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Todo lo que civiliza a un hombre colapsa y se derrumba ante la justificación de la pederastia socapa del consentimiento del niño avasallado, violado, ultrajado, acariciado por las puercas manos de un cerdo con priapismo que sólo satisface su lujuria en un pubis infantil. Irene Montero, haciendo gala de su arrogancia,  de su repulsiva ignorancia y de su crueldad ideológica, acaba de proclamar que los niños tienen derecho a mantener relaciones sexuales con adultos siempre que haya consentimiento por parte del niño. Por un atavismo impreso en nuestra información genética, el niño, cualquier niño, busca amparo y seguridad, y esos dos anhelos, el cachorro del hombre, sólo los ve colmados en la figura del adulto, principalmente de sus padres, de cualquier adulto, próximo o desconocido, da igual: ¿a quién no se le ha agarrado de la mano un niño perdido, lleno de miedo y de lágrimas, en la playa o en unos grandes almacenes, que busca en su momentáneo desamparo la seguridad y el cobijo que él sabe que sólo un adulto puede proporcionarle? De ahí que el consentimiento de un niño sea lo más fácil y barato de obtener; en el más problemático de los casos basta con ofrecerle, a cambio de su consentimiento, una bolsa de chucherías o un juguete.

Todos lo sabemos. Los pederastas también. Irene Montero también lo sabe porque es adulta y porque es madre. Por lo tanto, en su propuesta de tolerar las relaciones sexuales de los adultos con los niños, previo consentimiento del niño (¡por supuesto, faltaría más!) no hay más que ponzoña y crueldad, pus y mierda a granel para despachar en la barra libre de la pederastia, que es tan antigua, tan sucia y tan sórdida como la propia Irene Montero quien, en la Roma decadente, no hubiera sido ni siquiera cajera en una tienda del Foro, sino sprintías, moneda sexual romana, con la que se pagaba a las putas y que, por extensión, daba nombre a esos selectos esclavos que organizaban las orgías de los patricios llenándolas de sutilezas y de toda clase de cópulas monstruosas en las que, en el clímax de la bacanal, se hacía participar a niños pequeños, muy pequeños. Mis pececillos, los llamaba el Emperador Tiberio  porque los sumergia en su piscina para que le practicaran felaciones bajo el agua. Si la eyaculación llegaba antes de que el niño se ahogase, estupendo. De lo contrario su cadáver era arrojado por los acantilados de Capri o a la piscifactoría de voraces morenas, lugar al que iban a parar (vivos) los que contrariaban la voluntad o el capricho del Emperador, incluídas las Irenes Montero de la época. O sea, las sprintías del César.

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La pederastia es un pecado y un delito que perturba la moral más primaria del hombre. Sólo tiene un castigo que no está recogido en nuestros decadentes y tolerantes códigos democráticos. El castigo evangélico: “¡Ay del que escandalizare a una sola de estas criaturas, más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al lago!” Hay, también, otro castigo para el pederasta: el que le aguarda en prisión, la soga o la puñalada carcelarias, porque hasta los delincuentes de moral más elemental y primaria entienden en su ferocidad que los niños no se tocan, ni siquiera con un consentimiento expreso obtenido en el trueque de una bolsa de chucherías o de un juguete.        

Autor

Eduardo García Serrano
Eduardo García Serrano
Eduardo García Serrano es un periodista español de origen navarro, hijo del también periodista y escritor Rafael García Serrano. Fue director del programa Buenos días España en Radio Intereconomia, además de tertuliano habitual de El Gato al Agua en Intereconomia Televisión. Desde el 1 de Febrero del 2019 hasta el 20 de septiembre del 2023 fue Director de El Correo de España y de ÑTV España.