21/11/2024 15:14

Ya en 1911 Robert Michels nos acabó de hacer ver que todas las organizaciones llegan a ser dirigidas por unas minorías que aunque a menudo funcionan como administradores pagados, sin embargo, lejos de ser servidores del pueblo, se dedican a controlar el acceso a la información, de tal modo que su poder inevitablemente crezca dominando así las estructuras de la organización. Y esto lo pueden hacer gracias a la apatía, la indiferencia y la falta de participación con las que la mayoría de quienes tienen relación con los procesos de toma de decisiones consienten en que desaparezca la rendición de cuentas, clave de toda justicia distributiva.

Así es como esta teoría, conocida como «ley de hierro de las oligarquías», nos enseña que todas las formas de organización, sean o no democráticas, desarrollarán inevitablemente tendencias oligárquicas, haciendo teórica y prácticamente imposible la verdadera democracia, especialmente en grupos grandes y organizaciones complejas como es el caso de los partidos políticos y del propio Estado.

Esto supuesto conviene sin embargo diferenciar un poco de qué dos modos puede ejercerse este poder minoritario. Para empezar conviene resaltar cómo las tesis de Marx sobre el triunfo del proletariado se han demostrado erróneas. Su discurso se asienta  en el odio, en la envidia y el resentimiento y de ahí nada verdadero puede surgir.  De la riqueza en pocas manos no se siguió la fortaleza de los proletarios para acabar con los ricos sino su pobreza y en definitiva la debilidad de los pueblos. Bastó que Juan Pablo II arrancara el antifaz al comunismo soviético en Polonia para que cayera el muro de la indiferencia y de la vergüenza de Occidente. La verdadera cuestión está pues en el modo como deben actuar las minorías que en cualquier caso han de dominar.

Si esas minorías toman medidas que terminan por empobrecer a la clase media, la sociedad se fragiliza y se produce una situación de dominación pero a la vez de pobreza endémica y la sociedad oprimida ya no puede ni siquiera rebelarse. Todo el ‘secreto’ de la ‘inevitable’ dominación de las minorías se encuentra pues en dilucidar si tienen o no capacidad de ir mejorando el nivel de desarrollo de la sociedad, aunque se mantengan las inevitables diferencias entre unos ciudadanos y otros tal y como lo exige la justicia distributiva hoy prácticamente desconocida. Así la sociedad no se empobrece, aunque el nivel de riqueza no se distribuya de modo rígidamente igualitario. No podemos eludir que la naturaleza humana es la que es y que nadie debe confundir la política con un voluntariado.

Precisamente el que el poder político haya asumido últimamente este perfil filantrópico, humanitarista y benéfico nos está indicando claramente que se está abandonando el realismo filosófico y se está entrando en el subjetivismo de las buenas intenciones de las que el infierno está empedrado. Y todo ese montaje se ha construido precisamente desde que la Iglesia ha abandonado o desde que se le ha arrebatado a ella toda la serie de actuaciones de beneficencia, docencia y caridad para las que está infinitamente más capacitada que las estructuras civiles siempre más en peligro de caer en las garras de la prevaricación, la mentira y el error.

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Así es como debemos concluir que toda minoría rectora tiene que tender a elevar progresivamente el nivel de vida de la población de la clase media para que la riqueza de la nación sea suficiente, evitando así que una pobreza endémica que hunda el país en el subdesarrollo. Pero si la torpeza y la ambición ciegan a la minoría, lo que ocurre es que, si bien esa minoría indeseable puede mantenerse en el poder, el país se hunde en el subdesarrollo y esa minoría se va haciendo cada vez más pequeña y más violenta y represiva.

Y la clave para identificar a las minorías oligárquicas separándolas de las rectoras reside precisamente en la rendición de cuentas, inexistente en las primeras pero que justifica y honra a las segundas, cuentas con las que se motivan precisa y detalladamente las decisiones de la justicia distributiva. Viene bien aquí pues volver a repetir un aforismo muy conocido que nos enseña que si los hombres quieren ser en verdad libres, no pueden ser iguales y que si quieren ser iguales no pueden ser libres porque las cualidades que cada uno tiene por naturaleza y que ha cultivado por hábitos son extraordinariamente dispares. Por eso nada más falso que el lema “socialismo es libertad” ya que para el socialismo lo primero no es la libertad sino la igualdad, algo que logra precisamente a costa de la libertad; sumisión que iguala a todos, exclusión hecha de los miembros de oligarquía gobernante por supuesto.

Si alguien acaba leyendo este artículo pensará quizás que todo esto es pura teoría y que por tanto resulta un ideal irrealizable. Y no dudo que los verdaderos ideales son irrealizables, pero cuando no se aspira a un ideal, se suele caer en manos de los mentirosos que agitan los idealismos falsos. Y como español que vivo en mi tiempo estoy como se suele decir ‘curado de espanto’ cuando veo una clase política que gobierna sin rendir cuentas en absoluto y que monta unos debates parlamentarios que se encuentran a medio camino entre la mascarada y el diálogo de sordos.

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 En tiempos de Franco, al que llaman dictador, en tan sólo cuatro legislaturas se le devolvieron al Gobierno 120 proyectos de ley para que los corrigiera. Desde que tenemos democracia y oligarquías, los proyectos se preparan en conciliábulos de los partidos en los que se negocian los distintos intereses más o menos inconfesables y luego pasan a las Cortes que son ahora como el retablo de Maese Pedro. Lástima que no tengamos ahora a Don Quijote para que se acabe la representación.

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