquello que nos lleva al núcleo del debate: ¿Se puede hablar del horror? ¿Con qué palabras se expresa lo inenarrable? ¿Cómo se dicen el miedo, el duelo, la pérdida? Y la segunda lleva estos temas a lo estrictamente personal: ¿Tengo yo derecho a hablar? Yo que salí del horror vasco antes de que éste me tocara personalmente de lleno en mi persona, y que, mientras la gente era asesinada y torturada colectivamente de modos intolerables, viví construyendo espacios de felicidad en otra parte de mi querida España, ¿tengo derecho a decir algo? ¿Qué es lo que me autorizaría? ¿Ser contemporáneo de la violencia? ¿Ser parte de una generación? ¿Ese ‘ser parte’ me vuelve un sobreviviente? ¿Puedo, por lo tanto, hablar? ¿Debo hacerlo?

Si considero la etimología de la palabra ‘testigo’, mi inseguridad con respecto a mi propio papel allí no disminuye. Suele hablarse de dos términos principales de raíz latina vinculados al tema: testis y superstes. Simplificando, podemos decir que testis es aquel que da testimonio en cuanto «tercera parte» (testis) «de un acontecimiento en el que están implicados otros dos actores», mientras superstes es «quien subsiste más allá de un determinado acontecimiento, después de que todo el resto ha sido destruido». ¿Dónde estoy yo? ¿Estoy o no estoy implicado en el acontecimiento ‘dictadura de Franco’? Los libros que me conmovían, que me sacudían, que me emocionaban (y que aún hoy siguen haciéndolo) daban testimonio directo. Pienso, por ejemplo, en Si esto es un hombre, de Primo Levi, o La escritura o la vida, de Jorge Semprún. Dos libros que marcan y que, por lo mismo, también sellan la escritura de muchos autores. Vuelvo a preguntarme, entonces: ¿dónde estoy yo?

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Y sin embargo soy consciente de que tengo una responsabilidad ética con respecto a lo que había pasado y sigue pasando en mi terruño de Vascongadas. Sé que hay una historia dolorosa que hay que dar a conocer, que es necesario contar; que yo tengo que contar junto con otros muchos que migramos amenazados por la violencia. El testimonio en tanto donación y herencia.

¿Y lo estético? ¿Vale la pregunta sobre la estética cuando estamos hablando de muerte? El cruce de los cuestionamientos anteriores me llevaba a este nuevo conflicto que ha atravesado la literatura testimonial a lo largo de los siglos, y que mencioné hace algunas líneas: la aporía del arte y el horror. Si la literatura se adjudica la posibilidad de elaborar un cierto relato sobre el horror, ¿con qué lenguaje se construye? ¿Cuáles son las formas, las palabras, los ritmos que permiten transformar la(s) historia(s) en cuentos, en novelas, en poemas, sin que la búsqueda estética sea ‘estetización’ del horror?

Pero fue antaño, por este alud de pobladores iberos, fenicios, cartagineses, romanos y bárbaros que vinieron a fundarme la patria, España, también en mis tierras, Basconia; abuelos y bisabuelos, unos del norte y otros del sur, unos rubios y de ojos claros, otros morenos como buenos hijos del Mediterráneo. Unos hablaban germano, hablaban yiddish, tocaban música, encendían velas los viernes por la noche y se sabían herederos de la cultura europea y de un libro que da raíces, los otros hablaban con los mil colores del latín y habían visto pasar a fenicios y cartagineses, a griegos y romanos, sin inmutarse. Pero la tierra estaba seca para unos y teñida de sangre para otros, y del otro lado del océano, del otro hemisferio, llegaban cartas del primo, del familiar o amigo que habían aprendido a recitar el preámbulo: español es todo aquel que vive en España para todos los que quieran habitar en el suelo español, «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Y mis tatarabuelos vascos y gallegos se subieron a los barcos. Los más jóvenes mirando hacia ese nuevo mundo que tantas promesas encerraba; los mayores mirando hacia la propia tierra, con el temor de la despedida definitiva. ¿Qué llevaban en los baúles? ¿Qué habían elegido traer consigo? ¿Qué es lo que elegimos guardar en las maletas al abandonar nuestro hogar? Yo llevo conmigo —de país en país, de casa en casa, de vida en vida— una copia del preámbulo de la Constitución de 1812 de una patria que ya no existe, como otros cargan con las fotos de sus antepasados, el retrato de mi bisabuelo que perdiera una batalla y la vida en Cuba y ganara cuatro hijos para el Ejército español. Yo, como el poeta, no tengo retratos; tengo sus esperanzas cifradas en una frase: para todos los hombres de España. Éste es uno de los comienzos posibles. Historias de migrantes interiores y exteriores, una pura nostalgia española desde 1492 impulsada por guerras internas fratricidas de toda naturaleza. La penúltima, ayer en Vascongadas, hoy en Cataluña. Los conflictos de las Españas no desaparecen, se transforman para resurgir mañana.

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REDACCIÓN
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