
Es práctica habitual en todas las empresas llevar a cabo un informe que valore los efectos conseguidos tras la implantación de una medida o estrategia empresarial. Se trata de evaluar qué repercusión ha tenido la medida que se aplicó, estimando sus beneficios o pérdidas. También esto se hace en el ámbito de la medicina, en diferentes sectores pero sobre todo es preceptivo hacerlo a la hora de estudiar la eficacia, la eficiencia y la efectividad (términos que a menudo se confunden) de los tratamientos farmacológicos que se aplican. Y, aparte de estos conceptos, la farmacovigilancia que se establece ante la introducción de nuevos medicamentos acostumbra a exponer la seguridad de ese producto a partir de los cinco años de su aplicación.
En enero de 2021 comenzaron a aplicarse a los españoles de forma generalizada e indiscriminada las llamadas vacunas contra el COVID, la epidemia que en diferentes olas y desde 2020 había sido el protagonista indiscutible de los medios de comunicación y de la práctica totalidad de los asuntos médicos. Con arreglo a lo que suele hacer la farmacovigilancia, en enero de 2026 deberían ofrecerse datos a la población española sobre la seguridad de estos productos. De su necesidad o de su eficacia ya hemos comentado en otros artículos, conferencias, entrevistas y vídeos y lo resumo en cuatro palabras: nula necesidad, ínfima eficacia. ¿Y qué hay acerca de la seguridad? ¿Aguardamos a 2026 o ya tenemos datos preliminares?
Vaya por delante que las autoridades sanitarias no tienen demasiado interés en ofrecer cifras en sus portales oficiales, como voy a exponer. Y, junto a esto, la dificultad de filiar la relación causal de un efecto secundario, sobre todo cuando ese efecto aparece diferido en el tiempo respecto al momento de la administración del producto. Hay empeño, sí, en callar. Aquel intento de transparencia que se dio a comienzos de 2023 a instancias de Liberum, llevó al Ministerio a conceder que se habían producido 199 fallecidos por las vacunas COVID por 14 lotes de vacunas de Pfizer. Estamos hablando de un reconocimiento oficial de 200 fallecidos en una campaña de vacunación injustificada (empleo adrede este calificativo) en los primeros dos años de administración de esos productos. El Ministerio de Sanidad, en su 19º Informe de Farmacovigilancia sobre Vacunas COVID-19, asegura que «sólo ha habido 500 fallecimientos y 14.003 efectos adversos graves en un total de 469 lotes». Le costará a usted encontrar un informe más actualizado dos años después: no hay informe 20, ni 21… No lo sacan porque la progresión a partir de lo que ahí se mostraba es desoladora. Este año será difícil poder bajar la cifra de 30.000 fallecidos por causa directa de las vacunas COVID, cuando en la historia de todas las vacunas anteriores al COVID en España no ha habido en su conjunto más de tres docenas de fallecidos.
Al margen de la mortalidad directa por estos productos, mucho más impactante es su repercusión en el ámbito de la salud. Los titulares de prensa sobre el incremento de la patología tumoral hablan que se han multiplicado por 3 o por 5 tumores de páncreas, hematológicos, cerebrales,… y acontecen en edades más precoces y de manera más agresiva. Las unidades de ictus han triplicado en algunos hospitales el número de casos. Los problemas cardiológicos derivados de miocarditis, arritmias o infartos han disparado el consumo de medicamentos anticoagulantes. Nos desbordan pacientes con daños vinculados a la regulación vegetativa, tono vascular, reflejos, control de iones, cansancio, dificultad de concentración, distensión abdominal, flatulencia y diarrea. Y para explicar que las infecciones son cada vez más difíciles de tratar y que no responden a antibióticos, hemos llenado los titulares con alertas sobre gérmenes más agresivos y resistentes o los efectos del cambio climático, en lugar de admitir que la acción de estos pinchazos innecesarios ha deteriorado la eficacia de nuestro sistema inmunológico, hasta el punto de que algunos colegas han hablado de una especie de SIDA.
Porque aunque las autoridades sean reticentes a mostrar los datos reales, aunque quieran ocultarlos o maquillarlos derivando la responsabilidad a agentes espurios, es cada vez más patente que nos hemos cargado el sistema inmunológico y estamos ante unas nuevas formas de enfermar que no habíamos visto nunca. Esto es lo que se comenta en la calle por parte de los usuarios de la medicina, que a los médicos se les ve perdidos, que cada vez saben menos y resuelven peor. Y también, es lo que se comenta entre bastidores en los congresos médicos de las diferentes especialidades y que muy pocos se atreven a denunciar públicamente: las vacunas COVID han sido un experimento global absolutamente contraproducente y nocivo para la salud de las personas. En esto cada vez más médicos asistenciales estamos de acuerdo, es el comentario de los pasillos. Y, sin embargo, ¿por qué no lo decimos públicamente de manera abierta? Pues porque tras ese reconocimiento podría venir el señalamiento de los médicos como responsables del daño a los pacientes. ¿Cómo ahora sí que hablas y antes no? Se hace duro admitir tanta culpa, aunque uno se muestre ante sus pacientes también como víctima del engaño. Por eso se comprende, (y no con ello estoy de acuerdo) que se prefiera correr un tupido velo intentado que, con la actitud continuista y el silencio, el tiempo diluya la responsabilidad.
Las autoridades no sacarán datos porque no pueden justificar tanta inoperancia sin incurrir en dolo. Pero la gente tiene familia y amigos alrededor. Pide explicaciones y no le vale que el médico se encoja de hombros. Los clichés de «es que es lo que había que hacer», «es que si no hubiera sido peor», «es que las vacunas salvaron muchas vidas», «pero ¿qué otra cosa se podía haber hecho», se han ido pudriendo en la boca de los que los repetían, como las necias indicaciones de vacunar por caridad.
No represento a nadie, no hablo por boca de ningún colectivo. Lo que aquí digo y sostengo lo hago a título personal y aguardo impaciente que quien se sienta aludido me llame al orden públicamente. Y sé que, a pesar de que el colectivo sanitario no estuvo a la altura de lo que se debía esperar de él, hay muchos compañeros que desde el silencio han sabido mantener su posición sin permitir injerencias ni presiones de políticos, gerentes, periodistas, colegios profesionales que han actuado totalmente desde la ignorancia y en contra de la lex artix ad hoc en esta cuestión. Los datos de salud recogidos en diferentes colectivos, recientemente en personal de las fuerzas armadas, son tremendamente elocuentes. Ahora resulta que nadie obligó, que eso de pincharse era voluntario. ¡Cuánta vileza y cobardía ha aflorado en los últimos cuatro años por el miedo! Y ¡cuántas ocasiones de recuperar la autoridad hemos de aprovechar a partir de ahora! Porque hay gente en la sanidad, que en lugar de arredrarse por el abandono del paciente o el presente sombrío de la salud social, está buscando -¡y encontrando, eureka!- remedios para hacer frente a los numerosos efectos secundarios (pasan ya de 200 los reconocidos por las compañías farmacéuticas) que estos productos han traído a nuestra sociedad, castigada por su administración, dije injustificada y reitero: injustificada. La sociedad del futuro, por la que luchamos, requiere ciudadanos que sean capaces de reconocer su culpa y, sin quedar anclados en ella, la rediman trabajando por restablecer la salud de las personas y de la sociedad.
Autor

- Luis Miguel Benito de Benito, médico especialista de Aparato Digestivo desde 2000 y Doctor en Biología Celular. Licenciado en Filosofía. Máster en Dirección Médica y Gestión Clínica por el Instituto de Salud Carlos III y Experto Universitario en Derecho Sanitario y Ciencias Forenses por la UNED. Facultativo Especialista de Área del Hospital Universitario de El Escorial y Director Médico de la Clínica Dr. Benito de Benito desde 2011. Autor del libro "Coronavirus. Tras la vacuna" ISBN 978-84-9946-745-0
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Como afirmaba santa Teresa de Calcuta, una vez admitido el aborto, ya no hay freno a la maldad en el mundo.
Además, en plena pandemia, no se les ocurre otra cosa que, en medio de un diluvio universal de mentiras, criminales, como toda mentira, aún impunes hasta que Dios las juzgue, aprueban la eutanasia. Las puertas del infierno bien abiertas. Luego aumenta la desconfianza con respecto a la «sanidad», como no puede ser de otra manera.
Mintieron criminalmente los gobiernos en pleno empezando por el de la macro genocida comunista China, origen de la peste (como aquel país africano fue origen del ébola, este sí cristianamente contenido) y fuente de propagación, y los gobiernos de todo el mundo, incluido el de USA y la UE. Mintieron la ONU, la OMS y los gobernantes de todos los organismos internacionales. Mintieron la práctica totalidad de los «medios de comunicación», auténticos voceros de la mentira demoníaca. Mintieron las rentabilísimas multinacionales farmacéuticas, pero también las universidades y multitud de comités de expertos. Mintieron hasta los jefes de cuerpos de policía y de ejército. Mintieron incontables funcionarios y empresarios. Mintieron sindicalistas, intimidando criminalmente a los trabajadores a inyectarse. Mintieron «científicos» a sueldo de la mentira. Mintieron médicos, prestigiosos investigadores y médicos de familia sin recetas ni ninguna otra prevención, mintieron los hechiceros pues no merecen otro nombre, mintieron y mienten «estudios» «prestigiosos» y siguen mintiendo a sueldo como se miente en el infierno, patria del padre de la mentira y sus mentirosos hijos. Mintieron los proveedores de material sanitario (test, pruebas PCR, «vacunas», mascarillas, etc.), mintieron millones de políticos y sus adláteres (haciendo negocio macro corrupto sobre millones de muertos y afectados por virus y por vacunas o por ambos, que una cosa mala no deja en buena la otra, como por desgracia unos y otros se empeñan en mentir y seducir con sus mentiras), mintieron jueces, fiscales, abogados y siguen mintiendo y eludiendo la responsabilidad o difuminándola o no afrontándola. Mintieron a conveniencia, y tendrán que pagar con ello. Y ni la muerte será pago por los crímenes irreparables si perseveran en mentir sin arrepentimiento y durísima penitencia.
Ante tanta mentira, lo que queda es buscar la razón por la cual se mintió y se sigue mintiendo.
Se miente porque en China hay muchos intereses económicos, muchas industrias de las que pende el consumo mundial de bienes, a diferencia de los que hay en todos los países de África occidental, como aquel en el que surgió el ébola.
Se miente porque si a China se la hubiese bloqueado internacionalmente, impidiendo el tránsito de personas entre China y el resto del mundo, con controles en aeropuertos, puertos, carreteras, aduanas, etc., con hospitales de campaña en los mismos, para parar la peste roja y contenerla en el infierno que la provocó, la economía mundial se hubiese arruinado. Se comerció, por lo tanto, entregando millones de vidas a cambio de mantener la economía mundial, especialmente la occidental. Por eso no se contuvo la pandemia del covid chino como previamente se hizo con la del ébola africano.
Como consecuencia de ello se vertió un diluvio de mentiras a la población en los prostituidos hasta lo vomitivo «medios de comunicación» cometiendo el homicidio encubierto de masas a la sentencia falsa de que «no moriría más que una o dos personas como mucho», como dijo aquel «experto» hechicero en España, asesorado por muchos «científicos», aunque hoy se niegue con mentira la existencia de comités de «expertos» (como si esos expertos quisieran dar la cara tras ser responsables de la muerte de millones de personas por no contener la peste).
Al propagarse la peste roja del covid, de repente se disparan los casos y las muertes. Las funerarias no dan abasto ante el inesperado repunte en las muertes. Los gobiernos se asustan y cometen el segundo delito de masas de encarcelar a la población en sus casas, prohibiéndoles incluso enterrar a sus víctimas mortales, se entiende que para evitar revueltas violentas contra los gobiernos por las muertes y un reguero de sangre en cada nación que recluyó a su población. Fue movilizado incluso el ejército para intimidar cualquier intentona de linchar a los gobernantes y sus adláteres por parte de una población crecientemente iracunda y nerviosa, además de herida y mortalmente afectada por la muerte de los suyos. Se impuso una criminal dictadura policial implacable. Se penalizó a gente por salir sin mascarilla, con la excepción de los políticos y adláteres, que siguieron con sus orgías y chanchullos demoníacos. Se despidió al que no se vacunara o llevase la mascarilla. Se lanzó la consigna de «hacer la vida imposible» al que no se inyectara (¡qué se inyectaría!, para que la gente se haya vuelto tan mansa o pusilánime, olvidadiza y carente de alma). Se prohibió entrar en establecimientos y trabajo sin mascarilla. Se paralizó la actividad económica en incontables sectores económicos, un impacto demoledor, consecuencia de lo cual, muchos mercaderes, sin importarles nada las muertes por covid, clamaban al cielo negando la existencia de una pandemia con sus argumentos de las más «prestigiosas» universidades y de los más «prestigiosos» estudios a los que dieron en llamar «conspiracionistas» o «negacionistas». Surgieron los afirmacionistas y los negacionistas, intercambiándose entre ellos. Unos gritaban al principio «coronavirus, oé, coronavirus, oé», claro que no les mató a ellos o a los suyos (si es que tienen algún otro), otros clamaban al cielo por la ruina de su negocio con la reclusión negando la pandemia, pues tampoco a ellos les había matado reventándole los pulmones. Y los hubo que oscilaron como veletas entre una y otra posición, como por ejemplo Donald Trump, a saber por qué intereses, que no por salud de los que murieron. Eso es lo curioso, que el covid afectó a unos de una manera y a otros de otra no tan mortal (todo ello antes de las inyecciones), lo que hace pensar si esa peste fue creada en un «laboratorio» de la hechicería chapucera comunista china de Wuhan y, por su torpeza o incompetencia, expandido matando primero a su gente y luego al resto de habitantes del mundo, eso sí, un virus selectivo que afecta, como toda arma bacteriológica, a personas con determinados caracteres genéticos, luego puede ser un intento selectivo de exterminio originado por la macro corrupción de vender muestras de sangre y de tejidos a esos «laboratorios» chinos a cambio de financiación para los sistemas sanitarios públicos occidentales, todo ello sin el consentimiento de los pacientes a los que todo se le oculta, como se vio en la propia pandemia.
A todo esto, no se pudo salvar la economía mundial por mucho sacrificio que se ofreciese al ídolo industrial chino y a los intereses económicos allí implantados, que esa y no otra fue la razón de la expansión de la peste. Primero es la economía, luego las vidas, de los ricos y poderosos, claro está. La de los pobres no cuenta más que para experimentar un virus de exterminio selectivo. De Dios es la venganza y la justicia. De otros no cabe esperarla salvo que se sea un enfermo mental profundo e irremisible o un perfecto malvado.
¿Todos los países recluyeron a su población? No. Hubo naciones que no necesitaron recluir a sus poblaciones, pues su colonia china es exigua. Suecia fue uno de esos países que no recluyó a su población, pues fuera de Estocolmo, en el que debe haber tres o cuatro chinos de todo a cien, en Laponia, la colonia china no guarda relación ninguna con la que hay en los polígonos industriales del sur de Madrid, cuyo aeropuerto fue la entrada sin traba del ariete rojo exterminador. De hecho, en Europa, solo Italia y España tienen grandes comunidades de chinos, luego fueron los que más muertos padecieron. Por ello, estas dos naciones fueron foco de infección para las demás en Europa, cuyos ciudadanos vienen a ellas de vacaciones, descanso o negocios. El impacto también fue mayor en USA, Australia y otras naciones con gran presencia de chinos. En Bielorrusia, como todo el mundo debería sospechar, debe haber unos chinos que están de maniobras con el ejército post soviético allí, nada más. Por eso los bielorrusos no necesitaron el encarcelamiento que hubo en España, finalmente estéril, pues ya se había propagado desde antes de marzo.
Luego vinieron las inoculaciones, las inyecciones a las que como borregos acudieron un porcentaje de población enorme. De hecho, se llegó a amenazar con despidos y con «hacer la vida imposible» al que no se inyectase voluntariamente, al que no se pusiese ese sello inoculado. Parece que la gente cogió miedo a ser asesinado por China y por todos los poderosos de la tierra y se encomendó a los mentirosos, que no a Dios, que es el mejor doctor y que todo lo puede curar. El miedo a la muerte es señal de falta total de fe, de apostasía, de no creencia, de nula fidelidad en Cristo, de ateísmo y de pérdida total de esperanza. Si no se cree en cielo e infierno, ¿cómo no se va a temer morir, si se piensa que esto es lo único que «hay»?. El caso gravísimo, extremadísimamente grave es que la población creyó en quien le mentía, como Eva y Adán creyeron en el Mentiroso, en lugar de confiar en Dios, Infinita Bondad y Misericordia, que todo lo puede y en quien hay que poner la confianza cuando todo es un diluvio de mentiras. La insensatez generalizada fue aclamadora en todas las naciones y continentes. El caso es que se confió en los mentirosos. Y luego claro, se denuncia a los promotores de las inyecciones (curiosamente no a China, que es la primera y máxima culpable, luego se sigue defendiendo a ultranza el interés económico. A tal grado de degradación ha llegado la humanidad) por sus efectos secundarios y ahora oímos decir al filósofo catalán ministro de sanidad español de entonces que: «las vacunas eran voluntarias. No era necesario vacunarse», eludiendo toda responsabilidad gubernamental en le inyección, que para muchos ha resultado o resultará fatal en todo tipo de cánceres, ictus, destrozo de sistema inmunitario, etc. Se confió en el demonio y, ahora, el demonio no asume responsabilidad alguna y se ríe de la desgracia ajena a mandíbula partida de todos los que confiaron en la mentira.