30/04/2025 19:06

-Sobre nosotros vienen, don Alonso.

-Primero he de beber.

-Eso me agrada, y venga el mundo, que no importa nada.

Este diálogo, recogido en una de las numerosas y poco conocidas obras de Lope de Vega (Los guanches de Tenerife y conquista de Canarias), se puede reproducir sin error en cientos de miles de rincones de la España actual. De la España sin luz. Pues el apagón nacional constituye una metáfora colosal y bárbara de nuestro presente. Porque está visto que la ciudadanía española aguanta carros y carretas. Y cuanto más inaceptable y repulsivo es el régulo, más complacientemente lo soporta. Actitud definida por los entendidos como sectarismo, masoquismo o sado-masoquismo. Un pueblo enfermo elige a regidores enfermos, y vive su vida deambulando grogui por sus lugares de asiento, parasitando o ignorando el respeto debido a su propia dignidad.

Está visto que los errores que la plebe jamás soportaría a un dirigente honrado, los sobrelleva con paciencia e incluso con fervor cuando los cometen los dominantes de izquierdas, delincuentes e incapaces todos ellos, que a sus errores añaden mala fe, odio y desprecio. Estos sicarios alevosos de las agendas 2030, que cuando programan y ejecutan sus insanias niegan la posibilidad de que conlleven consecuencias catastróficas, no obstante colaboran con todos sus medios y toda su fuerza ideológica para que sucedan y se reiteren, han sido y son bendecidos por esa chusma que se acerca a las urnas para reelegirlos sucesivamente, o para dejarse engañar en los recuentos ulteriores. Porque, como advirtió Stalin, lo importante no es quien vota, sino quien cuenta los votos.

Y así tenemos, pues, la nauseabunda democracia como señuelo y como justificación de todos los horrores imaginables y de todas las impunidades delictivas de quienes se aprovechan de ella. Y si a resultas de la irresponsabilidad moral y cívica de despreciadores y de despreciados se producen daños económicos, destrucciones, calamidades, sobresaltos, molestias de todo tipo, enfermedades, taras y muertes, el asunto no tiene mayor trascendencia y nunca pasa nada. Se entierra a los muertos, se encierra a los indefensos y la vida sigue, sin que nadie con poder exija responsabilidades con fe y eficacia. Todos se limitan a quejarse culpando a la aurora boreal, a la ultraderecha o a Franco; o se ponen, unos, de lado y apelan a sus medios para lisonjear a las multitudes por su «ejemplar comportamiento ante la desventura», o a recurrir, otros, al wasap para expresar en él su buenismo vacío e hipócrita: «¿Estáis bien todos? ¡Cuánto me alegro! Qué faena, esto del apagón, ¿verdad?». Y, hala, a seguir en el socorrido limbo. Por eso, ¿qué más les tiene que acaecer a estas cabezas huecas, a esta morralla de fanáticos socialcomunistas y a tantos millones de tontos útiles p ra que cierren de una vez las puertas a la humillación, a la ineficacia y al crimen?

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A por nosotros vienen, sí, pero nadie despierta ni se opone al latrocinio hediondo, al abuso violento, al despiadado genocidio. Porque España está pletórica de grandes necios que viven muy satisfechos de sus cosas, y porque, a pesar de las permanentes tragedias que se vienen sucediendo gracias a las ocurrencias de los perturbados del Gran Consistorio y de sus sicarios, la hez buenista de los wasaps, ciega y sorda de condición como se halla, aún no ve las devastaciones ni escucha los estruendos. De ahí que no es que estemos sólo en manos de unos oligarcas pervertidos y de sus esbirros, sino, mucho peor, estamos a merced de millones de conciudadanos, vecinos, votantes, estafermos, zombis, partidistas -o como quiera llamárselos- que, bien por resentimiento, bien por ignorancia voluntaria, bien por interés o bien por indiferencia, continuarán permaneciendo tolerantes ante la llegada de la debacle definitiva.

Y no será que no les están informando y alertando. Pero, como decía Gracián en El Criticón, ¿de qué sirve ser adivino toda la vida, si en la ocasión no nos vale? Dígale usted a esta tropa insolidaria, amable lector, que es obligado sujetarse a todas las penas dispuestas por las leyes contra los que las relajan y ofenden en perjuicio de la ciudadanía, de la patria y de un código de principios. Dígales que hay que combatir en favor de la justicia, de la verdad y de la libertad. O dígales, simplemente que, por su bien, no ya por el bien de todos, hay que luchar contra el Mal. Te mirarán como si el alienado fueras tú, porque siendo ellos el propio Mal no pueden pugnar contra sí mismos.

Y seguirán erre que erre inmersos en las insólitas contradicciones impuestas por sus amos, porque tienen alma de esclavo, de buey, de borrego o de mero tonto útil. Y estos enanos a quienes les gustaría calzarse los zapatos de los gigantes, se comprarán coches eléctricos sin calcular los efectos negativos ni sus limitaciones, respaldarán el ecologismo fraudulento, el feminismo arribista, el animalismo radical, el aborto humano, las vacunaciones con secuelas, el buenismo mojigato, el falaz progresismo, el aberrante tráfico inmigratorio, las antinaturales leyes de género, la abominable ley de memoria democrática…, incluso la guerra y el genocidio de la humanidad.

Porque, de la misma madera que sus idolatrados rectores, saben igual que ellos -aunque finjan lo contrario- que están cabalgando un tigre, y que no pueden bajarse de él sin riesgo de ser devorados. Pero de estos secuaces aún puede decirse más. ¿Quién de ellos querría el gobierno de sus amados fetiches si supieran que sólo habrían de padecerlo sus propios votantes, quedando exentos de sus repercusiones nocivas los ciudadanos avisados que lo rechazan? ¿Quién metería el pie en la urna si conociera que todo el maleficio de los forajidos caería sólo sobre las cabezas de sus seguidores? Nadie de entre la gentuza los votaría en estas condiciones. Porque una de las querencias de la envidia es arrancar los dos ojos del envidiado aun a costa de arrancarse uno a sí misma.

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El caso es que, como dice el proverbio turco, cuando un payaso se muda a un palacio, el payaso no se convierte en rey; el palacio se convierte en circo. Y es en eso -en un circo angustioso y lúgubre- en lo que se ha convertido España, gracias a toda esta recua de forajidos, codiciosos, envidiosos y odiadores. Y lo malo es que aún no ha llegado lo peor, porque el Consistorio Supremo, mediante el instrumento de sus mandarines, no va a cejar por las buenas en su escalada de tragedias. Salvo que se les descabalgue del tigre, lo que aún no tiene pinta de proximidad.

Porque ¿han visto ustedes por su barrio, mis amables lectores, o caminando por las redes sociales a alguien capaz de amansar a los lobos cervarios de Bruselas y que con dos palabras los torne humanos y sufridos? ¿ Que desencante a las serpientes y las haga andar derechas, o que convierta en tórtolas a las hienas? ¿Alguien capaz de sacar néctar del corcho; de convertir a un socialcomunista ladrón y zafio en un cortesano honrado y galante, o que de un político de la casta haga un gentilhombre; de un obispo bergogliano un elocuente mártir o de un guerrero con mando en plaza un abnegado héroe? ¿ Que convierta las bayetas en terciopelos, los quepis en honrosos laureles y las boinas villanas en mitras? No, ¿verdad? Pues eso. De ahí que traiga de nuevo a colación a Lope de Vega y recoja las palabras que dejó escritas en La mocedad de Roldán: «No os espantéis de los truenos, que aún no habéis visto los rayos».

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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