31/01/2025 16:38

La actitud oficial de nuestros Gobiernos en aras de camuflar la realidad -en este caso la relacionada con las Fuerzas Armadas- se corresponde con la obsesión roja por estar en sitios y cometer destrucciones y crímenes como si no se hubiese ido a ellos o como si los exterminadores y los delincuentes fueran los demás. Siempre han sido hábiles para culpar a los otros de las propias abominaciones. A nuestros socialcomunistas les gusta aniquilar y ganar sus inagotables y veleidosas conflagraciones y rivalidades hablando de pacifismo y de diálogo, mientras acusan de delitos de odio a los odiados por ellos.

Los enemigos de la patria, cuyos partidos se erigen en propietarios del Estado, dirigen los ejércitos en su provecho particular y a ese fin adecúan sus acciones desde que acceden al poder. De ese modo, las FF. AA dejan de servir a la nación y a sus ciudadanos para dedicar sus capacidades y atribuciones a la casta política totalitaria. Esto es, los ejércitos se transforman en instrumento para esclavizar o aniquilar al pueblo y para destruir la soberanía nacional, acabando de paso con su unidad.

 Los rojos y sus cómplices, desleales por naturaleza a la tierra que los vio nacer, siempre dispuestos a acabar con sus raíces, a devastarla y a saciar así sus instintos de renegados, alimentan los separatismos, la liquidación de la cédula social básica, la eliminación de tradiciones y cultura, la delincuencia, los asaltos fronterizos, las peligrosas inmigraciones masivas, etc., por un lado, y por otro, impulsan alianzas y servidumbres con intereses exteriores contrarios al progreso y a la supervivencia nacional. Todo ello excusándose en la recurrente y falaz democracia, así como en las convenientes ocurrencias del momento, como pueden ser en la actualidad el globalismo y el cambio climático, sin ir más lejos.

En su inagotable cinismo -beneficiándose siempre de la «ley del embudo»-, para conseguir la doma del Ejército, desde los comienzos de la Farsa del 78 no dejó de subrayarse «el desatino de la diplomacia española de los últimos años en materia de alianzas militares», tildándole de «patético». El Gobierno del PSOE, después de estar propugnando el pacifismo y la neutralidad de España -e incluso el ingreso en la conferencia de países no alineados, como lo afirmó en su día Felipe González-, giró radicalmente respecto al poder militarista y sometió la soberanía nacional -o gran parte de ella- a los intereses de las potencias occidentales sin contrapartida de seguridad o de integridad territorial alguna.

Esto ocurrió con el ingreso de España en la OTAN y la UEO y con la renovación de los acuerdos de las bases militares con Washington, precisamente cuando terminaba la «guerra fría» y en vísperas del gran triunfo de la distensión política y militar. Y todo ello sin conseguir una garantía de defensa total (Ceuta y Melilla fueron excluidas) y automática del territorio español, sin obtener la soberanía de Gibraltar ni la seguridad de la ausencia o paso de armamento nuclear sobre nuestro territorio, donde además se ampliaron las ventajas para el resto de los ejércitos aliados de la OTAN.

Todo un balance dirigido a justificar el paradójico militarismo pacifista de los rojos y de sus cómplices en el Gobierno, siempre con la cansina y falaz excusa de la defensa de la democracia, buscando enemigos según los intereses sobre todo anglosajones, colonizadores de nuestro territorio. Y ello tras haberse hartado de subrayar, para más inri, que la función del Ejército español -que había sido virtuoso liberador de las hordas chekistas y defensor con éxito de la propiedad privada, de la Cruz y de la unidad patria-, había servido de «sostén del régimen», no sólo del franquista sino de todos los que le antecedieron desde la restauración de Fernando VII.

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 Y se concluía, con total desfachatez, porque hasta ahí llegaba la inverecundia socialcomunista, la inculpación al adversario de sus propios atropellos, que un ejército tradicionalmente volcado frente a un enemigo interior no podía generar en su pueblo extensos sentimientos de adhesión, aprovechando para proponer, en boca de Felipe González, «una nueva reducción de la mili a nueve meses, porque las actuales circunstancias demográficas e internacionales permiten hacerlo, conservando un reparto igualitario de las cargas de la defensa entre el conjunto de la ciudadanía».

De modo que, en su bla, bla, bla, en su hipócrita agitprop militarista, se argumentaba, por un lado, que había caído el muro de Berlín, y por otro se dilucidaba quiénes eran y dónde estaban ahora nuestros enemigos, abriendo un debate sobre nuestra defensa, sobre de quién y cómo había y hemos de defendernos, y que a todos competía esforzarse por resolver este asunto, porque la «cuestión militar nunca más debe ensombrecer la historia de España». Dicho todo lo cual y, además de dejar a Ceuta y Melilla desprotegidas, de abandonar el Sahara a su suerte, y de despreocuparse de las Canarias frente a los permanentes abusos de nuestros enemigos, sobre todo del principal de ellos, se iniciaba una serie de alianzas otánicas para enviar nuestros soldados a morir en conflictos pacíficos absolutamente ajenos a nuestros empeños.

Es imposible olvidar, en su estrategia exterior y militarista y en su afán por domar a los ejércitos, las fluctuaciones ideológicas, según los intereses personales y de partido, de esta peste política. Recordemos, y es sólo un ejemplo, que, al llegar al poder, Zapatero menospreció la bandera USA, quedándose sentado a su paso, y desairó al presidente George Bush con la retirada unilateral de las tropas españolas de Irak, mientras que, por el contrario, a punto de abandonar dicho poder, ocho años después, decidió adherir la base de Rota al escudo antimisiles que el Gobierno del mismo Bush ideó.

Porque las gobernanzas rojas y sus fines, cuya vileza y falsedad son dignas del diván del psiquiatra, son inconsecuentes -además de destructivas- desde cualquier perspectiva razonable, y se ejercen sólo orientadas a mantenerse en el machito y conservar la propiedad de un Estado del que se han adueñado en provecho propio. No sólo esta lacra diagnostica erróneamente el problema, sino que además lo agrava con el tratamiento. Los rojos son cobardes, buenistas y pacifistas a la hora de exponer sus propias vidas o sus propios negocios, pero belicistas y militaristas cuando se hallan en peligro las vidas de los demás o pueden y tienen que defender por la fuerza sus rapiñas.

El caso es que, infamando la gloriosa profesión militar, la casta política se dedicó a hacer mercancía de la sangre y de la vida, y ahora nuestros ejércitos han dejado de estar al servicio del pueblo y de la patria para servir, contradictoriamente, a nuestros enemigos históricos y provocar de paso, combatiendo a favor de éstos, a otros pueblos que no nos amenazan. De forma que nuestras FF. AA., moldeadas por chekistas y similares, han adquirido las cualidades de éstos: rastreros con los fuertes y arrogantes con los débiles.

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 Sabemos que la actual Constitución encomienda a las Fuerzas Armadas la garantía de la independencia nacional, de su integridad territorial, de su soberanía, de su ordenamiento y respeto constitucional… Y sabemos que nuestra casta política, dirigida mayoritariamente por bolcheviques, separatistas y delincuentes, constituye la raíz del problema que la patria padece. Es de sentido común, cuando la supervivencia de España está en juego, como hoy ocurre, comprender -no sólo porque lo diga una Carta Magna- que todo golpe de timón, toda rebeldía, toda reacción o incluso toda guerra que tenga por objeto rechazar la usurpación, mantener legítimos derechos y garantizar la libertad, es conforme a la justicia; y el soberano, el líder o el ejército que la emprenda con este fin, no será nunca responsable del dolor sufrido o de la sangre derramada, porque obrará por necesidad, y porque la rebelión -la guerra- en ciertos casos es preferible a la paz.

La cuestión, en definitiva, es que España, gracias a la casta política parida por la Transición, es hoy un Estado propiedad de la partidocracia, con sus líderes rojos a la cabeza, y una nación adlátere en los asuntos exteriores, con guerreros cipayos. Este modelo de ejército, a imagen y semejanza de los nuevos bolcheviques, cuyos integrantes han de estar más pendientes del escalafón que de la Ley Fundamental, y de la oficiosidad con el poder -interior y exterior- más que del servicio a la Patria, y que ha tratado de diseñarse durante la Farsa del 78 con el lenitivo de la democratización, parece haberse conseguido. Hoy, salvo las honrosas excepciones de rigor, los espadones, como cualquier funcionario desafecto de nómina y plantilla, se dedican más a alargar el cuello para salir en la foto que en repasar la Constitución para estar informados de si se respeta o no.

El caso es que, en toda nación sana, han de sentenciarse los traidores de lesa patria a columpiarse en la soga del descrédito universal para que en ella hagan cabriolas delante de todo un pueblo. Pero España, hoy, gracias a unos y a otros, no es una patria saludable ni vigorosa. Y todo en ella, en espera del héroe místico o del acontecimiento providencial que la socorra, es corrupción, debilidad e indiferencia.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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